Colaboraciones
El sacerdocio y las mujeres
25 octubre, 2025 | Javier Úbeda Ibáñez
Un tema cada vez más invocado, es el del sacerdocio y las mujeres. Jesús seleccionó a un grupo de varones para fundar la jerarquía de su Iglesia; ellos fueron los primeros presbíteros, los primeros obispos que, a través de los siglos, han ordenado a otros varones para ejercer el sacerdocio y el episcopado. Bueno, ¿y las mujeres, qué?
Dios dio a una mujer el lugar más privilegiado de la humanidad, a María, Madre de Jesús; sobre esto no hay duda bíblica alguna. También se rodeó Jesús, en su peregrinar predicativo, de varias mujeres, que le atendían. En toda la historia narrada en la Escritura, y en la historia del cristianismo, las mujeres tienen papeles relevantes, aunque en general no protagónicos en asuntos de autoridad al grado de los varones.
Mucha de la presión hacia tener sacerdotisas en la Iglesia viene de las corrientes feministas y de las exigencias sociales y políticas de igualdad de género. De hecho, algunas iglesias o religiones, como la anglicana, han ordenado no sólo sacerdotisas, sino obispas. La Iglesias católica rechaza esta práctica: no va con el espíritu del Evangelio.
Jesús solamente escogió varones para el sacerdocio, por sus razones con origen divino, pues Él es Dios mismo.
Jesús siempre sabe más que nadie lo que conviene a su Iglesia y a los fieles en general.
No podemos los hombres, con las limitaciones que no tiene Jesús en su divinidad, enmendarle la plana a Dios. Quien no reconozca esto, pensamos, caerá en una actitud de soberbia, si no semejante a la de Luzbel, claro, al menos altamente ingenua, primitiva.
¿Piensan algunos que ya es tiempo de corregir lo que Jesús definió al fundar su Iglesia con jerarquía masculina? Que lo demuestren con argumentos teológicos, no (llamémoslos) «organizacionales».
¿Por qué la Iglesia Católica no acepta la ordenación sacerdotal de las mujeres? ¿No es esto una discriminación que ya han superado algunas confesiones como el anglicanismo? La actitud de Cristo, ¿no debe ser entendida, acaso, como propia de su tiempo y ya caducada?
El problema de la admisión de las mujeres al sacerdocio ministerial es uno de los problemas más candentes en los países con tradición anglicana y allí donde los autores del progresismo católico han tenido o tienen fuerza particular. Así, por ejemplo, E. Schillebeeckx O.P. (se encuentra en el pelotón de los pioneros de la «nueva teología») dice: «[...] Las mujeres [...] no tienen autoridad, no tienen jurisdicción. Es una discriminación [...] La exclusión de las mujeres del ministerio es una cuestión puramente cultural que ahora no tiene sentido. ¿Por qué las mujeres no pueden presidir la Eucaristía? ¿Por qué no pueden recibir la ordenación? No hay argumentos para oponerse al sacerdocio de las mujeres [...]. En este sentido, estoy contento de la decisión [de la Iglesia anglicana] de conferir el sacerdocio también a las mujeres, y, en mi opinión, se trata de una gran apertura para el ecumenismo, más que de un obstáculo, porque muchos católicos van en la misma dirección» (E. Schillebeeckx O.P., Soy un teólogo feliz. Entrevista con F. Strazzati, Sociedad de Educación Atenas, Madrid 1994, pp. 117-118).
Por el contrario, el Magisterio católico ha mantenido de forma firme e invariable, la negativa sobre la posibilidad de la ordenación femenina, y esto en documentos de carácter definitivo (Dos documentos han tocado explícitamente el tema: Instrucción de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Inter insigniores, La cuestión de la admisión de las mujeres al sacerdocio ministerial, 15 de octubre de 1976. Enchiridion Vaticanum, Volumen 5 (1974-1976), nn. 2110-2147; carta apostólica de Juan Pablo II, 22 de mayo de 1994. A lo que hay que añadir: Card. Ratzinger Ordinatio Sacerdotalis, «Respuesta a la duda sobre la doctrina de la Carta Apostólica Ordinatio Sacerdotalis», de 28 octubre de 1995).
¿Cuál es el motivo último por el que la mujer no puede acceder al sacerdocio ministerial?
El Magisterio apela a la Tradición, entendida no como «costumbre antigua» sino como garantía de la voluntad de Cristo sobre la constitución esencial de su Iglesia (y sacramentos). Esta Tradición se ve reflejada en tres cosas: la actitud de Cristo (históricamente Jesucristo no llamó a ninguna mujer a formar parte de los doce), la de sus discípulos (los apóstoles siguieron la praxis de Jesús respecto del ministerio sacerdotal, llamando a él sólo a varones. Y esto a pesar de que María Santísima ocupaba un lugar central en la comunidad de los primeros discípulos) y el Magisterio (cuando algunas sectas gnósticas heréticas de los primeros siglos quisieron confiar el ministerio sacerdotal a las mujeres, los Santos Padres juzgaron tal actitud inaceptable en la Iglesia. Especialmente en los documentos canónicos de la tradición antioquena y egipcia, esta actitud viene señalada como una obligación de permanecer fiel al ministerio ordenado por Cristo y escrupulosamente conservado por los apóstoles, Cf. Inter insigniores, nº 2115).
Sin embargo, podemos acceder a otra vía argumentativa que pone más en evidencia que, la tradición que se remonta a Cristo no es una mera disposición disciplinar, sino que tiene una base ontológica, es decir, se apoya en la misma estructura de la Iglesia y del sacramento del Orden.
El sacerdocio ministerial es signo sacramental de Cristo Sacerdote. El sacerdote ministerial, especialmente en su acto central que es el Sacrificio Eucarístico, es signo de Cristo Sacerdote y Víctima. Ahora bien, la mujer no es signo adecuado de Cristo Sacerdote y Víctima, por eso no puede ser sacerdote ministerial.
El sacerdote también representa a la Iglesia y esto podría ser desenvuelto por una mujer. Pero el problema es que no sólo representa a la Iglesia sino también a Cristo y que esto no puede representarlo una mujer.
Los errores principales giran en torno a dos problemas. El primero es no concebir adecuadamente el sacerdocio sacramental, confundiéndolo con el sacerdocio común de los fieles. El segundo, es dejarse llevar por los prejuicios que ven en el sacerdocio ministerial una discriminación de la mujer y paralelamente un enaltecimiento del varón en detrimento de la mujer; es una falta de óptica: en la Iglesia católica, el sacerdocio ministerial es un servicio al Pueblo de Dios y no una cuestión aristocrática; es más, esto último es precisamente, un abuso del sacerdocio ministerial semejante al que contaminó el fariseísmo y saduceísmo de los tiempos evangélicos. Finalmente, los más grandes en el Reino de los Cielos no son los ministros sino los santos; y —excluida la humanidad de Cristo— la más alta de las creaturas en honor y santidad, la Virgen María, no fue revestida por Dios de ningún carácter sacerdotal.
Que no hubiese mujeres sacerdotes sería injusto sólo si ellas tuviesen derecho a ser sacerdotes. Pero ningún hombre tiene derecho a ser ordenado sacerdote, ya que esta vocación ministerial es un don gratuito de Dios, misterio de amor. Dios da esta vocación a quién Él quiere, sin estar jamás obligado a ello. Más aún, afirmar que no ordenar mujeres es injusto conlleva creer que a Dios se le fuerza a otorgar este don, lo cual es rebajarle y ser injusto con Dios. Además, si es injusta la no ordenación de una mujer por ser mujer, también lo sería que algunos varones no pueden ser ordenados sacerdotes. Pero, que uno no tenga vocación sacerdotal no significa que Dios le esté perjudicando. En definitiva, la cuestión de la ordenación de la mujer no puede ubicarse en un campo meramente natural o de dialéctica de reivindicaciones, sino que sólo puede plantearse adecuadamente en el ámbito de lo sobrenatural y del amor, el de si Dios en su gratuidad ha determinado o no que haya sacerdocio femenino.
Ante esta cuestión la Iglesia no puede inventarse una respuesta, sino que ha de someterse a lo que ha sido la decisión del Señor. El Catecismo de la Iglesia católica, clarificadoramente dice: «Sólo el varón bautizado recibe válidamente la sagrada ordenación» (CIC can. 1024). El Señor Jesús eligió a hombres para formar el colegio de los doce apóstoles (Cf. Mc. 3, 14-19; Lc. 6, 12-16), y los apóstoles hicieron lo mismo cuando eligieron a sus colaboradores (Cf. 1 Tm 3, 1-13; 2 Tm 1, 6; Tt 1, 5-9) que les sucederían en su tarea (S. Clemente Romano, Cor 42, 4; 44, 3). El colegio de los obispos, con quienes los presbíteros están unidos en el sacerdocio, hace presente y actualiza hasta el retorno de Cristo el colegio de los Doce. La Iglesia se reconoce vinculada por esta decisión del Señor. Esta es la razón por la que las mujeres no reciben la ordenación (Cf. Juan Pablo II, MD 26-27; CDF decl. Inter insigniores: AAS 69, 1977, 98-116). Así pues, es una cuestión decidida y los católicos debemos acatar esta enseñanza de la Iglesia.
Una mujer no será sacerdote, pero dará al mundo un Sumo Pontífice. La madre de un sacerdote no consagra, pero por ella existen miles de consagraciones de su hijo sacerdote. Sin la Purísima no habría ni sacerdotes, ni absoluciones, ni consagraciones. Santa Teresa de Lisieux no fue a las misiones, pero los misioneros daban fruto por ella. Muchísimas vírgenes consagradas con su santidad de vida han sostenido los brazos del sacerdote que levanta la Sagrada Forma. Así, la mujer no puede consagrar, pero tiene su parte de amor en estas consagraciones. Además, la más hermosa visión de la vocación femenina es, no lo olvidemos, la del Magisterio de la Iglesia católica.