Opinión

El grito silencioso de la soledad

 

 

José Antonio García Prieto Segura

El grito, de Eduard Munch (1893)
Galería Nacional de Noruega.

 

 

 

 

 

Recuerdo vivamente un comentario oído al vuelo, en plena calle, ya referido alguna vez en esta Tribuna. Una señora hablaba por el móvil, en voz muy alta, y con evidente preocupación comentaba: "¡He hablado con Isabel y me dice que está que se muere de soledad!". Eran los momentos álgidos de la pandemia del Covid´19 a mediados de mayo de 2020. El riguroso confinamiento contribuía -quizá paradójicamente- al sentimiento de soledad que estaban sufriendo muchas personas.

La sensación de soledad es algo que, antes ya de la pandemia, en la pandemia y después de la pandemia, han experimentado y experimentarán los humanos. Estas situaciones son una triste realidad que a menudo nos interpelan como un grito de auxilio, y hacen recordar al personaje inmortalizado por Munch en el famoso cuadro que encabeza estas líneas. Aunque resulte un oximoron, me ha parecido oportuno adjetivar como "silencioso" ese grito, porque muchas veces la soledad -no inconcreta y abstracta, sino la de familiares cercanos, o la de personas amigas, conocidos...-, nos habla y casi grita sin palabras, pues no siempre los necesitados la expresan claramente, y es preciso que estemos sensibilizados para detectarla y acudir en su ayuda.

Como mis reflexiones están habitualmente salpicadas de trascendencia religiosa y teológica, las de hoy no van a ser menos. "Soledad" de las personas, decía; y desde una mirada de fe, el primero en detectar lo inhumano y triste de toda soledad ha sido Dios mismo. La primera soledad de la historia fue la de Adán, y el escritor del Génesis pone en boca de Dios: "No es bueno que el hombre esté solo. Le haré ayuda idónea" (Gen 2, 18). Aunque alude a Adán, no dice "el varón" sino "el hombre", porque se está refiriendo a la naturaleza humana, que Dios quiso crear completa, en dos personas, como "varón" y "mujer". Por tanto, la sola persona del varón Adán, carecía de una referencia similar, la de otra persona humana con la que comunicarse y compartir el amor recibido de Dios.

En otras palabras: con Adán solo, la naturaleza humana estaba incompleta, como lo estaría la naturaleza divina si en Dios solo hubiera una Persona, en lugar de Tres. Parafraseando, pues, el "no es bueno que el hombre esté solo", diríamos: es malo una naturaleza humana solitaria, la del varón solo, porque faltaría la comunicación interpersonal, entre iguales, propia del amor; faltaría la "otra persona" similar, con cuya presencia Adán podría saberse un "yo varón" frente a un "tú mujer".  Por eso, "no es bueno un Adán solo” porque su vida se agostaría privado del amor, de la compañía y comunicación de una persona semejante a él.

Sin necesidad de teléfono móvil que tanto nos aísla de los otros, aunque nos conecte virtualmente con lo habido y por haber, Adán percibió su aislamiento, a pesar de encontrarse rodeado de innumerables seres vivientes, bellos, e incluso presenciales, pero estaba enteramente aislado, porque ninguna criatura le era semejante. Le faltaba la persona mujer con quien comunicarse, hacerle compañía y, recíprocamente, sentirse acompañado por ella y no perdido en la inmensidad de lo creado, como un rey solitario.

El Génesis lo refiere con lenguaje sencillo: Adán "puso nombre a todos los ganados, a las aves del cielo y a todas las fieras del campo; pero para él no encontró una ayuda adecuada. Entonces el Señor Dios infundió un profundo sueño al hombre y éste se durmió; tomó luego una de sus costillas (...), de la que formó una mujer y la presentó al hombre". (Gen 2, 20-22). Imaginamos la alegría del uno y de la otra, al saberse creados por el Amor de Dios, y para un amor en mutua compañía primero -como hermano y hermana, hijos de Dios-, y también orientados a la donación recíproca después en el amor esponsal -como marido y mujer-, al recibir el mandato divino que instituía el matrimonio: "Sed fecundos, multiplicaos y someted la tierra". (Gen 1, 28)

Volviendo a la "muerte en soledad" que experimentaba Isabel, como decía al principio, se comprende perfectamente su sentimiento porque es una necesidad vital la del amor a los otros y la de sentir, recíprocamente, su amor y compañía. No hace falta acudir a las raíces teológicas del mal que supone la soledad, como acabo de hacer; pero conviene comprobar cómo esta necesidad vital de sabernos amados y, a la vez, amar dándonos a los otros, encuentra su fundamento en el amor que Dios nos tiene y del que nos ha hecho partícipes, siendo también una llamada a no cruzarnos de brazos.

Comprobamos que la cercanía y ayuda en las necesidades vitales de los otros comporta un amor sacrificado; por eso, Dios mismo ha querido ir por delante, haciéndose hombre y, como el buen samaritano, acogernos personalmente a cada uno, y pedirnos que hagamos lo mismo que él, como se lo pidió al posadero de la parábola, en el que debemos vernos reflejados. Después de entregarle dos monedas para que pudiera ocuparse del malherido, le rogó: Cuida de él, y lo que gastes de más te lo pagaré a mi vuelta (Luc 10, 35). Es la vuelta de Cristo al fin del mundo, cuando diga: "Venid, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; fui forastero y me acogisteis; desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; preso y vinisteis a verme." (Mt 25, 34-36). En las llamadas de todo necesitado, es Cristo mismo quien nos interpela.

Ojalá estas reflexiones despierten la responsabilidad individual para descubrir y salir al paso de posibles "gritos silenciosos" en nuestro entorno. Pueden llegarnos de conocidos más o menos cercanos o, incluso de personas que la vida, casualmente, nos haya puesto en el camino. Ahí está el meollo de nuestra existencia en el que, según lo gestionemos, nos jugamos la relativa felicidad en esta vida, y la plena y eterna felicidad en la otra.

Para concluir, recordaré el ejemplo de una mujer: de la nueva Eva, María de Nazaret. Cuando acoge en su seno al Hijo eterno de Dios Padre, el arcángel Gabriel le deja caer que Isabel, su prima, a pesar de su edad avanzada había concebido un hijo y estaba en el sexto mes. No fue necesario más. A María le bastó esa referencia para comprender que Isabel estaba necesitada y rápidamente se puso en camino. No fue visita de cortesía; allí estuvo hasta que nació Juan el Bautista. Conmemoramos aquellos momentos el 31 de mayo; buena ocasión para pedirle a María que nos haga cada vez más parecidos a Ella, muy sensibles a las necesidades de los demás, para acudir prontamente a sus "gritos”, sean o no silenciosos.

 

 

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