Tribunas
04/08/2025
El agobio del tiempo
Ernesto Juliá
Meses atrás, y durante su última enfermedad, conversé con un anciano de noventa y seis años. Sereno, con la calma de un cristiano viejo, y ya en el momento en el que la muerte se anunciaba con toda claridad, me confesó que su vida le había parecido muy breve –“¡Qué corto es el vivir!, me repitió más de una vez.
Poco tiempo, reconocía, y no siempre bien aprovechado. Con la paz que le inundaba ante la perspectiva de vivir en Dios en la eternidad, pedía perdón por sus pecados, ofensas al Señor y al prójimo que hubiera podido cometer.
No añoraba viajes a tierras desconocidas, ni le angustiaba la memoria de tantos proyectos familiares, sociales, políticos, que quedaban apenas esbozados. Viendo ya cercano el último latido de su corazón, se había encontrado envuelto en una luz potente que daba claridad a los rincones de su alma y le invitaba a reconocer que, no obstante, la vida había valido la pena de haber sido vivida; aunque sólo hubiera sido por haber tenido la oportunidad de amar un poco a los suyos, a amigos, a conocidos y a desconocidos; y algo también a Dios, menos ciertamente de lo que hubiera deseado.
La serenidad del nonagenario, los afanes, las ansias, los nerviosismos que tan a menudo sentimos y padecemos los hombres en nuestro vivir inmersos en el tiempo, tratando de ganar con nuestra alma inmortal –si no la tuviéramos sería imposible explicar por qué nos sobrecoge la muerte; y por qué nos encontramos a veces tan mal en medio de ese tiempo que se nos va- la batalla del tiempo que huye, que se escapa de nuestras manos, dejándonos en ocasiones con la herencia de una intranquilidad por la multitud de cosas que quedan sin hacer.
“No tengo tiempo para nada”. “No me alcanza el tiempo”. “Los días deberían ser de 48 horas”, etc., son frases que oímos o repetimos acá y allá, cuando nos invade la impaciencia y las horas a disposición no dan para más. Quizá nos angustiamos porque pretendemos llegar a demasiadas cuestiones, o no gozamos de la sabiduría de un buen amigo mío, abogado, que agradece a Dios “tener algo más de trabajo del que puede hacer, y algo menos del que necesita”.
A veces podemos caer en la trampa de anhelar ir más veloces que los días. Sin embargo, la barrera de nuestro propio tiempo, ese que nos toca vivir a cada uno cada día, permanece ahí, inconmovible, inmóvil; es más, desconocida. El sueño inconfesado que el hombre anida en su espíritu desde el primer amanecer, de dominar el curso del sol y de la luna, de pararlos y de dominar su marcha, y llegar así a adueñarse del día y de la noche, continúa siendo irrealizable.
El anciano nonagenario había conseguido una buena paz más allá de la cotidiana angustia y del cansancio de los días. A lo largo de su vida había sabido utilizar momentos de su tiempo para frenar el curso de os acontecimientos, revisar el rumbo de su vivir, enderezar de alguna manera tantas tortuosidades y angosturas que surgen en la vida de todos. En uno de esos parones descubrió la razón que tenía Nuestro Señor Jesucristo cuando nos recomendó “bástele a cada día su afán” (cfr. Mt 6, 34). Desde entonces, prosiguió caminando sabiendo que “si vivir es bueno, / es mejor soñar, / y mejor que todo, / madre, despertar”. Despertar más allá de la muerte, en interpretación libre de esos versos de Antonio Machado. El anciano murió en paz, en paz con Dios, en la paz de Dios.
Con una perspectiva de eternidad, el agobio del tiempo que pasa, que huye, pierde su aguijón; y estamos en condiciones de descubrir mejor qué cosas realmente hemos de hacer, qué otras cosas podemos dejar tranquilamente de lado, sin ningún remordimiento de conciencia y sin que ningún equilibrio de nuestro espíritu y de nuestro cuerpo se desmoronen. Después de todo, el mundo no lo hemos echado a andar nosotros, los hombres; y da toda la impresión de que no se va a parar cuando a cada uno de nosotros nos toque el turno de abandonarlo.
Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com