Colaboraciones
Los ciudadanos en la comunidad política
06 abril, 2025 | Javier Úbeda Ibáñez
«El orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de la política» (Benedicto XVI)
«La justicia es el objeto y, por tanto, también la medida intrínseca de toda política. La política es más que una simple técnica para determinar los ordenamientos públicos: su origen y su meta están precisamente en la justicia, y esta es de naturaleza ética» (Benedicto XVI)
«Considerar a la persona humana como fundamento y fin de la comunidad política significa trabajar, ante todo, por el reconocimiento y el respeto de su dignidad mediante la tutela y la promoción de los derechos fundamentales e inalienables del hombre» (Compendio de la DSI)
«La comunidad política nace para buscar el bien común, que abarca el conjunto de aquellas condiciones de vida social con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección» (Gaudium et spes, n. 74)
Los ciudadanos en la comunidad política: aspectos
Son dos los aspectos que han acaparado la mayor atención de la doctrina y la preocupación existencial de las personas: los ciudadanos en la comunidad política.
Cómo se legitima que unos hombres puedan ejercer, como superiores de los demás, la facultad de ordenar con normas vinculantes y coactivas sus conductas y comportamientos en la vida de relación social y, a veces, hasta en la privada, y con qué «poder» cuentan para hacerlo. Las respuestas teóricas han coincidido de uno u otro modo a lo largo de la historia en los siguientes principios ético-jurídicos: el pueblo, todos los que constituyen la comunidad política, son el sujeto titular primero del poder político. Para que determinadas personas puedan ejercer legítimamente esa autoridad y poder, han de contar con la elección y la autorización de todos los ciudadanos, elaborada y expresada libremente, según métodos de representación acordados y aprobados por ellos. El poder político, con el que actúa la autoridad en la comunidad políticamente organizada, se ejerce con la aplicación legal y administrativa de los recursos del derecho y se impone, si es preciso, por la fuerza física de la que posee el monopolio social y jurídico. ¿El pueblo, sujeto inmediato de la soberanía política es, además, la instancia incuestionablemente última que legitima al titular de la autoridad política en su origen y en el ejercicio del poder que le es propio? ¿No conoce, por tanto, el pueblo ni personas ni normas superiores a las que tenga que atenerse en la constitución, organización y funcionamiento del Estado y de los órganos del poder? La respuesta, ofrecida y exigida por la antropología cristiana, fue siempre inequívoca: el origen y el fundamento de la soberanía popular reside en Dios que ha creado al hombre como ser social y con una socialidad que postula la institución del principio de autoridad y de sus órganos de ejercicio. Se trata pues de una soberanía subordinada en su origen y puesta en práctica a la ley natural: a la ley fundada en la sabiduría y en la voluntad de Dios. Las respuestas de las antropologías laicistas radicales fueron y son también siempre las mismas: la soberanía del pueblo es ilimitada; más aún, es la única fuente de legitimación ética del derecho positivo y de su aplicación coactiva; e, incluso más, la instancia última que legitima toda y cualquier ética social.
El otro aspecto fue la posición teórica y práctica del laicismo moderado, especialmente activo después de la II Guerra Mundial. Su concepción del principio de soberanía comprendía su limitación jurídica y ética en virtud, primero, de la vigencia previa de los derechos humanos y, segundo, a causa, de las obligaciones y exigencias derivadas del derecho internacional. En la mente de todos los que habían vivido la experiencia de los Estados totalitarios —el comunista y el nacionalsocialista— y habían sufrido las ruinas físicas, morales y espirituales de la II Guerra Mundial, no cabía la menor duda sobre la necesidad histórica de superar el positivismo jurídico y el relativismo ético por la vía intelectual y espiritual de una teoría y praxis constitucional profundamente reformadora de la concepción del poder político. Urgía arbitrar medios pedagógicos, culturales y sociales para establecer el imperativo de su limitación ética como un principio prejurídico indiscutible. Aquí se encontraba el gran reto histórico para el futuro de la humanidad: el de conseguir fórmulas eficaces de limitación ética de ese «poder», que es el poder por excelencia, «el poder político», que se mostraba cada vez más fuerte e imponente. Sus recursos —los de la fuerza— crecían sin parar: las armas atómicas, el poder mediático y psicológico, los instrumentos de la experimentación química y biológica... Sonó pronto en Europa la voz de alarma ante esta gravísima cuestión de los límites éticos al ejercicio del «poder político». ¿No estaba en juego la paz del mundo? El problema sigue vivo; incluso, agravado por el éxito de lo que Benedicto XVI calificó de la dictadura del relativismo. También hoy es la gran cuestión de la actual coyuntura política mundial, de cuya buena o mala solución depende, en gran medida, el futuro de la solidaridad y de la paz en cada pueblo y entre todos los pueblos que configuran la familia humana.
El Estado no es dueño de la sociedad y, mucho menos, del hombre
¿Tiene «el poder político» facultad de limitar, condicionar, restringir e, incluso, negar los derechos fundamentales de la persona humana —el derecho a la vida, a la libertad religiosa, de pensamiento, de conciencia, de expresión y de enseñanza— sin que se quiebre su legitimidad ética? ¿O puede disponer sin límite moral y jurídico alguno de las instituciones básicas del matrimonio y de la familia o de la libertad básica de asociación de los ciudadanos? La contestación, subyacente a muchas de las corrientes culturales que inspiran e influyen hoy la teoría y la praxis política, es militantemente afirmativa. La respuesta de los cristianos ha de ser, en contraste, la de presencia activa y positiva en la vida pública, dirigida a superar la estatalización creciente de toda la vida social y la muchas veces simultánea desprotección de derechos fundamentales de la persona, de las familias y de los grupos sociales. Hemos de colocar en el centro mismo de la experiencia cristiana de «lo político» la aspiración y el esfuerzo para que el orden jurídico-político se ponga al servicio de la persona humana y de su realización plena como su objetivo último, decisivo para la realización del bien común. El Estado no es dueño de la sociedad y, mucho menos, del hombre. La vocación del seglar cristiano tiene actualmente una importante y urgente tarea en el campo de la acción y de la vida política: abrirla a la ética del servicio, abrirla a las experiencias de gratuidad, de libertad solidaria y subsidiaria y, sobre todo, de comunión. No, no ha sido lo más acertado confiar en las posibilidades liberadoras de una teología politizada; pero sí ha sido un acierto providencial, y lo es hoy más que nunca, el haber sabido inspirar y transformar la acción política en un servicio motivado, impulsado y configurado por la caridad. Su efecto liberador será seguro y gozoso como una novedad sólo explicable y experimentable espiritualmente por la novedad de la presencia y de la virtualidad del Reino de Cristo: «un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, del amor y la paz».