Tribunas

Sobre el suicidio de un sacerdote joven

 

 

José Francisco Serrano Oceja


Sacerdotes.

 

 

 

 

No me parece una cuestión menor la noticia del suicidio de un sacerdote joven italiano. Tampoco me parece menor la cobertura que se ha dado a este caso, ni su repercusión en redes sociales, indicativos también de la necesidad de propuestas que contribuyan a prevenir este desgraciado suceso.

Por cierto que hay diversas formas de suicidio. La del hecho de quitarse la vida, una de ultimidad que está relacionada con la cuestión de los suicidios en general y en determinadas franjas de edad, que están subiendo de forma alarmante. No es necesario recordar aquí algunos casos españoles, más o menos recientes, de suicidios de sacerdotes.

También están las otras maneras de “suicidarse”. Entregarse en manos de las múltiples dependencias, alcohol, sexo, relaciones tóxicas -llegando incluso al delito en algunos casos-. También el abandono, el funcionariado o la radicalización ideológica incluso.

No voy a entrar aquí en cuestiones teológicas ni de espiritualidad sacerdotal. Voy por otro carril.

De entre los textos que se han escrito sobre lo ocurrido, me voy a centrar, a modo de glosa, en el del jesuita P. José María Rodríguez Olaizola, gurú de la comunicación de la Compañía de Jesús en España, que ahora, para mi sorpresa, que seguro no lo es para los que tienen más información, ha sido destinado a Asturias como superior.

El respeto que me merece lo escrito por el P. Olaizola nace de mi admiración por su capacidad de discernir experiencias espirituales y por su equilibrio a la hora de hacer propuestas.

Hay afirmaciones del P. Olaizola que deben darnos que pensar. Propongo algunas de ellas.

“El sacerdote no es alguien que, por tenerlo todo mucho más claro, se haya convertido en un cristiano invulnerable. De hecho no lo tiene todo mucho más claro”.

Vivimos en un mundo que nos hace más vulnerables. La principal vulnerabilidad es todo lo que conspira contra la formación personal, no sólo intelectual, de criterio moral como síntoma del orden y la coherencia de vida en contextos de compromisos sin ligámenes.

Quizá haya que preguntarse si el sistema de formación integral de los sacerdotes, es decir, lo que se entiende por el Seminario como marco, es el contexto más adecuado para esa formación integral. Entiendo que el problema no está en el Seminario sino en el qué Seminario y como es el Seminario.

El Seminario es una aportación que en la historia de la Iglesia ha sido determinante. Pero llevamos demasiado tiempo en el que se ha problematizado todo lo que tiene relación con el contexto y el texto de lo que significa el Seminario como método formativo. A cada papado, una propuesta de plan de Seminario, de ratio. Problematización que en España ha alcanzado niveles no predecibles.

Esta problematización, en cierta medida, no procede sólo del clima exterior sino de la pluralidad de las concepciones sobre el modelo de sacerdote, el modo de ser sacerdote.

No quiero decir que el hecho de la pluralidad no sea bueno, lo es desde el momento en el que existen y enriquecen. Pero la pluralidad tiene un riesgo, que lo sea del centro que legitima el hecho de ser sacerdote y no de lo accidental de la concepción sacerdotal. El sentido del sacerdocio nace de un núcleo que procede del ministerio y de su comprensión en la Iglesia, en el magisterio. No hace falta que diga que he releído estos días las Obras Completas de Ratzinger a ver qué decía sobre el sacerdocio.

Hay una cuestión que no quisiera que pasara inadvertida en este proceso. Es la relación obispo-sacerdotes. Una relación que cualquiera que tenga una mínima información de lo que pasa en la Iglesia se percibe con más claridad de lo que se piensa.

Conozco casos de obispos, altos y bajos, que manifiestan un miedo atávico a relacionarse con sus sacerdotes. Esto les lleva a que, y es muy evidente, se relacionan mejor, y probablemente de forma más adecuada, con los laicos, sobremanera con los de su entorno de confort, que con los sacerdotes.

Y otros obispos cuyo ministerio pivota sobre la relación con los sacerdotes. Pero no una relación funcionarial, de obligado cumplimiento, me atrevería a calificarla como nada jerárquica, sino real, de padre a hijo, de hermano mayor a hermano menor.

Lo que me surge dudas son los efectos que están produciendo el hecho de que, a la hora de los problemas, el obispo aplique, en primera estancia, el derecho. Los sacerdotes saben que su vulnerabilidad está también en el hecho de que, a la que menos se lo esperan, si hay una denuncia o un problema, el obispo asentará las bases de su relación desde la normativa canónica e incluso civil. Estoy pensando en casos concretos.

Escribe el P. Olaizola, en primera persona también, que “como sacerdotes tenemos que ser capaces de contar también esto. Que el seguimiento de Jesús no es la virtud especial de héroes más fuertes, más creyentes, más sólidos. Que hay días en que nos muerde la soledad, sentimos la sobrecarga, puede la impotencia al no saber responder a lo que otros necesitan, y parece que la motivación escasea. Que en ocasiones nos hartamos de nosotros mismos. Y de luchar siempre batallas que parecen no tener final”.

La conciencia de las exigencias implícitas que asumen los sacerdotes quizá sea una de las dinámicas más perniciosas. Exigencias que nacen, en no pocas veces, de una imagen que se hacen de lo que debieran ser. Exigencias que nacen del hecho de que la vida del sacerdote está permanente en sobreexposición, se desarrolla en el escenario de lo público. Y esto genera una dinámica que puede crear vulnerabilidades añadidas.

Dicho lo cual, que en no menor medida nace de conversaciones recientes con amigos sacerdotes de muy diversas sensibilidades, creo que existe una urgencia en que los fieles cristianos tengamos como prioridad acompañar a nuestros sacerdotes en una relación de libertad.

Es decir, que se sientan no interpelados, observados, juzgados, sino acogidos, escuchados y ayudados. Esa compañía hará que determinados procesos internos y externos se limiten a su media real.

Quizá así se eviten noticias tan dolorosas como la que ha dado pie a esta columna.

 

 

José Francisco Serrano Oceja