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Código: ZS05031801
Fecha publicación: 2005-03-18
Carta de Juan Pablo II a los sacerdotes para el Jueves Santo de 2005
CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 17 marzo 2005 (ZENIT.org).-
Publicamos la carta que Juan Palo II ha enviado a los sacerdotes para el Jueves
Santo de 2005, presentada este viernes en la Santa Sede.
CARTA DEL SANTO PADRE
JUAN PABLO II
A LOS SACERDOTES
PARA EL JUEVES SANTO DE 2005
Queridos sacerdotes:
1. En el Año de la Eucaristía, me es particularmente grato el anual encuentro
espiritual con vosotros con ocasión del Jueves Santo, día del amor de Cristo
llevado «hasta el extremo» (Jn 13, 1), día de la Eucaristía, día de nuestro
sacerdocio.
Os envío mi mensaje desde el hospital, donde estoy algún tiempo con tratamiento
médico y ejercicios de rehabilitación, enfermo entre los enfermos, uniendo en la
Eucaristía mi sufrimiento al de Cristo. Con este espíritu deseo reflexionar con
vosotros sobre algunos aspectos de nuestra espiritualidad sacerdotal.
Lo haré dejándome guiar por las palabras de la institución de la Eucaristía, las
que pronunciamos cada día in persona Christi, para hacer presente sobre
nuestros altares el sacrificio realizado de una vez por todas en el Calvario. De
ellas surgen indicaciones iluminadoras para la espiritualidad sacerdotal: puesto
que toda la Iglesia vive de la Eucaristía, la existencia sacerdotal ha de tener,
por un título especial, «forma eucarística». Por tanto, las palabras de la
institución de la Eucaristía no deben ser para nosotros únicamente una fórmula
consagratoria, sino también una «fórmula de vida».
Una existencia profundamente «agradecida»
2. «Tibi gratias agens benedixit...». En cada Santa Misa recordamos y revivimos
el primer sentimiento expresado por Jesús en el momento de partir el pan, el de
dar gracias. El agradecimiento es la actitud que está en la base del nombre
mismo de «Eucaristía». En esta expresión de gratitud confluye toda la
espiritualidad bíblica de la alabanza por los mirabilia Dei. Dios nos
ama, se anticipa con su Providencia, nos acompaña con intervenciones continuas
de salvación.
En la Eucaristía Jesús da gracias al Padre con nosotros y por nosotros. Esta
acción de gracias de Jesús ¿cómo no ha de plasmar la vida del sacerdote? Él sabe
que debe fomentar constantemente un espíritu de gratitud por tantos dones
recibidos a lo largo de su existencia y, en particular, por el don de la fe, que
ahora tiene el ministerio de anunciar, y por el del sacerdocio, que lo consagra
completamente al servicio del Reino de Dios. Tenemos ciertamente nuestras cruces
—y ¡no somos los únicos que las tienen!—, pero los dones recibidos son tan
grandes que no podemos dejar de cantar desde lo más profundo del corazón nuestro
Magnificat.
Una existencia «entregada»
3. «Accipite et manducate... Accipite et bibite...». La autodonación de Cristo,
que tiene sus orígenes en la vida trinitaria del Dios-Amor, alcanza su expresión
más alta en el sacrificio de la Cruz, anticipado sacramentalmente en la Última
Cena. No se pueden repetir las palabras de la consagración sin sentirse
implicados en este movimiento espiritual. En cierto sentido, el sacerdote debe
aprender a decir también de sí mismo, con verdad y generosidad, «tomad y comed».
En efecto, su vida tiene sentido si sabe hacerse don, poniéndose a disposición
de la comunidad y al servicio de todos los necesitados.
Precisamente esto es lo que Jesús esperaba de sus apóstoles, como lo subraya el
evangelista Juan al narrar el lavatorio de los pies. Es también lo que el Pueblo
de Dios espera del sacerdote. Pensándolo bien, la obediencia a la que se ha
comprometido el día de la ordenación y la promesa que se le invita a renovar en
la Misa crismal, se ilumina por esta relación con la Eucaristía. Al obedecer por
amor, renunciando tal vez a un legítimo margen de libertad, cuando se trata de
su adhesión a las disposiciones de los Obispos, el sacerdote pone en práctica en
su propia carne aquel « tomad y comed », con el que Cristo, en la última Cena,
se entregó a sí mismo a la Iglesia.
Una existencia «salvada» para salvar
4. «Hoc est enim corpus meum quod pro vobis tradetur». El cuerpo y la sangre de
Cristo se han entregado para la salvación del hombre, de todo el hombre y de
todos los hombres. Es una salvación integral y al mismo tiempo universal, porque
nadie, a menos que lo rechace libremente, es excluido del poder salvador de la
sangre de Cristo: «qui pro vobis et pro multis effundetur». Se trata de un
sacrificio ofrecido por « muchos », como dice el texto bíblico (Mc 14, 24; Mt
26, 28; cf. Is 53, 11-12), con una expresión típicamente semítica, que indica la
multitud a la que llega la salvación lograda por el único Cristo y, al mismo
tiempo, la totalidad de los seres humanos a los que ha sido ofrecida: es sangre
«derramada por vosotros y por todos», como explicitan acertadamente algunas
traducciones. En efecto, la carne de Cristo se da « para la vida del mundo » (Jn
6, 51; cf. 1 Jn 2, 2).
Cuando repetimos en el recogimiento silencioso de la asamblea litúrgica las
palabras venerables de Cristo, nosotros, sacerdotes, nos convertimos en
anunciadores privilegiados de este misterio de salvación. Pero ¿cómo serlo
eficazmente sin sentirnos salvados nosotros mismos? Somos los primeros a quienes
llega en lo más íntimo la gracia que, superando nuestras fragilidades, nos hace
clamar «Abba, Padre» con la confianza propia de los hijos (cf. Ga 4, 6; Rm 8,
15). Y esto nos compromete a progresar en el camino de perfección. En efecto, la
santidad es la expresión plena de la salvación. Sólo viviendo como salvados
podemos ser anunciadores creíbles de la salvación. Por otro lado, tomar
conciencia cada vez de la voluntad de Cristo de ofrecer a todos la salvación
obliga a reavivar en nuestro ánimo el ardor misionero, estimulando a cada uno de
nosotros a hacerse « todo a todos, para ganar, sea como sea, a algunos » (1 Co
9, 22).
Una existencia que «recuerda»
5. «Hoc facite in meam commemorationem». Estas palabras de Jesús nos han
llegado, tanto a través de Lucas (22, 19) como de Pablo (1 Co 11, 24). El
contexto en el que fueron pronunciadas —hay que tenerlo bien presente— es el de
la cena pascual, que para los judíos era un « memorial » (zikkarôn, en hebreo).
En dicha ocasión los hebreos revivían ante todo el Éxodo, pero también los demás
acontecimientos importantes de su historia: la vocación de Abraham, el
sacrificio de Isaac, la alianza del Sinaí y tantas otras intervenciones de Dios
en favor de su pueblo. También para los cristianos la Eucaristía es el «
memorial », pero lo es de un modo único: no sólo es un recuerdo, sino que
actualiza sacramentalmente la muerte y resurrección del Señor.
Quisiera subrayar también que Jesús ha dicho: « Haced esto en memoria mía ». La
Eucaristía no recuerda un simple hecho; ¡recuerda a Él! Para el sacerdote,
repetir cada día, in persona Christi, las palabras del « memorial » es una
invitación a desarrollar una « espiritualidad de la memoria ». En un tiempo en
que los rápidos cambios culturales y sociales oscurecen el sentido de la
tradición y exponen, especialmente a las nuevas generaciones, al riesgo de
perder la relación con las propias raíces, el sacerdote está llamado a ser, en
la comunidad que se le ha confiado, el hombre del recuerdo fiel de Cristo y todo
su misterio: su prefiguración en el Antiguo Testamento, su realización en el
Nuevo y su progresiva profundización bajo la guía del Espíritu Santo, en virtud
de aquella promesa explícita: «Él será quien os lo enseñe todo y os vaya
recordando todo lo que os he dicho» (Jn 14, 26).
Una existencia «consagrada»
6. «Mysterium fidei!». Con esta exclamación el sacerdote manifiesta, después de
la consagración del pan y el vino, el estupor siempre nuevo por el prodigio
extraordinario que ha tenido lugar entre sus manos. Un prodigio que sólo los
ojos de la fe pueden percibir. Los elementos naturales no pierden sus
características externas, ya que las especies siguen siendo las del pan y del
vino; pero su sustancia, por el poder de la palabra de Cristo y la acción del
Espíritu Santo, se convierte en la sustancia del cuerpo y la sangre de Cristo.
Por eso, sobre el altar está presente «verdadera, real, sustancialmente» Cristo
muerto y resucitado en toda su humanidad y divinidad. Así pues, es una realidad
eminentemente sagrada. Por este motivo la Iglesia trata este Misterio con suma
reverencia, y vigila atentamente para que se observen las normas litúrgicas,
establecidas para tutelar la santidad de un Sacramento tan grande.
Nosotros, sacerdotes, somos los celebrantes, pero también los custodios de este
sacrosanto Misterio. De nuestra relación con la Eucaristía se desprende también,
en su sentido más exigente, la condición « sagrada » de nuestra vida. Una
condición que se ha de reflejar en todo nuestro modo de ser, pero ante todo en
el modo mismo de celebrar. ¡Acudamos para ello a la escuela de los Santos! El
Año de la Eucaristía nos invita a fijarnos en los Santos que con mayor vigor han
manifestado la devoción a la Eucaristía (cf. «Mane nobiscum Domine», 31). En
esto, muchos sacerdotes beatificados y canonizados han dado un testimonio
ejemplar, suscitando fervor en los fieles que participaban en sus Misas. Muchos
se han distinguido por la prolongada adoración eucarística. Estar ante Jesús
Eucaristía, aprovechar, en cierto sentido, nuestras «soledades» para llenarlas
de esta Presencia, significa dar a nuestra consagración todo el calor de la
intimidad con Cristo, el cual llena de gozo y sentido nuestra vida.
Una existencia orientada a Cristo
7. «Mortem tuam annuntiamus, Domine, et tuam resurrectionem confitemur, donec
venias». Cada vez que celebramos la Eucaristía, la memoria de Cristo en su
misterio pascual se convierte en deseo del encuentro pleno y definitivo con Él.
Nosotros vivimos en espera de su venida. En la espiritualidad sacerdotal, esta
tensión se ha de vivir en la forma propia de la caridad pastoral que nos
compromete a vivir en medio del Pueblo de Dios para orientar su camino y
alimentar su esperanza. Ésta es una tarea que exige del sacerdote una actitud
interior similar a la que el apóstol Pablo vivió en sí mismo: «Olvidándome de lo
que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta»
(Flp 3, 13-14). El sacerdote es alguien que, no obstante el paso de los años,
continua irradiando juventud y como «contagiándola » a las personas que
encuentra en su camino. Su secreto reside en la « pasión » que tiene por Cristo.
Como decía san Pablo: « Para mí la vida es Cristo» (Flp 1, 21).
Sobre todo en el contexto de la nueva evangelización, la gente tiene derecho a
dirigirse a los sacerdotes con la esperanza de « ver » en ellos a Cristo (cf. Jn
12, 21). Tienen necesidad de ello particularmente los jóvenes, a los cuales
Cristo sigue llamando para que sean sus amigos y para proponer a algunos la
entrega total a la causa del Reino. No faltarán ciertamente vocaciones si se
eleva el tono de nuestra vida sacerdotal, si fuéramos más santos, más alegres,
más apasionados en el ejercicio de nuestro ministerio. Un sacerdote «
conquistado » por Cristo (cf. Flp 3, 12) « conquista » más fácilmente a otros
para que se decidan a compartir la misma aventura.
Una existencia «eucarística» aprendida de María
8. Como he recordado en la Encíclica «Ecclesia de Eucharistia» (cf. nn. 53-58),
la Santísima Virgen tiene una relación muy estrecha con la Eucaristía. Lo
subrayan, aun en la sobriedad del lenguaje litúrgico, todas las Plegarias
eucarísticas. Así, en el Canon romano se dice: «Reunidos en comunión con toda la
Iglesia, veneramos la memoria, ante todo, de la gloriosa siempre Virgen María,
Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor». En las otras Plegarias eucarísticas,
la veneración se transforma en imploración, como, por ejemplo, en la Anáfora II:
«Con María, la Virgen Madre de Dios [...], merezcamos [...] compartir la vida
eterna».
Al insistir en estos años, especialmente en la «Novo millennio ineunte» (cf. nn.
23 ss.) y en la «Rosarium Virginis Mariae» (cf. nn. 9 ss.), sobre la
contemplación del rostro de Cristo, he indicado a María como la gran maestra. En
la encíclica sobre la Eucaristía la he presentado también como «Mujer
eucarística» (cf. n. 53). ¿Quién puede hacernos gustar la grandeza del misterio
eucarístico mejor que María? Nadie cómo ella puede enseñarnos con qué fervor se
han de celebrar los santos Misterios y cómo hemos estar en compañía de su Hijo
escondido bajo las especies eucarísticas. Así pues, la imploro por todos
vosotros, confiándole especialmente a los más ancianos, a los enfermos y a
cuantos se encuentran en dificultad. En esta Pascua del Año de la Eucaristía me
complace hacerme eco para todos vosotros de aquellas palabras dulces y
confortantes de Jesús: « Ahí tienes a tu madre » (Jn 19, 27).
Con estos sentimientos, os bendigo a todos de corazón, deseándoos una intensa
alegría pascual.
Policlínico Gemelli, Roma, 13 de marzo, V domingo de Cuaresma, de 2005,
vigésimo séptimo de Pontificado.
JUAN PABLO II
[Traducción de la «Librería Editorial Vaticana»]
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