Colaboraciones

 

La batalla de la escuela

 

 

 

31 marzo, 2025 | Javier Úbeda Ibáñez


 

 

 

 

 

No son tiempos para dejarse atontar por tópicos, para dejarse enredar por maniobras envolventes que hay que desenmascarar ante la opinión pública. Y en el terreno de la enseñanza la tarea es más urgente.

En la vida de toda sociedad hay dos instituciones que tienen una importancia capital: la familia y la enseñanza. De cómo sean ambas depende la formación de las generaciones futuras y, por tanto, la sociedad del mañana.

Mientras en el marxismo-leninismo, la sociedad civil se identificaba con las relaciones económicas, para Gramsci (fundador y presidente del Partido   Comunista de Italia; 1891-1937) se identifica con las relaciones culturales. Para Marx (filósofo y sociólogo alemán de origen judío que influyó determinantemente en los movimientos obreros del s. XIX; 1818-1883), lo económico era lo primero; para Gramsci, será la cultura.

Gramsci define a la cultura como «la organización, disciplina del yo interior, conquista de una superior conciencia por lo cual se llega a comprender el valor histórico que uno tiene, su función en la vida, deberes y derechos. Pero esto no ocurre por evolución espontánea, independiente de la voluntad de cada uno por ley fatal de las cosas».

En sus cuadernos también hace referencia al papel político de la cultura, la cual es una de las fabricantes de la hegemonía junto con el despliegue de posiciones y la formación del consenso.

El político también desarrolló el concepto de hegemonía cultural para analizar los conceptos de superestructura y de clases sociales plateadas en la teoría marxista. A. Gramsci decía que las normas culturales en una sociedad son impuestas por la clase dominante, por lo que no se deberían percibir como reglas naturales o inevitables, sino que fueron construidas desde una realidad artificial para ser usadas como instrumento de dominación de clase.

El proletariado tomaría esa definición de hegemonía definida por Gramsci para poder reivindicarse y crear su propia cultura de clase.

La batalla de la cultura hay que entablarla en su raíz. Ganarla ahí es vencer. Hay que darse cuenta de que ganar la batalla de la cultura —en la que los marxistas cuentan con muchos aliados de talante liberal— es ganar la batalla contra la descristianización de la sociedad que los marxistas pretenden. Ganar la batalla de la cultura es ganar la batalla de la escuela, porque sólo una sociedad con cultura cristiana puede exigir una escuela cristiana.

¿Cómo puede conseguirse este objetivo? Utilizando todos aquellos medios por los cuales se difunde habitualmente la cultura: la imprenta —editoriales, medios de opinión pública— y la escuela.

Según Gramsci (teórico marxista y político italiano), son los intelectuales —marxistas— quienes han de operar ese cambio cultural.

Pero los intelectuales, como todo el mundo, se forman en la escuela. Por eso el dominio de la escuela es especialmente importante en esta nueva versión del marxismo.

Esta penetración en el campo de la enseñanza no se limita sólo al aspecto docente, sino que se extiende además a todos los campos relacionados con la educación. Especial importancia tienen aquellos puestos de carácter decisorio hasta puestos de alcance nacional.

En palabras de Gramsci: «La conquista del poder cultural es previa a la del poder político, y esto se logra mediante la acción concertada de los intelectuales llamados ‘orgánicos’ infiltrados en todos los medios de comunicación, expresión y universitarios» (Cita, entre otras, que Pablo Iglesias, de Podemos, se tatuaría en el antebrazo).

No hay sociedad libre si la cultura y su transmisión están en manos del poder. Si el Estado se convierte en el sujeto de la cultura y en sus manos está el medio de su transmisión, que es la enseñanza, no es posible el hombre libre. Para construir una sociedad verdaderamente libre es indispensable que la ciencia y la cultura estén en manos de la propia sociedad. No hay peor encadenamiento de la persona y de la sociedad que el dirigismo cultural, o sea atribuir al Estado la función de dirigir la cultura y su transmisión.

Si el sujeto y agente de la cultura, de la moralidad y de la religión es el hombre y no el Estado, el sujeto y agente de la enseñanza es la persona, no el Estado. La transformación del Estado en sujeto y agente de la enseñanza, tanto cercenará la libertad cuanto suponga hacerse sujeto y agente primero y principal de la cultura.

Y lo peor es que la víctima de todo es el niño, el joven.

Nada de lo dicho debe interpretarse en el sentido de que el Estado deba desentenderse de la enseñanza y de la educación. Conlleva, sin embargo, que el Estado asuma su propio papel sin invadir el de la sociedad. Y este papel del Estado es el mismo que el que tiene respecto de las demás libertades: el Estado debe reconocer, garantizar y regular el ejercicio de la libertad de enseñanza.

La defensa del derecho de los padres a la educación de los hijos, la libertad para que puedan escoger las escuelas que en conciencia prefieran, es uno de los imperativos que el ciudadano ha de lograr que sean respetados en el presente y en el futuro de un país. La educación —conviene decirlo— no es un servicio público, si por tal se entiende un monopolio excluyente del Estado, como si los niños y jóvenes fueran bienes de dominio público. Ha de quedar bien claro —hay que repetirlo hasta la saciedad— que los hijos son de los padres, que los hijos no son del Estado. Donde son del Estado, no existe libertad ni democracia, sino tiránico y refinado totalitarismo. La educación es un servicio, sí, pero un servicio social, una gran empresa colectiva que la sociedad entera —padres de familia, instituciones, grupos de ciudadanos, etc.— tienen el derecho y a veces el deber cívico de promover. Y el Estado ha de reconocer que, cuando esos centros ofrecen las garantías que el bien común demanda, la función social que cumplen será, cuando menos, tan valiosa y respetable como la de las escuelas estatales.

«Permitir a los padres escoger la escuela de sus hijos es valioso en sí mismo, con independencia de los resultados», manifiesta Bobby Jindal, exgobernador de Luisiana.

«Tanto la escuela pública como el derecho de los ciudadanos a crear y dirigir centros de enseñanza son subsidiarios, están al servicio de la libertad original de los padres a proveer a la educación de sus hijos según sus convicciones y preferencias», afirma Rafael Serrano.

Por todas partes se habla de derechos y desde todos los ángulos se clama por la libertad.