Tribunas

Por qué Dostoievski no tenía razón

 

 

Antonio-Carlos Pereira Menaut


Fiodor Dostoievski.

 

 

 

 

 

Algunos amigos han criticado mi poco favorable referencia a Dostoievski en “Dios no existe, Marx ha muerto y yo no estoy nada bien(Religión Confidencial, 31-I-2025). Como siempre, hay mucho que hablar. Dostoievski fue un genio insuperable; según Nietzsche, le enseñó más psicología que todos los libros; este firmante es un simple jurista. Pero si “hasta un gato puede mirar a su rey” (viejo refrán inglés), un simple jurista puede mirar a un genio.

Como nuestra civilización es, quizá, la que más ha llegado a prescindir de Dios (“somos la primera sociedad que de manera masiva no practica ninguna religión”, H. Marín), de ser cierto que “si Dios no existe todo es lícito”, deberíamos estar en un paraíso de libertades, una gran emancipación hasta ahora impedida por Dios; o bien, por el contrario, un caos violento sin excluir ni la antropofagia (Hermanos Karamazov, 11, IX). Pero no es lo uno ni lo otro. La famosa frase es de Rakitin y se la dice Mitia a Aliosha (11, IV). Si todo está permitido no habrá frenos para el placer ni, claro, tampoco para hacer daño.

Pero pisemos tierra: ¿a quién estaría todo permitido? ¿Al hombre medio? Mitia aclara que, como le dijo Rakitin, eso se refiere al hombre astuto e inteligente. Malas noticias para los no particularmente inteligentes, que somos la mayoría.

Realísticamente, el hombre medio sin Dios haría un número limitado de cosas malas, generalmente en sus pasiones ruines y pequeñas; el poderoso, muchas más, como matar; impunemente para Rakitin mientras tú, Mitia, te pudres en la cárcel. Por tanto, ¿será todo lícito al débil, o más bien al poderoso, ahora sin freno legal —la ley la hace el poder— que le impida atropellar al débil? Por caso: sin freno jurídico-natural ni temor de Dios, los desarrolladores de IA podrían llegar a un control sobre el hombre nunca visto y a una desigualdad poco menor que entre especies, pues lo que queda del humanismo, sin Dios, es cada vez menos antropocéntrico.

Veamos: en un mundo que no es igualitario, ya ni siquiera antropocéntrico, ¿serviría de mucho quitar frenos religiosos y morales al hombre? Si acaso, la desaparición de Dios dejaría al poder más libre para oprimirnos. No corregiría los desequilibrios sociales; podría, incluso, exacerbarlos porque los Rakitines abusarían, como él mismo dice. Por ejemplo, no habría caridad cristiana, que generó tanta beneficencia. El rico y el poderoso, sin la moderación derivada de una visión social con transcendencia y sin esperar premio ni temer castigo, podrían ser monstruos —Hitler, Stalin—. Y cuánto más poderosos, y cuantos más medios tecnológicos, y cuanto más territorio gobiernen, peor.

Hay otro importante fallo del gran escritor, visible también en otros literatos rusos, que tiene dos aspectos: asumir que la gente no lleva la ley natural impresa en sus corazones, y que el mundo de lo temporal no tiene su legítima autonomía. Eso explicaría esos bandazos tan rusos, de lo místico a lo brutal o al revés, como el starets Zósima. Dostoievski fue un genial escritor cristiano pero su visión, en ese punto, no es la católica.

Si no hubiera ley natural ni sentido común se saltaría directamente del Derecho divino al gobierno humano arbitrario, sin zonas intermedias, ni valor divino de lo humano, ni legítima autonomía de lo temporal (Gaudium et Spes, 36), que no se ve en Dostoievski por ningún lado, como si el hombre rechazara a Dios con un click y ya dejara de distinguir la mano derecha de la izquierda y se negara a echar ni una mano en las riadas de Valencia. Los principios jurídicos que tenemos desde Roma, o no existirían o serían principios religiosos. Una cosa es creer que el Derecho no necesita detrás un ethos ni nada, sino sólo una norma sobre las normas, y otra negarle su razonable autonomía.

Actualmente no practicamos ninguna religión pero en realidad nunca, tampoco hoy, ha carecido establemente una sociedad de toda divinidad, o al menos de toda religiosidad sustitutoria (Cavanaugh, Migraciones de lo sagrado, 2021). Por tanto no podremos discutir casos reales, fallo que es una plaga en ciertas maneras de razonar. Ejemplo de postura abstracta y fuera de la realidad: la guerra de todos contra todos llevando una vida “solitaria, pobre, repugnante, brutal y corta” (Hobbes, Leviatán, cap. XIII).

Deberíamos evitar las teorías que nadie ha visto nunca —una gran explosión de libertad y todo lícito, hasta la antropofagia, en un mundo sin Dios— y discutir, sobriamente, acerca de lo real. Si hasta la antropofagia es lícita, ¿qué ganará, con el rechazo de Dios, el hombre concreto que va a ser cocinado?

No hace falta imaginar situaciones alambicadas; la historia y la realidad ya nos dicen algo. Decimos que, aunque tiene una buena dosis de religiosidad sustitutoria, seguramente nuestro mundo sea el más parecido a un mundo sin Dios. ¿Y nuestra realidad, cómo es? ¿Libertad? No, sino control personal cada vez mayor y micrototalitarismo de estilo tocquevilleano. Si desde el inicio de los tiempos hubiera sido Dios expulsado de la visión social, nadie habría venido nunca a decir al siervo que, como todo hombre es imagen de Dios, la dignidad humana es universal, porque no habría un Dios del cual pudiera uno ser imagen. Tampoco podría nadie imaginar que un día, con argumentos explícitamente cristianos, Wilberforce acabaría con el tráfico de esclavos (1805).

Estamos ya en una época de nihilismo, tanto general como jurídico, y no se ve que eso nos libere. Alguien nos vendió que sin Dios habría más libertad y menos prohibiciones, cuando hay más estatismo y más sofocantes regulaciones para todo: nunca hemos tenido más deberes, obligaciones, multas e impuestos. La regla es el control y la regulación; la excepción, la libertad, no siendo sexo, consumo o viajes.

¿Y si, al final, lo más literalmente liberal fuera creer en Dios?

 

 

En memoria de Dalmacio Negro

 

 

 

Antonio-Carlos Pereira Menaut es profesor de Derecho y autor de La Sociedad del Delirio