Tribunas

Conversiones en Cuaresma

 

 

Ernesto Juliá


Miércoles de Ceniza.

 

 

 

 

 

En los Evangelios de los Domingos de Cuaresma del tiempo A, leemos el encuentro de Jesús con la Samaritana; la curación del ciego de nacimiento y el ruego de Marta y María, para que Jesús resucite a su hermano Lázaro.

Cristo espera junto al pozo la llegada de la samaritana, como nos espera a todos nosotros en el tabernáculo de cualquier Iglesia. Nos ve acercarnos, no nos reprocha nada, aunque quizás tenga tantas cosas que echarnos en cara, porque tardamos mucho tiempo en visitarle, porque hace meses que quizás no asistimos a Misa, que no confesamos, que no comulgamos, que no rezamos.

A la Samaritana comienza pidiéndole un favor: “dame de beber”. Y en el diálogo, el alma de la Samaritana se va abriendo a la gracia de Dios. Jesús le hace ver su pecado: la infidelidad conyugal, sus cinco maridos. Ella ruega al Señor, todavía sin saber quién es, y le pide que sacie su hambre y su sed; esa hambre y esa sed que los bienes de la tierra, sus cinco maridos, no habían podido colmar.

Saquemos ejemplo de la Samaritana: el poco tiempo de apreciar el amor que el Señor le manifiesta, le fue suficiente para cambiar el rumbo de su existencia y pedirle con toda confianza y sencillez: “Dame de beber”. La Eucaristía. Y se convierte en apóstol: da su testimonio de haber encontrado a Jesús en el pozo, y el pueblo, movido por sus palabras, va a ver y a hablar con Jesús y se convierten.

El Evangelio del cuarto domingo nos narra el encuentro del Señor con un hombre ciego de nacimiento. Jesucristo hace el milagro de devolverle la vista, y nos recuerda que Él es la Luz del mundo;

“Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo” (Jn. 9, 5).

Nosotros somos ese ciego: el pecado original nos ha hecho llegar al mundo apartados de Dios. Hemos sido bautizados y, sin embargo, hemos vuelto a pecar. Y, como el ciego, seremos curados si nos dejamos guiar y tenemos la humildad de dejarnos ayudar, de seguir la indicación de Jesucristo. Si somos soberbios y decimos: yo no necesito ayuda, yo no necesito a Dios, yo no necesito ni sacerdotes ni amigos..., seguiremos siendo ciegos. Pidamos perdón de nuestro pecado; recibamos agradecidos la luz del Señor; dejémonos ayudar, confesemos a Dios delante de todos, con nuestra conversión, con nuestra conducta, con nuestra vida.

Nuestra conversión se hace firme cuando pedimos perdón de nuestros pecados en el sacramento de la Penitencia, la Confesión, y comenzamos a tratar a Cristo recibiéndole en la Comunión, y hablando personalmente con Él en la oración. Es el ejemplo de Marta y María, las hermanas de Lázaro. Ante la muerte de su hermano mandan un mensaje al Señor: Señor, tu amigo está enfermo. Jesús no atiende enseguida la súplica y, cuando llega por fin a Betania, Lázaro ya está muerto. Marta se queja: Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano.

Marta nos da un maravilloso ejemplo de oración confiada y suplicante; oración que va arrancar del corazón de Cristo unas palabras que serán un hondo consuelo para Marta y María, y para toda la humanidad:

“Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”.

Llegamos al final de la Cuaresma. ¿Nos hemos convertido de nuevo al Señor? Recemos para que nuestras oraciones, acompañadas de nuestras limosnas y de nuestras penitencias, también penitencia y ayuno, hagan que el Señor se acerque más a nosotros, mande quitar la losa que recubre nuestra alma, y nos grite: ¡Ven fuera! ¡Sal de tu egoísmo, de tu soberbia, de tu sensualidad, de tu pereza, de tu comodidad, de tu frivolidad, de tu falta de fe, de tu muerte, de tu olvido de Mí, ... de tu pecado!

Y con María acompañaremos a Cristo clavado en la Cruz y esperaremos ver la Luz de la Resurrección.

 

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com