Colaboraciones

 

Sobre el cisma (III)

 

 

 

25 mayo, 2024 | Javier Úbeda Ibáñez


 

 

 

 

 

 

Algunos teólogos distinguen entre cisma «activo» (cisma propiamente dicho) y «pasivo». Por el primero entienden apartarse deliberadamente del cuerpo de la Iglesia, renunciando libremente al derecho de formar parte de él. Llaman cisma pasivo a la condición de aquellos que la Iglesia por sí misma rechaza de su seno en virtud de la excomunicación, en vista de que emprenden esa separación al hacerse merecedores de ella, independientemente de que la deseen o no. Es claro, sin embargo, que el llamado cisma pasivo no solamente no excluye el otro, sino que a menudo lo supone tanto en teoría como de hecho. Desde este punto de vista es imposible comprender la actitud de los protestantes que siguen responsabilizando de la separación a la Iglesia que abandonaron. Se prueba a través de todos los monumentos históricos y especialmente mediante los escritos de Lutero y Calvino que, antes del anatema pronunciado contra ellos en el Concilio de Trento, los líderes de la Reforma habían proclamado y repetido que la Iglesia Romana era la «Babilonia del Apocalipsis, la sinagoga de Satán, la sociedad del Anticristo»; que ellos debían alejarse de ella y que lo hacían así para reentrar al camino de la salvación. Y en esto ajustaron la acción a sus palabras. Así el cisma lo completaron cabalmente antes de que fuera solemnemente establecido por la autoridad que ellos rechazaban y transformado por dicha autoridad en una justa sanción penal.

El cisma en su definición y pleno sentido es la negación práctica de la unidad eclesial.

Cuando Cristo construyó sobre Pedro, como fundamento firme del edificio indestructible de su Iglesia, Él indicó su unidad esencial y especialmente su unidad jerárquica (Mt 16, 18). Él expresó el mismo pensamiento cuando se refirió a los fieles como un Reino y como un rebaño: «Tengo otras ovejas, que no son de este redil: también debo traerlas y ellas oirán mi voz y habrá un sólo rebaño y un sólo pastor» (Jn 10, 16). La unidad de la fe y adoración es indicada más explícitamente por las palabras que esbozan la solemne misión de los Apóstoles: «Vayan pues, y enseñen a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19). Estas diversas formas de unidad son el objeto de la oración después de la Ultima Cena, cuando Cristo ruega por Él mismo y pide «que sean uno» como el Padre y el Hijo son uno (Jn 17, 21-22). Aquellos que violan las leyes de la unidad llegarán a ser extraños a Cristo y a su familia espiritual: «Y si él no escucha a la Iglesia, sea para ti como gentil o publicano» (Mt 18, 17).

A imitación fiel de la enseñanza de su Maestro, San Pablo a menudo se refiere a la unidad de la Iglesia, describiéndola como un edificio, como un cuerpo, un cuerpo entre cuyos miembros existe la misma solidaridad que hay entre los miembros del cuerpo humano (1 Cor 12; Ef 4). Él enumera sus diversos aspectos y fuentes: «Porque en un sólo Espíritu fuimos todos bautizados en un sólo cuerpo… y hemos bebido en un sólo Espíritu» (1 Cor 12, 13); porque nosotros, siendo muchos, somos un solo pan, un solo cuerpo, todos los que participamos de un mismo pan» (1 Cor 10, 17). Él lo resume en la siguiente fórmula: «Un sólo cuerpo y un sólo Espíritu… un sólo Señor, una sola fe, un sólo bautismo» (Ef 4, 4-5). Finalmente llega a la conclusión lógica cuando anatematiza las novedades doctrinales y a sus autores (Gal 1, 9), igualmente cuando escribe a Tito: «Al hombre que es hereje, después de la primera y segunda amonestación, evítalo» (Tit 3, 10); y de nuevo cuando con tanta energía condena las disensiones de la comunidad de Corinto: «Hay discordias entre ustedes... cada uno de ustedes dice: Yo, en realidad, soy de Pablo; y yo soy de Apolo; y yo de Cefás; y yo de Cristo. ¿Está dividido Cristo? ¿Entonces Pablo fue crucificado por ustedes, o fueron bautizados en su nombre?» (1 Cor 1, 11-13). «Ahora, les ruego hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que todos hablen la misma cosa y no haya cismas entre ustedes; sino que tengan el mismo pensar y el mismo sentir» (1 Cor 1, 10). San Lucas hablando en elogio de la primitiva Iglesia menciona su unanimidad de creencia, de obediencia y de adoración: «Ellos perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la unión, en la fracción del pan y en la oración» (Hech 2, 42). Toda la primera carta de San Juan está dirigida contra los innovadores y cismáticos contemporáneos; y el autor, en contraste a los miembros de la Iglesia, «los Hijos de Dios», los considera como extraños a esta y les llama «los hijos del diablo» (1 Jn 3, 10); los hijos «del mundo» (4, 5), e incluso Anticristo (2, 22; y 4, 3).

La misma doctrina es encontrada en todas las evidencias de la Tradición, comenzando por las más antiguas.

Hacia el fin del siglo segundo San Ireneo alaba en términos resplandecientes la unidad de la Iglesia universal «la cual tiene un solo corazón y una sola alma, cuya fe está a su cuidado» y que parece «como el único sol que ilumina el mundo entero» (Adv. haeres., 1, 10). Condena toda división doctrinal, basando sus argumentos en la autoridad magisterial de la Iglesia en general y de la Iglesia Romana en particular. Es por tanto de la máxima necesidad «adherirse a esta Iglesia porque donde está ella, hay toda la gracia y el espíritu es la verdad» (4, 24).

Pero adherirse a esta Iglesia es someterse a la jerarquía, a su viviente e infalible magisterio: «Los sacerdotes de la Iglesia han de ser obedecidos, aquellos que son los sucesores de los Apóstoles y quienes con la sucesión episcopal han recibido un carisma cierto y seguro de verdad… Aquellos que dejan a los sucesores de los Apóstoles y se reúnen en un lugar separado deben ser considerados con sospecha o como heréticos, como hombres de malvadas doctrinas, o como cismáticos. Los que rompen la unidad de la Iglesia recibirán el castigo divino dado a Jeroboam; todos ellos deben ser evitados» (4, 26).