Colaboraciones
La contumelia y la revelación de secretos que nos han sido confiados
24 marzo, 2025 | Javier Úbeda Ibáñez
La contumelia
El insulto personal (los teólogos prefieren llamarlo «contumelia») o la contumelia (oprobio, injuria u ofensa dicha a alguien en su cara, según El DLE) merece la pena del infierno según el texto de Mt 5, 22: Quien llamare a su hermano fatuo, será reo de la gehena de fuego. Luego la afrenta o contumelia es pecado mortal.
Llamar a alguien «necio» (fatuo, vanidoso, presuntuoso) es atacar su carácter e integridad, esencialmente considerándolo sin valor.
La advertencia de Jesús de no llamar «necio» a alguien subraya la importancia de reconocer y honrar el valor inherente de todos, ya que todos hemos sido creados a imagen de Dios (Génesis 1:27).
La gravedad de llamar a alguien «necio» se destaca por su asociación con el «fuego del infierno» o gehena (Mateo 5:22).
Cuando Jesús relaciona la frase «necio» con «gehena» en Mateo 5:22, está diciendo que las palabras despectivas tienen graves consecuencias espirituales. Esta enseñanza concuerda con el principio bíblico más amplio de que las palabras reflejan la condición de nuestros corazones. Como nos recuerda Proverbios 18:21, «La muerte y la vida están en poder de la lengua, y el que la ama comerá de sus frutos». Las palabras son poderosas, y los que hablan despectivamente de los demás tendrán que rendir cuentas.
El significado de «necio» en Mateo 5:22 va más allá de un simple insulto y nos lleva a reflexionar sobre la naturaleza de la ira, el poder de las palabras y la necesidad de defender la dignidad de los demás. Por tanto, debemos examinar nuestro corazón, controlar nuestra lengua y buscar la paz con todos. Al hacerlo, demostramos que somos hijos de Dios.
«El insulto o la contumelia comportan, por su esencia, cierta deshonra, si la intención del que la profiere tiende a quitar la honra a otro por medio de las palabras que pronuncia, esto es propia o formalmente inferir insulto o contumelia, lo cual es pecado mortal no menos que el hurto y la rapiña, pues el hombre no ama menos su honra que sus bienes materiales.
»En cambio, si alguno pronuncia palabras de insulto o de contumelia contra otro, más sin ánimo de deshonrarle, sino para corregirle o por otro motivo similar, no profiere un insulto o contumelia formal y directamente, sino accidental y materialmente, es decir, en cuanto expresa lo que puede ser insulto o contumelia. Por eso, esto puede ser unas veces pecado venial y otras ni siquiera hay pecado» (santo Tomás de Aquino, cuestión 72, La contumelia).
Afrentar la dignidad de una persona, es decir, lesionar su honor, es el pecado de contumelia. En este el prójimo está presente. Este pecado de contumelia adopta distintas modalidades. Una de ellas sería, por ejemplo, negarnos a dar al prójimo las muestras de respeto y amistad que le son debidas, como no contestar su saludo o ignorar su presencia, como hablarle de modo altanero o ponerle apodos humillantes. Un pecado parecido de grado menor es esa crítica despreciativa, ese encontrar faltas en todo, que para algunas personas —por ejemplo, para la esposa con su marido; para el marido con su suegra— parece constituir una arraigada costumbre.
Se entiende por contumelia la injusta lesión del honor causada al prójimo en su misma presencia. Esta presencia puede ser física o moral (v.gr., su imagen o representante).
La contumelia lesiona el honor del prójimo presente.
La contumelia —llamada también insulto o injuria al prójimo— puede ser verbal o real, según se haga con palabras o con signos equivalentes (v.gr., por gestos despectivos, una bofetada, rompiendo su estatua o fotografía, etc.). Suele provenir de la ira.
La contumelia es, de suyo, pecado mortal contra la justicia; pero a veces puede no pasar de pecado venial.
«Todo el que se irrita contra su hermano será reo de juicio; el que le dijere “traca” será reo ante el sanedrín, y el que le dijere “loto” será reo de la gehena (infierno, averno) de fuego» (Mt 5, 22).
San Pablo incluye a dos ultrajadores entre los pecadores a quienes Dios entregó a su «réprobo sentir», y dice de ellos que son dignos de muerte (Rom 1, 28-32).
Todo hombre tiene derecho estricto a su propio honor, que es un bien más excelente que las mismas riquezas. Luego, así como el que roba el dinero ajeno comete injusticia, con mayor motivo incurre en ella el que viola el honor del prójimo.
La contumelia con frecuencia lleva anejas otras malicias, además de la injusticia. Y así, quebranta la piedad si injuria a los padres; la religión, si es contra Dios o sus ministros, etc. A veces produce escándalo, disensiones, etc., contra la caridad fraterna.
Sin embargo, la contumelia puede ser simplemente pecado venial:
- Por imperfección del acto, o sea por falta de la suficiente advertencia o consentimiento.
- Por parvedad de materia (v.gr., una ligera burla o palabra mal sonante).
- Por falta de intención de injuriar gravemente (v.gr., cuando se dice en broma o no muy en serio: «eres un asno»).
- Por la condición del que habla o escucha (v.gr., entre verduleras o gentes de baja educación no suelen considerarse injurias graves los insultos o frases soeces que se intercambian con frecuencia). Tampoco suelen ser graves las injurias de los padres a los hijos, de los maestros a sus discípulos, etc., que tienen por objeto su corrección o enmienda.
Obligación de repararla. Como injusticia que es, la contumelia induce obligación de reparar el honor ultrajado.
Nótese que, cuando la injuria fue pública (v.gr., en presencia de testigos, por la prensa, etc.), debe repararse en la misma forma, ya que de otro modo no quedaría restablecida la igualdad que reclama la justicia entre la ofensa y su reparación.
La simple petición de perdón constituye suficiente reparación de cualquier clase de injuria o contumelia.
El perdón de las injurias. Uno de los consejos más inculcados en el Evangelio es el perdón generoso y total de las injurias:
El mismo Cristo nos dejó ejemplo sublime al perdonar y excusar a sus verdugos desde lo alto de la cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34).
Pero esta excelente obra de caridad estrictamente obligatoria (al menos en la disposición interior del ánimo, del que debe deponerse el odio y el espíritu de venganza) no siempre obliga a renunciar a toda clase de reparación externa por la ofensa recibida. Escuchemos al Doctor Angélico explicando este punto con su lucidez habitual:
«Estamos obligados a tener el ánimo dispuesto a tolerar las afrentas si ello fuese conveniente; más algunas veces conviene que rechacemos el ultraje recibido, principalmente por dos motivos. En primer término, por el bien del que nos infiere la afrenta, para reprimir su audacia e impedir que repita tales cosas en el futuro, según aquel texto de los Proverbios: «Responde al necio como merece su necedad, para que no se crea un sabio» (Prov 26, 5). En segundo lugar, por el bien de muchas otras personas, cuyo progreso espiritual podría ser impedido precisamente por los ultrajes que nos hayan sido hechos; y así dice san Gregorio que «aquellos cuya vida ha de servir de ejemplo a los demás, deben, si les es posible, hacer calar a sus detractores, a fin de que no dejen de escuchar su predicación los que podrían oírla y no desprecien la vida virtuosa permaneciendo en sus depravadas costumbres» (II-II, 2, 3).
Existe el derecho natural de legítima defensa contra las injurias recibidas, paralelo al derecho de defensa contra el injusto agresor de nuestra integridad física. Y es lícito, guardando la debida moderación, hacer uso de este derecho —a veces obligatoriamente— si razones superiores de caridad, humildad o paciencia no lo impiden o desaconsejan. Cuando la injuria recibida no redunda en perjuicio o desprestigio de un tercero (v.gr., de la familia o corporación a que se pertenece), siempre es más perfecto y meritorio perdonarla de todo corazón y renunciar en absoluto a exigir la reparación.
La revelación de secretos que nos han sido confiados
Otro posible modo de ir contra el octavo mandamiento es revelar secretos que nos han sido confiados. La obligación de guardar un secreto puede surgir de una promesa hecha, de la misma profesión (políticos, médicos, investigadores, etcétera), o, simplemente, porque la caridad nos lleva a no divulgar lo que pueda dañar o herir al prójimo. Se incluyen en este tipo de pecados leer la correspondencia ajena sin permiso, o escuchar conversaciones privadas detrás de la puerta o por el teléfono. La gravedad del pecado dependerá en estos casos del daño o perjuicios ocasionados por nuestra actitud.
Conviene recordar por último que este mandamiento, igual que el séptimo, nos obliga a reparar los males causados. Si perjudicamos a un tercero con alguna mentira, lo difamamos, lo humillamos o revelamos sus secretos, nuestra falta no estará saldada hasta que compensemos los perjuicios lo mejor posible. Y debemos hacerlo, aunque hacer esa reparación nos exija humillarnos o sufrir un perjuicio nosotros mismos.
Si hemos calumniado, debemos decir que nos habíamos equivocado radicalmente; si hemos murmurado, tenemos que compensar nuestra difamación hablando cosas buenas del afectado; si hemos insultado, debemos pedir disculpas, públicamente, si el insulto fue público; si hemos revelado un secreto, debemos reparar lo mejor que podamos las consecuencias que se sigan de nuestra imprudencia.