Tribunas

Rezar por la salud del cardenal Cañizares

 

 

José Francisco Serrano Oceja


El cardenal Antonio Cañizares.

 

 

 

 

Cuando escribo este texto, el domingo por la mañana a primera hora, la situación del cardenal Antonio Cañizares sigue siendo crítica aunque estable. Ayer por la tarde sufrió una breve mejoría, pero esto no quiere decir que haya salido de todo peligro. Por lo tanto, hay que seguir rezando por su pronta recuperación.

Fue una pena que don Antonio no pudiera participar en el último Cónclave. Hubiera sido el broche de oro a su carrera de entrega y servicio a la Iglesia. Recuerdo cuando, con motivo de su Doctorado Honoris Causa en la Universidad Católica de valencia, universidad a la que le dio un impulso singular, dijo que “mi vida debería ser sencillamente servir, servir con la caridad, con el ejemplo, con la cercanía a los pobres y tomando parte en los duros trabajos del Evangelio”.

No es la primera vez, ni creo será la última, que escribo sobre don Antonio Cañizares. Las más de las veces cuando estaba en pleno ejercicio del ministerio en los diversos lugares en los que ha estado. Tengo que confesar que no siempre lo que escribí de él le agradó. Alguna vez se enfadó bastante y, según su forma de ser, me lo dijo a la cara, lo que agradecí siempre.

En eso don Antonio era poco clerical. Cuando tenía que decir algo, te lo decía, para bien o para mal. También es cierto que ese episodio ocurrió en un momento crítico de su vida, cuando se fue a Roma al Dicasterio de Liturgia, digamos más bien a regañadientes.

Lo que querría ahora es invitar a los lectores y a las lectoras a que recemos por él. Y, de paso, aprovechar para recordar un momento clave de su vida, lo que ocurrió en 1985-1986.

Había terminado sus estudios en la Universidad Pontifica de Salamanca, en dónde defendió la tesis doctoral sobre un obispo renovador, Santo Tomás de Villanueva, dirigida por Casiano Floristán. Creo que con esto lo digo todo.

En Madrid se movía en los entornos del grupo del Instituto de Pastoral, hoy diríamos de mi recordado Juan de Dios Martín Velasco. Después de una corta estancia en Sinarcas, por cierto, enviado por el santo obispo García Lahiguera, daba clases en el Instituto de Pastoral y en lo que entonces era el Seminario Conciliar de Madrid.

Pero fue en 1985 cuando le nombraron director del secretariado, o secretario, de la Comisión Episcopal de la Doctrina de la fe. Por aquella época tenía mucho peso un obispo de Segovia que, por desgracia, ha pasado demasiado inadvertido para la historia, monseñor Antonio Palenzuela Velázquez, sin el cual no se hubiera entendido el giro de la teología española en los primeros tiempos del pontificado de san Juan Pablo II.

Don Antonio Cañizares también fue heredero de esa escuela de teología. Se empeñó a fondo, por tanto, en un nuevo tiempo de la teología, y de catequética -en esto con José Manuel Estepa-, desde una propuesta explícita de la fe, una mayor clarificación doctrinal y un seguimiento estrecho de los teólogos que sostenían doctrinas no acordes con el magisterio. Percibió que había caminos sin salida y que se abrían otros nuevos caminos.

Fue en esa época en la que en el Seminario de Madrid, vamos, en San Dámaso, preparando también y en cierta media ejecutando, antes con Suquía y cuando llegó Rouco, una generación de nuevos teólogos, Alfonso Carrasco Rouco, Santiago del Cura durante unos semestres, Julián Carrón, Gerardo del Pozo desde Burgos, Pablo Domínguez, en filosofía, entre otros, con la idea de convertir San Dámaso en un centro autónomo y orientado a lo que ahora se llaman los vientos del pontificado. El 6 de marzo de 1992 le llegó el nombramiento como obispo de Ávila.

Quede constancia de este cambio en la vida de don Antonio Cañizares que marcó toda su trayectoria.

 

 

José Francisco Serrano Oceja