Colaboraciones

 

El por qué debemos confesar nuestros pecados a un sacerdote

 

 

 

28 junio, 2025 | Javier Úbeda Ibáñez


 

 

 

 

 

En Lev 5, 5 «En todos estos casos el que cometió el delito confesará primero su pecado».

Sir 4, 26: «No te avergüences de confesar tus pecados: no nades contra la corriente».

Mt 3, 6: «Y además de confesar sus pecados, se hacían bautizar por Juan en el río Jordán».

Mc 1, 5: «Toda la provincia de Judea y el pueblo de Jerusalén acudían a Juan para confesar sus pecados y ser bautizados por él en el río Jordán».

Jn 20, 23: «A quienes perdonen sus pecados, serán perdonados, y a quienes se los retengan, les serán retenidos».

Hch 19, 18: «Muchos de los que habían aceptado la fe venían a confesar y exponer todo lo que antes habían hecho».

Jesús comunicó el poder de perdonar pecados a sus apóstoles. Jesús quiso que todos sus discípulos, tanto en su oración como en su vida y en sus obras, fueran signo e instrumento de perdón. Y pidió a sus discípulos que siempre se perdonaran las ofensas unos a otros (Mt 18, 15-17).

Sin embargo, Jesús confió el ejercicio del poder de absolución solamente a sus apóstoles. Jesús quería que la reconciliación con Dios pasara por el camino de la reconciliación con la Iglesia. Lo expresó particularmente en las palabras solemnes a Simón Pedro: «A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 16, 19). Esta misma autoridad de «atar» y «desatar» la recibieron después todos los apóstoles (Mt 18, 18). Las palabras «atar» y «desatar» significan: Aquel a quien excluyen ustedes de su comunión, será excluido de la comunión con Dios. Aquel a quien ustedes reciben de nuevo en su comunión, será también acogido por Dios. Es decir, la reconciliación con Dios pasa inseparablemente por la reconciliación con la Iglesia.

El mismo día de la Resurrección, Jesucristo se apareció a los apóstoles, sopló sobre sus cabezas y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les quedarán perdonados y a quienes se los retengan, les quedarán retenidos» (Jn 20, 22-23).

Las palabras de Jesucristo sobre el perdón de los pecados no fueron sólo para los Doce apóstoles, sino para pasarlas a todos sus sucesores. Los apóstoles las comunicaron con la imposición de manos. Escribe el apóstol Pablo a su amigo Timoteo: «Te recomiendo que avives el fuego de Dios que está en ti por la imposición de mis manos» (2 Tim 1, 6).

Los apóstoles eran conscientes de que Jesucristo tenía una clara intención de proveer el futuro de la Iglesia; estaban convencidos de que Jesús quería una institución que no podía desaparecer con la muerte de los apóstoles. El Maestro les había dicho: «Sepan que Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20), y «las fuerzas del infierno no podrán vencer a la Iglesia» (Mt 16, 18). Así las promesas de Jesús a Pedro y a los apóstoles, no sólo valen para sus personas, sino también para sus legítimos sucesores.

Como conclusión podemos decir: Cristo confió a sus apóstoles el ministerio de la reconciliación (Jn 20, 23; 2 Cor 5, 18). Los obispos, o sucesores de los apóstoles, y los presbíteros, colaboradores de los obispos, continúan ahora ejerciendo este ministerio. Ellos tienen el poder de perdonar los pecados «en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo».

Muchos se preguntan el por qué debemos confesar nuestros pecados a un sacerdote, si este es tan o más pecador que nosotros. Valga la pena mencionar aquí que hasta el mismo Papa tiene que confesarse y recibir la absolución de parte de su confesor. La realidad es que nosotros los católicos no hacemos lo que se nos ocurre creer, como lo que sí hacen nuestros hermanos protestantes, sino más bien, hacemos lo que Dios manda en su propia Palabra. Si Jesús quiso que nosotros confesásemos nuestros pecados para recibir la absolución por parte de sus sacerdotes, a quiénes otorgó el poder de perdonar pecados; pues simplemente lo respetamos y lo ponemos en práctica porque es su voluntad y nosotros no somos nadie para cuestionar a Dios, como hacen quienes no aceptan el sacramento de la penitencia (o confesión).

Ya en el Antiguo Testamento se habla de la confesión de los pecados. No es un invento de la Iglesia católica como dicen, equivocadamente, nuestros hermanos separados. Podrían cuestionar que en todo caso eso sólo es en el Antiguo Testamento, pero veamos que incluso antes de que Jesús inicie su vida pública, también confesaban sus pecados cuando Juan el Bautista llamaba a la conversión al pueblo de Israel.

En el evangelio de Juan (20, 23), cuando Jesús otorga a sus discípulos y a sus sucesores el poder de perdonar o retener los pecados. Lógicamente, para poder perdonar o retener pecados, quien tiene el poder de hacerlo debe conocer previamente cuál es el pecado del que los confiesa, sino ese poder carecería de sentido, pues la absolución de los pecados, dependería entonces del capricho de quien puede perdonarlos. El único sentido correcto, es que primero el sacerdote, debe conocer los pecados de quien se confiesa, para luego perdonarlos o retenérselos, de acuerdo a si hay o no arrepentimiento de por medio.

Cuando ya Jesús había ascendido al Cielo y se había iniciado la vida de la Iglesia, encontramos que se practicaba la confesión por ser una orden de Cristo. Incluso, Pablo, hace la aclaración de que en algunos casos es necesario investigar primero para conocer los pecados de alguien, la única manera de hacerlo, lógicamente, era a través de la confesión.

En Hch 19, 18: «Muchos de los que habían aceptado la fe venían a confesar y exponer todo lo que antes habían hecho».

San Josemaría solía llamar a la Confesión el sacramento de la alegría, porque a través de él se recuperan el gozo y la paz que trae la amistad con Dios, un don que sólo el pecado es capaz de robar a las almas de los cristianos.

La Iglesia nos propone cuatro pasos para una buena confesión (Cfr. Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, 303):

1) Examen de conciencia. El examen de conciencia consiste en reflexionar sobre todo aquello que nos haya podido alejar de Dios;

2) Contrición (o arrepentimiento), que incluye el propósito de no volver a pecar (la contrición, o arrepentimiento, es un dolor del alma y un rechazo de nuestros pecados, que incluye la resolución de no volver a pecar). La contrición (o arrepentimiento), que es perfecta cuando está motivada por el amor a Dios, imperfecta cuando se funda en otros motivos, e incluye el propósito de no volver a pecar;

3) Confesión. Una buena confesión es decir los pecados al sacerdote de forma clara, concreta, concisa y completa;

4) Satisfacción o cumplir la penitencia: el sacerdote señala una penitencia para reparar el daño causado.

Son cuatro pasos que damos para poder recibir el gran abrazo de amor que Dios nuestro Padre nos quiere dar con este sacramento: «Dios nos espera, como el padre de la parábola, extendidos los brazos, aunque no lo merezcamos. No importa nuestra deuda. Como en el caso de hijo pródigo, hace falta sólo que abramos el corazón» (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 64).

En audiencia general celebrada en la Plaza de San Pedro, el Papa Francisco explicó que el protagonista del perdón de los pecados es el Espíritu Santo, quien obra la misericordia de Dios a través de las «llagas de Jesús» y, como Él mismo dispuso, solamente a través de los sacerdotes. No es posible la confesión «directa» con Dios.

Ante miles de fieles presentes, el Santo Padre reflexionó sobre la «potestad de las llaves» dada a los Apóstoles: «En primer lugar, debemos recordar que el protagonista del perdón de los pecados es el Espíritu Santo. Él es el protagonista. En su primera aparición a los Apóstoles en el Cenáculo Jesús resucitado hizo el gesto de soplar sobre ellos, diciendo: «Reciban al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan».

El Santo Padre resaltó asimismo que el sacerdote es el «instrumento para el perdón de los pecados. El perdón de Dios que se nos da en la Iglesia, se nos transmite a través del ministerio de un hermano nuestro, el sacerdote; también él un hombre que, como nosotros, necesita la misericordia, se hace realmente instrumento de misericordia, dándonos el amor sin límites de Dios Padre».

«También los sacerdotes deben confesarse, incluso los obispos: todos somos pecadores. ¡Incluso el Papa se confiesa cada quince días, porque el Papa es también un pecador! Y el confesor siente lo que yo le digo, me aconseja y me perdona, porque todos tenemos necesidad de este perdón».

«Jesús da a los Apóstoles el poder de perdonar los pecados. ¿Pero cómo es esto? Porque es un poco difícil entender como un hombre puede perdonar los pecados. Jesús da el poder. La Iglesia es depositaria del poder de las llaves: para abrir, cerrar, para perdonar. Dios perdona a cada hombre en su misericordia soberana, pero Él mismo quiso que los que pertenezcan a Cristo y a su Iglesia, reciban el perdón a través de los ministros de la Comunidad».

Para concluir el Pontífice alentó a no olvidar «que Dios nunca se cansa de perdonarnos; mediante el ministerio del sacerdote nos estrecha en un nuevo abrazo que nos regenera y nos permite levantarnos de nuevo y reanudar el camino. Porque esta es nuestra vida: continuamente levantarse y seguir adelante».