POR UN TRABAJO AL SERVICIO DE TODO EL HOMBRE
Manifiesto del Departamento de Pastoral
Obrera de
la Comisión Episcopal de Apostolado Seglar con motivo del
X Aniversario de la aprobación del documento:
“La Pastoral Obrera de toda la Iglesia”
Hace diez años, la
Conferencia Episcopal Española, reunida en la LXII Asamblea
Plenaria, aprobaba el documento La Pastoral Obrera de
toda la Iglesia. Ahora, en el décimo aniversario de su
publicación queremos dirigirnos a todos los sacerdotes,
militantes, equipos, movimientos, asociaciones y parroquias
que continúan trabajando en la pastoral obrera, para seguir
reflexionando sobre la realidad del hombre del trabajo a la
luz del Evangelio de Cristo y de la Doctrina Social de la
Iglesia en él inspirada.
Pasados estos diez
años, tenemos que felicitarnos por la disminución del número
de desempleados; por los avances conseguidos en la igualdad
de la mujer en el trabajo, a pesar del camino que aún queda
por recorrer; por la creciente proliferación de nuevas
profesiones, capacidades y servicios y por el crecimiento de
la conciencia de lo que el trabajo supone como bien del
hombre. Debemos agradecer a trabajadores y empresarios que,
desde sus organizaciones respectivas y acompañados por los
gobiernos, central y autonómicos, han puesto empeño en
dialogar, concertar y buscar soluciones a los múltiples
problemas considerados. Por último también queremos dejar
constancia del trabajo callado de muchos militantes
cristianos que con su entrega y dedicación a la Pastoral
Obrera han estado presentes con su testimonio y compromiso
cristianos en no pocas de dichas situaciones.
Junto a ello,
constatamos con dolor que otros problemas siguen quizás
agravados. No podemos olvidar las muertes y discapacidades
provocadas por los accidentes laborales ni la precariedad de
muchos contratos que está en su raíz[1]; el paro en algunos
colectivos como los jóvenes y las mujeres; la desregulación
de las condiciones de trabajo; el drama de los trabajadores
inmigrantes; el abuso de las prejubilaciones que deja
arrinconadas a muchas personas en lo mejor de su vida; la
persistencia de unas tasas muy importantes de pobreza y
exclusión, etc. La globalización de la economía, de los
medios de producción y la creciente velocidad de las
comunicaciones, lejos de resolver estos problemas, agravan
la situación de los trabajadores.
1. El trabajo fuente de
realización personal.
Para comprender la
grandeza del trabajo humano, es necesario afirmar sin
ambigüedades la primacía del hombre, varón y mujer, sobre
cualquier otra dimensión de la economía y de los procesos
productivos. Cuando nos acercamos al hombre, descubrimos en
él una vocación inscrita en su propia naturaleza que le
impulsa a desarrollarse en plenitud. Cada hombre está
llamado, de acuerdo con el Plan de Dios, a su plena y total
realización, sin que nadie tenga derecho a impedírselo[2], y
este dinamismo, que es fruto y donación del Amor de Dios al
hombre, se realiza haciendo a este protagonista de su propio
proceso de crecimiento. Es la vida vivida en plenitud por
cada varón y mujer a través de la relación permanente con
los otros, con la naturaleza, consigo mismo y con Dios, la
que va posibilitando la humanización que le lleva a
reconocerse en su identidad más profunda. Por ello, la
Iglesia reconoce como característica de toda actividad
humana la que permite al ser humano, como individuo y como
miembro de la sociedad, cultivar y realizar íntegramente su
plena vocación[3].
La realización del
hombre podemos considerarla impulsada y dinamizada por tres
potencialidades inherentes a su propia naturaleza. Una es la
fuerza de la necesidad de un continuo crecimiento: todo ser
humano precisa satisfacer un conjunto amplio y variado de
necesidades materiales, culturales y espirituales. Otra es
la capacidad de trabajar, de hacer: es decir, considerar la
actividad humana desde esa triple dimensión: material,
cultural y espiritual. Por último, está la fuerza que
impulsa, orienta y da sentido a las otras dos y que consiste
en la vocación permanente del ser humano a trascender toda
realización, que responde al mandato impreso en la
naturaleza humana por el Creador cuando nos llama a ser
perfectos como lo es nuestro Padre, y que busca llegar a la
identificación con Jesucristo, de quién procedemos, por
quién vivimos y hacia quien caminamos[4]. Por ello, podemos
afirmar con rotundidad que Jesucristo es la principal
necesidad del hombre porque en Jesucristo recobran su
sentido original y primigenio las necesidades y la actividad
del hombre, y en Jesucristo quedan orientadas hacia su total
realización.
El proceso para
satisfacer las necesidades humanas y el conjunto de
actividades necesarias para ello deben estar orientados por
esta vocación del hombre y deben posibilitarla. Cuando en
virtud de una visión reduccionista del hombre se absolutiza
su dimensión productivo-consumista y se educan sus
capacidades y deseos para mantener y acrecentar
permanentemente el ciclo de producción y consumo y la
rentabilidad económica que genera, toda su naturaleza queda
pervertida con graves consecuencias para su proceso de
humanización y para la sociedad, porque acaba contraponiendo
el tiempo productivo y consumista a todas las demás
dimensiones de la vida que son esenciales para un desarrollo
pleno del hombre.
2. Un
conflicto de carácter antropológico.
Cuando contemplamos
las nuevas leyes que rigen la producción y la vida de las
personas del mundo del trabajo, debemos considerar que
quizás estemos asistiendo a una nueva definición del
conflicto social, de marcado carácter antropológico, y que
podríamos definir como la perversión de la propia naturaleza
humana provocada por las exigencias de un sistema
economicista de producción y consumo que dificulta, e
incluso impide, el cultivo de las dimensiones personales,
familiares, sociales y religiosas que el hombre necesita
para vivir con arreglo a su dignidad de persona.
Los nuevos sistemas
de organización del trabajo, basados en la flexibilidad y
constituidos como empresario indirecto[5], pueden resultar
positivos cuando se utilizan para hacer posible que la
persona pueda articular de manera armónica su tiempo de
trabajo con su tiempo de vida. Pero si la flexibilidad se
entiende como la posibilidad de disponer de todos los
recursos necesarios cuando la producción lo requiere y de
prescindir de los mismos cuando cesa el proceso, y entre
estos recursos se incluye al hombre, puede dar lugar a un
sistema constituido como un conjunto de negaciones de
derechos fundamentales de la persona. Cuando la flexibilidad
elimina la seguridad en el empleo, cuando incluye la
posibilidad de que los hombres cambien forzosamente de
ciudad y de comunidad autónoma, cuando obliga a cambiar de
horario de trabajo, de jornada de trabajo, de días semanales
de descanso de manera aleatoria, cuando provoca el cambio
permanente de profesión y de ocupación con desprecio de la
propia vocación profesional de las personas, cuando se
extiende al salario y lo convierte en un sistema de
incentivos cuyo logro puede escapar a la voluntad y al
desempeño del propio trabajador, se produce una precariedad
de las formas de vida que impiden la necesidad y el derecho
que cada persona tiene a planificar su vida familiar y
social, y el derecho que tiene cada familia a no ver
amenazado su futuro de manera permanente. Es como si el
poder acrecido de la humanidad estuviera amenazando al
propio género humano[6].
No podemos dejar de
contemplar que esta cuestión afecta a los mismos fines de la
economía, pues si bien la ciencia económica tiene sus
propios principios y fundamentos, no podemos considerarla al
margen del orden moral en que se inserta el mismo hombre y a
cuyo servicio debe estar[7]. Una economía sin hombre se
queda sin protagonista y sin destinatario[8], y algo de eso
parece estar ocurriendo, pues cuando la actividad productiva
se organiza de tal manera que impide al hombre organizar y
planificar su vida, es porque se ha producido una visión
reduccionista del hombre que ignora algunas de las
dimensiones fundamentales constitutivas de su misma
naturaleza humana. A título de ejemplo señalamos dos:
Una primera reducción
de la naturaleza humana consiste en la reducción de la
familia al individuo. El sistema de producción está
organizado como si la sociedad estuviera compuesta por
individuos aislados, cuando la realidad nos dice que lo que
realmente existen son familias. La familia es el ámbito de
la educación y de la socialización, de las relaciones y de
la sociabilidad, de los cuidados y de los afectos; pero
sobre todo la familia es una comunidad de amor que hace
posible el crecimiento y desarrollo equilibrado de las
personas y con ello se convierte en el instrumento más
eficaz de humanización y personalización de la sociedad[9].
Formar y desarrollar una familia exige tiempo, atención,
cuidado, planificación. Cuando el sistema de producción se
organiza de espaldas a ella acaba produciendo una
contradicción porque producción y familia se convierten en
dos estructuras antagónicas que reclaman atención y
disponibilidad al mismo tiempo y acaban imponiéndose una a
la otra.
La segunda reducción
consiste en la reducción del tiempo de vida al tiempo
laboral o productivo. La vida de las personas se compone de
un tiempo biológico que viene marcado por los ritmos de la
naturaleza y de su propia naturaleza; se compone de un
tiempo personal, el que cada ser humano necesita para la
reflexión, la formación, la oración y la contemplación; se
compone de un tiempo familiar, el que necesita para la
educación y para el afecto, para el diálogo y para el
cuidado, para el acompañamiento de los menores y de los
mayores; y se compone, también, de un tiempo social, un
tiempo para el servicio a los otros, para la solidaridad y
la política, porque el hombre se hace hombre en sociedad. Si
la organización de la producción y del consumo nos dirige a
la “sociedad de las veinticuatro horas” y los tiempos de
producción y consumo se distribuyen exclusivamente al
dictado de las exigencias de la racionalidad económica y de
la productividad, el resultado es que el tiempo productivo
personal, aun siendo el mismo en cantidad, se impone sobre
los demás tiempos de la vida y acaba por hacerlos inútiles.
El hombre, les decía Juan Pablo II a los empresarios y
sindicatos de trabajadores, “tiene derecho a un desarrollo
que abarque todas las dimensiones de su vida. La economía,
incluso cuando está globalizada, se debe integrar en el
entramado de las relaciones sociales, de las que constituye
un elemento importante, pero no exclusivo”[10]
3.- La cultura que genera y
alimenta este conflicto.
Estas dos reducciones
tienen un mismo denominador común: el individualismo
utilitarista. Tal individualismo genera una cultura basada
en producir y disfrutar, una cultura de las cosas y no de
las personas, una cultura en la que las mismas personas
acaban siendo usadas como si fueran cosas[11]. Si el sistema
de producción tiende a introducir a las personas que en él
participan en una dinámica ajena a las responsabilidades
familiares y sociales, el consumo, constituido en la
dinámica central de la vida social[12], genera una cultura
hedonista que se convierte en la justificación ideológica
del individualismo utilitarista transfiriendo al ámbito del
consumo la satisfacción que el hombre debería obtener en la
esfera de su trabajo. Cambia así el sentido de la actividad
del hombre y el sentido de la satisfacción de sus
necesidades que, como hemos mencionado al principio, deben
estar al servicio de su desarrollo integral.
El individualismo
utilitarista, acompañado del hedonismo del consumo, se
constituyen como principios que moldean la existencia
humana, generan su propio mundo de valores al servicio de
las necesidades materiales y de la actividad productiva de
las personas, marginan las necesidades culturales y
espirituales que no pueden entrar en el ciclo de producción
y consumo, y prescinden de las actividades humanas
necesarias para vivirlas, cultivarlas y desarrollarlas. De
esta manera, la dimensión materialista de la persona queda
sobredimensionada, mientras que la dimensión cultural y
espiritual se reduce al ámbito de lo privado y, desde ahí,
al olvido. La consecuencia es el secularismo y la
deshumanización, porque no es que la cultura materialista
aparte solamente a Dios de sus presupuestos, es que además
contamina y transforma a los humanismos despojándolos de su
dimensión ética y moral para sustituirlos por un relativismo
y por un subjetivismo moral que, al basarse en el acuerdo
tácito entre las partes, acaban imponiendo la voluntad del
más fuerte. Es esta cultura la que, al ignorar la dimensión
ética y religiosa, ha generado una concepción de la sociedad
basada en la eficiencia que atenta contra la plena
realización del hombre.[13]
4. Conclusiones
Si hemos hecho esta
reflexión sobre el hombre y sobre el sentido que el trabajo
tiene para él, ha sido con el propósito de llamar la
atención de los agentes que trabajan en la pastoral obrera y
de todas las personas que trabajan por un desarrollo
integral del hombre, sobre el hecho que nos parece más
trascendental: hoy, la solución de los problemas del mundo
del trabajo, la solución de los problemas de muchos
empobrecidos y excluidos no pasa sólo por el crecimiento
económico y la creación de empleo, ello es necesario e
imprescindible, pero no suficiente. Al mismo tiempo debemos
prestar una atención especial para que el modelo de
producción permita vivir y cultivar la vida personal,
familiar, cultural, social y religiosa que son
imprescindibles para que el hombre pueda desarrollarse como
hijo de Dios y la sociedad pueda construirse sobre los
cimientos de la justicia y la libertad.
Entendemos que el
esfuerzo por encuadrar la actividad productiva dentro de los
derechos familiares de las personas y de los derechos
sociales de las familias, de manera que posibiliten el libre
acceso de todos a los bienes materiales, culturales y
espirituales que les son necesarios, debe constituirse en la
preocupación central de empresarios y gobiernos, en el
objetivo central de la ciencia económica y en una de las
reivindicaciones principales de los trabajadores y los
sindicatos.
Valoramos el trabajo
que realizan los militantes, movimientos y asociaciones
dedicados a la pastoral obrera. Sabemos de las dificultades
para anunciar a Jesucristo y para hacer presente a la
Iglesia como portadora de la buena noticia en la situación
que hemos reflexionado, pero no estáis solos; toda la
Iglesia, y el Espíritu del Señor que la fortalece, os
acompañan y os fortalecen porque habéis sido elegidos y
destinados a que os pongáis en camino, produzcáis fruto y
vuestro fruto dure.[14]
Con Juan Pablo II en
su carta encíclica sobre el trabajo humano “Laborem exercens”,
queremos resaltar todo lo que parece indispensable del
trabajo humano, “dado que a través de él deben multiplicarse
sobre la tierra no sólo "los frutos de nuestro esfuerzo",
sino además "la dignidad humana, la unión fraterna, y la
libertad". El cristiano que está en actitud de escucha de la
palabra del Dios vivo, uniendo el trabajo a la oración, sepa
qué puesto ocupa su trabajo, no sólo en el progreso terreno,
sino también en el desarrollo del Reino de Dios, al que
todos somos llamados con la fuerza del Espíritu Santo y con
la palabra del Evangelio.”
Antonio Algora
Hernando
Obispo de Ciudad Real y
Obispo responsable del Departamento de Pastoral Obrera
(CEAS)
[1] J. José Castillo, “Accidentes de
trabajo en España”, en “Trabajadores Precarios”. HOAC. 2003
[2] Carta Pastoral con motivo del
día del trabajo: “Conversión y Solidaridad en el Mundo del
Trabajo”. Antonio Dorado Soto. Abril de 2000
[3] Gaudium et spes, 35
[4] Lumen Gentium 3
[5] Laborem Excersens 17
[6] Gaudium et spes, 37
[7] Octogésima Adveniens, 42
[8] Antonio Mª Rouco Varela, Carta
Pastoral a propósito del día mundial de la salud en el
trabajo, 7
[9] Familiaris Consortio, 43
[10] Juan Pablo II. Discurso a
Empresarios y sindicatos de Trabajadores, 2 de Mayo de 2000
[11] Antonio Mª Rouco Varela, Carta
Pastoral a propósito del día mundial de la salud en el
trabajo, 8
[12] Adela Cortina. Por Una Ética
del consumo, pág. 65. Taurus, Madrid 2002
[13] Evangelium Vitae, 12
[14] Jn. 15-16
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