Fe y Obras

 

A San José, que también era obrero

 

 

 

29.04.2018 | por Eleuterio Fernández Guzmán


 

 

“El trabajo acompaña inevitablemente la vida del hombre sobre la tierra. Con él aparecen el esfuerzo, la fatiga, el cansancio: manifestaciones del dolor y de la lucha que forman parte de nuestra existencia humana actual, y que son signos de la realidad del pecado y de la necesidad de la redención. Pero el trabajo en sí mismo no es una pena, ni una maldición o un castigo: quienes hablan así no han leído bien la Escritura Santa.


Es hora de que los cristianos digamos muy alto que el trabajo es un don de Dios, y que no tiene ningún sentido dividir a los hombres en diversas categorías según los tipos de trabajo, considerando unas tareas más nobles que otras. El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la Humanidad.


Para un cristiano, esas perspectivas se alargan y se amplían. Porque el trabajo aparece como participación en la obra creadora de Dios, que, al crear al hombre, lo bendijo diciéndole: Procread y multiplicaos y henchid la tierra y sojuzgadla, y dominad en los peces del mar, y en las aves del cielo, y en todo animal que se mueve sobre la tierra. Porque, además, al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora.”

 

Esto lo escribe san Josemaría en “Es Cristo que pasa” (47) y nos muestra algo esencial para la vida de un discípulo de Cristo: el trabajo es una gracia del Padre y si hay alguien que mostró lo que eso significa es el padre adoptivo de Jesús, José, el carpintero de Nazaret, de quien hoy nos acordamos de una forma especial.

 

No extraña nada, por cierto, que el  1 de mayo de 1955, Pío XII, en la Plaza de San Pedro, vino a manifestar una gran verdad (que contenía una esperanza en el futuro) que la cristiandad entera ya conocía desde hacía casi dos mil años: “el humilde obrero de Nazaret, además de encarnar delante de Dios y de la Iglesia la dignidad del obrero manual, sea también el próvido guardián de vosotros y de vuestras familias".

 

Así se instauró, desde aquel día, una festividad muy querida por los hijos de Dios: la celebración del padre putativo de Jesucristo, Hijo del Hombre y hermano nuestro, en cuanto entregado al mundo del trabajo y, también, ejemplo espiritual a seguir.

 

Por eso, cuatro años después de que Pío XII agradeciera, de aquella manera, la labor de José el carpintero instaurando la festividad que hoy celebramos, san Juan XXIII terminó su alocución, el mismo día, con la siguiente oración:


“¡Oh glorioso San José, que velaste tu incomparable y real dignidad de guardián de Jesús y de la Virgen María bajo la humilde apariencia de artesano, y con tu trabajo sustentaste sus vidas, protege con amable poder a los hijos que te están especialmente confiados!

 

“Tú conoces sus angustias y sus sufrimientos porque tú mismo los probaste al lado de Jesús y de su Madre. No permitas que, oprimidos por tantas preocupaciones, olviden el fin para el que fueron creados por Dios; no dejes que los gérmenes de la desconfianza se adueñen de sus almas inmortales. Recuerda a todos los trabajadores que en los campos, en las oficinas, en las minas, en los laboratorios de la ciencia no están solos para trabajar, gozar y servir, sino que junto a ellos está Jesús con María, Madre suya y nuestra, para sostenerlos, para enjugar el sudor, para mitigar sus fatigas. Enséñales a hacer del trabajo, como hiciste tú, un instrumento altísimo de santificación".

Por otra parte, nosotros, que somos discípulos de Jesucristo, quien vivió unos gozosos años al lado de san José del que aprendería, con toda seguridad, el oficio que desempañaba el padre adoptivo, gustamos imaginar cómo miraría Jesús a José como hombre entregado al trabajo humano pero, también, espiritual.

 

Es bien cierto que para conocer tal pensamiento de la vida del Hijo de Dios no contamos con el testimonio de un apóstol porque, la verdad, sabemos poco de la vida de José. Sin embargo, no por eso podemos dejar de pensar que Jesús lo miraría como un hijo que ama a su padre puede mirarlo y que, por eso mismo, los más exactos pensamientos al respecto pudieron salir del corazón de aquel niño y joven que viera, en José, a alguien que lo cuidaba y amaba. Y no sólo humanos… también divinos por espirituales.

 

Jesús, quizá, pensara lo que sigue:

“Nuestra casa era pobre y no demasiado grande. Sin embargo, era suficiente para que vivieran tres personas que tanto se querían como mi madre, José y yo mismo.

 

La verdad es que José siempre fue un hombre trabajador. Ser carpintero requería paciencia porque, poco a poco tenía que modelar, casi de la nada, algo que pudiera ser útil. Casi, diría yo, como hace mi Padre con los corazones duros que, con paciencia y perseverancia convierte en suaves y tiernos.

José tuvo una vida sencilla pero, sin duda, nada fácil. Trabajador humilde y piadoso creo que era un fiel cumplidor de la voluntad de Dios y que se entregó al cuidado de mi madre y de mí porque era lo que tenía que hacer. Por eso nunca preguntó más de lo que necesitaba saber y en su diaria labor pienso yo que trataría de descifrar, exactamente, lo que se esperaba de él para cumplirlo.

Puedo decir, ahora que ha transcurrido un tiempo desde que se fue a la casa de mi Padre, donde nos espera, que muchas de las cosas que digo a los que me siguen las he tomado de ver a José trabajando y del comportamiento ordinario, común, que tuvo en su vida. No puedo negar, ni quiero negarlo, que en lo humano José fue mi maestro.

Aquel silencio mientras trabajaba; aquella forma de esforzarse sin pedir nada a cambio, tan sólo por el amor que nos tenía; aquella entrega muestra de tantos pensamientos profundos…

Pero no sólo recuerdo su trabajo manual, que nos permitía salir adelante. Algo había más importante en su vida que lo hacía humano y tierno, amoroso y cercano: cuidaba de mi Madre y de mí de una forma tan dulce…

Sin embargo, sabía a la perfección cuándo debía permanecer en un segundo plano adoptando la posición de reconocer quién era yo.

Recuerdo, ahora, como aquella vez que me quedé en el Templo hablando con los doctores de la ley. Cuando, al fin (tres días buscándome debió ser terrible para José y mi madre) dieron conmigo (es que aún no sabían que yo debía andar en las cosas de mi Padre) fue mi madre la que mostró su enfado conmigo. ¡Cómo se puso aquel día!, no sin algo de razón, claro.

Mientras, José miraba y callaba y, aunque mi madre siempre decía que guardaba ciertos momentos en su corazón, como para gozar con ellos o, quien sabe, para entristecerse con ellos, yo siempre he creído que también José gozaba de tan buen depósito de amor.

Bueno, ¡Cómo pasa el tiempo!, Juan está teniendo mucho trabajo hoy en el Jordán. Parece que ya me toca entrar en el agua”

 

 

San José obrero, ruega por nosotros.

 

Eleuterio Fernández Guzmán
eleu@telefonica.net