Opinión
23/07/2025
El bello morir
José Carlos Bermejo
José Carlos Bermejo, con un enfermo.
Una especie de negación defensiva parece pretener imponerse para evacuar la muerte y hacerla desaparecer de la vista de todos, excepto la violenta, que la transformamos en números y va perdiendo interés en tanto que distante. De vez en cuando, un espectáculo exhibe imágenes de ella, más que de muertes domésticas, como las de otros tiempos. Hacemos un cierto tratamiento pornográfico de la muerte como forma de voiyeurismo de la muerte, es decir, un mirar obsceno a lo que debería ser mirado con paz y respeto.
El ideal de muerte de hoy en el imaginario cultural es el de la muerte clandestina, la muerte del hombre masa, que consistiría en salir de la sociedad furtivamente, sin provocar fuertes emociones ni causar molestias.
Pero hay una muerte dignificada, que alcanza cotas de ética y estética de una densidad humana incalculable. Es la muerte en contexto paliativo, la que los apasionados por el pallium que cubre la dignidad de la máxima vulnerabilidad del moriturus y su familia promueven. Los paliativistas acompañan con entrañas compasivas haciendo bello el inevitable trance, dando densidad a la conjugación de las palabras con mayor potencial humanizador: adiós, gracias, perdón, te quiero, apóyate en mí, te consuelo, te alivio todo tipo de síntomas que te puedan generar displacer.
Da la impresión, a veces, de que sufrimos una especie de asepsia emocional, una especie de deseo de vivir el morir sin que nos provoque sentimientos incómodos, buscando una cierta “muerte higiénica”. Humanizar el morir pasa por sanar la medicina, la cultura médica. En efecto, un simple diagnóstico –no por ello superficial- nos permite decir que la medicina padece una pluripatología. Sabemos que está enferma de hemiplejia. Se centra demasiado frecuentemente con exclusividad en la parte biológica y se reduce a una medicina biologicista, vacía de antropología, sobrevolando el poder que tiene la relación interpersonal, la narrativa del sufrir y del morir.
Los cuidados paliativos tienen su origen formal en la Dra. Cicely Saunders, el 24 de julio1967, fecha en la abrió su primer hospice. Pero su filosofía se remonta a los siglos en que se cuidó particularmente el arte de cuidar y humanizar el morir haciendo de él algo denso de ternura y compasión, poniendo el corazón en las manos. Necesitan visibilización. Estamos pobres de comprensión clara de la complejidad de los problemas éticos que se dan cita al final de la vida.
La promoción de una vida hasta la muerte natural no puede ser el argumento que lleve a mantener a las personas llenas de tubos hasta el punto de caer en el encarnizamiento técnico (que no merece el nombre de “encarnizamiento terapéutico”), y que no es más que una mala praxis.
Si una característica puede tener el morir para que este merezca el calificativo de digno es un morir apropiado. Una muerte digna es una muerte apropiada, no expropiada como nos lo hace ver de manera tan clara Tolstoi en La muerte de Ivan Illich.
Morir dignamente consiste en lograr adjetivar el proceso personal y acompañar desde el entorno a empalabrar la experiencia del final. Cada persona, así, podría imaginar su propio proceso describiéndolo con calificativos personales, propios, que hicieran de este momento de su existencia un momento tan imporante, que es, definitivamente, el último.
Una muerte sería tanto más digna cuanto más fuera dicha por el sujeto y las personas a las que más le afecta. Una muerte “dicha” es aquella en la que hay espacio para la voz, para las palabras en torno al morir, donde se consiga escuchar lo que se dice, lo que no se dice, así como lo que hace decir aquello que se dice y lo que hace no decir aquello que no se dice.
Una muerte digna sería aquella que mereciera el adjetivo de bella, pero no en un sentido idealizado, sino una muerte en la que la persona viva hasta el último instante, que no muera antes, que no le vivan los demás o le mueran los demás. Hablar de muerte digna significa trabajar porque la persona se gobierne a sí mismo en el máximo de sus posibilidades, gobernando así el espacio (físico, personal, afectivo, etc.) que le rodea en los últimos meses o días, hasta donde la naturaleza y la limitación personal lo permita.
Una muerte humanizada es aquella donde se pueda desarrollar la legítima rareza de cada uno, donde puedan ser expresados de manera adecuada los sentimientos, los deseos, las compañías deseadas o no, las expectativas…
Una muerte digna sería aquella que se convierta en verdadera expriencia de amor porque experiencia de muerte la hace solo el que ama. De la muerte deberíamos hablar como hablan los enamorados, que aman la vida porque es limitada, porque desean sacarle el máximo jugo y gozo a cada instante.
La muerte debería ser un ejercicio de aprendizaje, de arte, porque una sola cosa es el ars vivendi y el ars moriendi. La cultura paliativa, que avanza lamentablemente de manera tan lenta en nuestro país en relación a nuestro entorno, sin ley que la regule y la garantice, merece mejor trato. Más que nada porque tú y yo, también nos moriremos.
José Carlos Bermejo Higuera
Director del Centro San Camilo