Tribunas
02/04/2025
Inmigración: por qué a JD Vance no le falta razón
Antonio-Carlos Pereira Menaut
J.D. Vance presta juramento como vicepresidente
durante la ceremonia de toma de posesión en el Capitolio,
Washington D.C.
Si, hablando en general, a nadie le falta algo de razón, quizá tampoco le falte al vicepresidente Vance, a pesar de los pesares.
A fines de enero, hablando en favor de las políticas migratorias de Trump, Vance alegó el clásico ordo amoris, el orden en la caridad, que se remonta a S. Agustín, según el cual los primeros para nosotros tienen que ser los más cercanos y después, escalonadamente, el resto.
Entre los católicos, sobre todo no americanos, hubo un cierto revuelo en medios y redes sociales, a veces olvidando que Vance es un gobernante que, con Trump, ha ganado unas elecciones en un país no católico pronunciándose sobre la inmigración.
Ahora que las aguas se van serenando, la cuestión de fondo merece un repaso porque, como decía don Álvaro d’Ors, en lo que no vaya contra el Derecho natural, libertad; y ello incluso en un país imaginario habitado sólo por buenos católicos.
Habría que huir de las soluciones universales. Inmigrantes, hay muchos y muy diferentes. Unos son problemáticos; otros son una bendición. Unos huyen de la guerra; otros, no. También las políticas migratorias son diferentes: no es lo mismo impedir entrar que deportar; ni es lo mismo permitir entrar, que, además, dar alojamiento, fondos y sanidad, con preferencia, a veces, sobre los del país, generando una especie de pobreza subvencionada.
Una cosa es recordar criterios morales universales y otra decidir a pie de obra, con todas las complejidades de cada caso; comenzando por los deseos del electorado americano, al cual Vance debería servir. En moral, política o Derecho, esto es de rutina. ¿Qué hace un juez? Decir el Derecho del caso concreto; de ahí la frase “el Derecho es la justicia posible”. Cada decisión política sólo puede tomarse por quien ocupa el cargo, aunque no sea perfecto, y el hacerlo forma parte de su obligación de gobernante.
Entramos, así, en el terreno de las virtudes prudenciales, las más propias de los políticos. Su margen de maniobra nunca es total: nunca se puede hacer el mal directamente, y además existen unos absolutos morales, pero eso tanto en este asunto como en otros. Biden, aunque senil, ha estado haciendo el mal directamente hasta el final sin que se levantara una polvareda mediática equivalente.
Así que el margen de maniobra inherente a toda tarea de gobernar respetará los mínimos básicos (ignoro si en USA se respetarán; ojalá que sí); formulados, a ser posible, negativamente, como los Diez Mandamientos. Ningún país tiene la obligación ilimitada de aceptar a cuantos deseen entrar en él, pero si entran, no puede maltratarlos. Migraciones, siempre hubo, pero hoy han roto todos los diques.
En todo asunto humano hay límites. También en Europa se está dando marcha atrás (aunque, como siempre, con menos ruido). Ningún país del mundo debe permitir la sustitución de su población; es de sentido común. Nadie tiene un derecho innato y universal a ir a donde quiera (lo que no quita un ápice a la obligación de dar a los inmigrantes un trato humanitario, compasivo y justo).
Galicia fue siempre emigrante y yo tuve que emigrar con mi mujer y dos niñas muy pequeñas; nadie nos puso entre algodones. Para mí, más que un derecho, es una sangría que Galicia padeció y padece, y tal vez lo primero sería tratar de parar esas sangrías, porque la marcha de sus mejores jóvenes es mucho más dañina para esas sociedades que las posibles remesas de dinero, que no dejan de ser un bien incierto y futuro.
Curiosamente, la especie de principio genérico “pro inmigrante”, hoy tan difundido en Occidente, coexiste con considerarlos, en el fondo, como débiles o poco capaces de afrontar sus propias decisiones (¿quedará ahí una sombra de supremacismo europeo?). De ahí el ponerlos entre algodones, como si fueran menores.
Lo que dice Vance sobre el clásico ordo amoris, intuitivamente no me suena disparatado; es lo que oí toda mi vida. En materias de sentido común debería bastar con éste. Además es conforme con el Derecho natural que uno esté más obligado con los de cerca que con los de lejos, a veces tan lejos que nunca los verá en su vida. “Prójimo” quiere decir “próximo”; en griego (la lengua de los evangelios), plesios, “cercano”.
Eso no choca con la parábola del buen samaritano, porque éste —que se excede espléndidamente con el herido, aunque no sea de su nación— se lo ha tropezado, físicamente, allí. No digo que quienes ahora mismo estén remando malamente en una patera perdida en el océano me sean indiferentes, pero prójimo designa al cercano y, como decimos en Derecho, “a lo imposible nadie está obligado”.
Diversas circunstancias se confabulan hoy para erosionar el factor proximidad. Hasta ahora se suponía que debo amar a mi familia más que a los queridos vecinos lusos, y a estos más que a los ucranianos (menos vecinos y menos queridos), y a estos más que a los marcianos, nada queridos en absoluto. En todo hay límites en este mundo, recordemos. Ante la supuesta amenaza rusa, la histérica UE espera que los del Algarve, por ejemplo, arriesguen sus vidas por la remota Finlandia como lo harían por Lisboa. Eso sería anti-natural.
También atenúa el factor proximidad la concepción, ahora corriente entre algunos católicos, de la política como caridad. No sé Teología pero sé qué es la política, y nunca leí en Aristóteles ni Locke esa idea, la cual, de no ser en una comunidad muy pequeña, resultará imposible. (Pedro Sánchez y Úrsula: por caridad, trátenme sólo con justicia).
Si todos amáramos a nuestros cercanos —sin excluir, pero con orden, al resto— el mundo acabaría cubierto por una red de prójimos cuidándose unos a otros, porque todos somos prójimo de alguien.—
Antonio-Carlos Pereira Menaut
es profesor de Derecho
y autor de La Sociedad del Delirio