Colaboraciones
La soberanía del pueblo o autogobierno del pueblo es una tesis falsa, científicamente
08 abril, 2025 | Javier Úbeda Ibáñez
La doctrina social de la Iglesia nos brinda una orientación diferente respecto de la soberanía política, en plena conformidad con la experiencia histórica. La soberanía es un atributo de la autoridad.
La soberanía no implica de ningún modo la idea de autonomía absoluta, como pretendía Bodin.
La soberanía del pueblo o autogobierno del pueblo, es una tesis falsa, científicamente, en sus tres supuestos:
a) el pueblo no puede gobernar: pues el ejercicio del gobierno exige la toma de decisiones que no se pueden hacer multitudinariamente, y tampoco, ejecutarlas, lo que solo puede hacer quien está preparado especialmente para ello. Ni siquiera en Atenas, donde solían reunirse en la plaza pública 5 o 6 mil ciudadanos para deliberar y aprobar las leyes. Esa cantidad representaba un veinte por ciento del total de ciudadanos, sin contar a las mujeres, y los esclavos, que no eran ciudadanos. De todos modos, esa participación limitada se daba con respecto a una de las funciones clásicas de la autoridad, según Aristóteles —la legislativa—, pero no en las otras dos —ejecutiva y judicial— que estaba en manos de un número menor de funcionarios, generalmente elegidos al azar. Empíricamente, jamás el pueblo ha gobernado en ninguna parte, ni en ninguna época. El pueblo no puede gobernarse a sí mismo; las funciones del poder no admiten el ejercicio multitudinario por parte de todo el pueblo.
b) el pueblo no es soberano: pues la soberanía no es otra cosa que una cualidad del poder estatal. No reside en nadie, es un atributo inherente al Estado. Por lo tanto, no reside en nadie, ni en el gobernante, ni mucho menos en el conjunto del pueblo.
c) el gobierno no representa a todo el pueblo: porque para que un sujeto pueda ser representado, es imprescindible una cierta unidad en el mismo sujeto representado. Se puede representar a un hombre, a una familia, a una institución. Hasta una multitud de hombres puede ser representada, siempre que tengan un interés concreto y común en el que la pluralidad se unifique; por ejemplo, los ahorristas defraudados por un banco. Pero no se puede representar un conglomerado heterogéneo y con intereses distintos y hasta contrapuestos, como es el pueblo. Pueblo es un nombre colectivo que designa a la totalidad de personas que forman la población de un Estado; no es persona moral ni jurídica, luego no es susceptible de representación.
Un católico consciente de su fe nunca puede aceptar en conciencia una forma de gobierno donde la soberanía esté en el «pueblo». Por la simple razón de que la soberanía reside únicamente en Dios. Él es el único que es soberano. Él es la suprema autoridad. Él ostenta el supremo poder.
La democracia ha de fundamentarse en los inmutables principios de la ley natural y de la ley divina, o verdades reveladas (Pío XII, Discurso de Navidad de 1944). Es decir, la ley humana ha de subordinarse a la ley divina, natural y positiva. Estos son principios políticos inseparables de nuestra fe católica.
La soberanía reside en nuestro señor Jesucristo, no en el hombre, ni en el «pueblo», por la razón de que el hombre es criatura de Dios por naturaleza e hijo de Dios por la gracia. Lo que conocemos como «pueblo» no depende más que de Dios, y está subordinado a Dios. Esta es creencia tradicional y constante de la Iglesia.
A la crítica científica, debemos agregar la doctrina pontificia. León XIII, en la carta encíclica Inmortale Dei, afirma: «La soberanía del pueblo... carece de todo fundamento sólido y de eficacia sustantiva para garantizar la seguridad pública y mantener el orden en la sociedad».
El Papa León XIII, en su encíclica Diuturnum illud (29 de junio de 1881), expone la doctrina cristiana sobre la autoridad. Claramente dice que el pueblo no es en sí mismo el origen de la autoridad, aunque en ocasiones puede designar los gobernantes.
El Papa Francisco ha criticado el «soberanismo» por conducir «a guerras» y ha estimado que el populismo no refleja «la cultura popular», en una entrevista publicada en el diario La Stampa (fundado en Turín en 1867 con el nombre de Gazzetta Piemontese).