Tribunas
12/06/2025
El ser humano, una obra inacabada
Juan Moya
Doctor en Medicina y en Derecho Canónico
El Papa Francisco en su discurso final del Sínodo.
Siguiendo unas catequesis del Papa Francisco de hace unos años, acabo de impartir un curso sobre las virtudes y los defectos a un grupo numeroso de personas en el Oratorio del Caballero de Gracia. En la última clase, a modo de síntesis, comentaba algunas ideas que después he pensado que podrían interesar a otras personas, y recojo aquí lo principal.
Les decía que somos, el ser humano, hombre y mujer, una obra inacabada de Dios; inacabada porque estamos hechos para crecer como personas y alcanzar una mayor perfección. Perfección, no perfeccionismo, porque esto último sería ponernos a nosotros mismos como modelo a imitar, lo que sería un empobrecimiento, una falta de perspectiva, y un muy probable estado de vanidad..., o de desilusión, al ver lo poco que somos...
Para alcanzar esa perfección lo primero es saber qué somos como personas, a qué estamos llamados, dónde hemos de mirarnos para aprender, contrastar y avanzar.
Avanzar es tanto adquirir y consolidar hábitos y virtudes como disminuir defectos, en número e intensidad. Y a la vez, saber que tendremos que estar atentos toda la vida: en la formación de las personas no se puede vivir de rentas, porque se agotan enseguida.
Un primer aspecto esencial es ver que somos criaturas, es decir seres que no tienen en sí mismos la razón de su existencia, porque antes no éramos, no somos por tanto necesarios, y llegará un momento en que desapareceremos para siempre.
Con ese panorama, uno podría pensar que esta vida tiene poco aliciente, porque los disgustos y los problemas pueden superar a los momentos de diversión. Esto sería una visión plana de la vida, sin relieve, sin trascendencia, sin valores morales. No nos interesa.
No tenemos en nosotros la razón de nuestra existencia, pero eso no resta valor a nuestra vida, porque el que nos ha creado ha querido insertar nuestra vida en la suya, dándole un valor de eternidad, con una misión que cumplir en este mundo. Una misión porque Dios, en su suprema inteligencia humana y divina, hace siempre cosas con sentido, crea con una finalidad. Una finalidad que nos conviene a nosotros, ya que nosotros no le "añadimos" nada a Él, que no nos necesita, y además crea por amor: no tiene otro motivo para crear, para dar la vida a todo cuanto existe.
Otro aspecto central que es necesario tener en cuenta para hacernos cargo mejor de qué y cómo somos es la existencia del pecado original, que nos deja heridos en la naturaleza, inclinados al mal, debilitados para hacer el bien; y en enemistad con Dios. Por amor, Dios decide redimirnos enviándonos a su Hijo, que dará la vida por cada uno de nosotros, y con la gracia que nos ofrece con la Redención recuperamos la posibilidad de alcanzar el cielo, y vencer las heridas de la naturaleza, aunque queda en nosotros "la triple concupiscencia" y la muerte. Pero hay que esforzarse, hay que luchar para crecer en las virtudes: hay que avanzar en la perfección.
Y la felicidad en este mundo -y para siempre en el otro, en la eternidad- dependerá del estado de perfección que alcancemos. Esa perfección -la que cuenta para la vida eterna- no se limita a adquirir meros conocimientos humanos y destrezas, sino sobre todo a crecer en la perfección moral: en las virtudes teologales y morales, que contrarrestan los defectos, las malas inclinaciones del cuerpo y del espíritu.
Nos miramos en Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre. El es nuestro modelo. El rebela al hombre plenamente quién es el hombre, dice el Concilio. Sin conocer a Jesucristo no podemos tener una idea cabal de quién es el hombre, cómo ha de comportarse, cuál es su fin.
Si no se tiene claro el fin de la vida, a donde hemos de llegar, podemos errar el camino, podemos no valorar adecuadamente lo que hemos de vivir para llegar a la meta. Nos faltaría inteligencia, sabiduría. Podríamos perdernos en una maraña de deseos y planes, nos podríamos pasar la vida "distraídos", desorientados, sin estar centrados en lo fundamental.
Y nosotros sabemos que las virtudes teologales (que se refieren a Dios) se apoyan en las morales (que se refieren a los hombres). No podría ser un buen cristiano el que no fuera un buen hombre (o mujer). No nos podemos asemejar a Jesús como Dios si no nos asemejamos a Él como Hombre.
Sabemos que la virtud a la que han de tender todas es la caridad, que es la que permanece aún en el cielo. La caridad es la raíz de todas las virtudes. Cualquier otra nos ha de llevar a crecer en caridad a Dios y al prójimo.
Juan Moya