Fe y Obras

Nos conviene apartar el celemín

 

 

10.05.2013 | por Eleuterio Fernández Guzmán


No “se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa”. Tal expresión de lo que debe ser la transmisión de fe y el alumbrar a quien no vea, la dejó dicha Jesús y recogida por el evangelista Mateo en el versículo 15 de su capítulo 5.

Entonces, los que nos consideramos hijos de Dios podemos optar por hacer dos cosas: encender la luz y que todos puedan servirse de ella o, al contrario, esconderla para, de forma egoísta, gozar de ella pero que nadie, a nuestro inmediato alrededor o en la distancia pueda ve si es que se encuentra en situación de oscuridad del alma.

A nosotros sólo nos está permitido, hacer una cosa: dejar ver la luz en estos tiempos de oscuridad y de olvido de Dios por parte de muchos de los que forman el mundo.

Lo dice, en el versículo siguiente (el 16) el mismo Maestro: “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.”

En tal sentido, hacer ver la luz de Dios, la Palabra de Dios que en el Evangelio se transmite, es un deber de todo cristiano y, en concreto, de todo católico. Muchos, que la ignoran o que la han apartado de sus vidas por diversas causas o circunstancias, agradecerán que se les acerque lo que no conocen u olvidaron. Y es a quienes podemos llevar la luz a las personas que nos corresponde hacer que resuene la voz de Dios en el mundo.

Podemos decir, por otra parte, que tal actitud no es siempre la que seguimos los discípulos de Cristo sino que, llevados por lo políticamente correcto o el respecto humano hacemos dejación de algo tan importante como es el hecho de ser luz porque luz llevamos en el corazón.

Así, hay muchas formas de no apartar el celemín y, así, que nuestra correspondencia con la fe y su transmisión no sea perfecta. Por ejemplo, no apartamos el celemín y, entonces, ocultamos lo que otros pueden querer conocer cuando:

-Nos avergonzamos de la fe.

-Mantenemos silencio sobre lo que la doctrina de la Iglesia católica dice al respecto de temas sociales.

-Miramos para otro lado cuando se atropellan nuestras creencias.

-Cuando hacemos prevalecer nuestra conveniencia personal sobre el ser luz de la tierra.

-Cuando no queremos hacer un sacrificio en beneficio del prójimo y que se vea, así, que amamos a Dios, a Su Ley y a Su Luz.

Sin embargo, a pesar de todas aquellas situaciones que pueden hacer de nosotros unos escasos transmisores de la Luz de Dios no es menos cierto que nosotros sólo somos quienes administramos la Luz. Por eso mismo no podemos hacer de ella cosa, en exclusiva, nuestra por egoísmo o porque estemos en la seguridad que es buena para nosotros. Lo es, pero los hermanos también la necesitan.

También sabemos, por venir de quien viene la Luz de Dios, que no tiene límite y que no se agota con la transmisión de la misma. Es más, crece a medida que más personas se sirven de ella para iluminar sus vidas y hacerlas mejores para ellas mismas y para el prójimo.

¿Y dónde encontramos la Luz que ha de iluminar nuestra vida y la de los demás?

Por ejemplo, en el mismo momento de la muerte física de Cristo, en la cruz, la Luz del perdón y la misericordia del Hijo de Dios la encontramos en la actitud de Jesucristo; también allí la Luz del encuentro con el hermano que le pide ayuda al ver su muerte al mundo inminente y le reconoce tal poder, ladrón a lado de Dios.

La Luz, que vino al mundo, no estará en tinieblas como dice san Juan en su evangelio ni podrá decirse de nosotros que no escuchamos la voz de Dios cuando nos llama para que seamos faros, cargados de su Luz, para un mundo que anda a la deriva y que busca, con ahínco, la fosa de la que tanto escribió el salmista.

Le corresponde a cada uno de nosotros, creyentes conscientes de lo que eso significa para nuestras mismas personas pero, también, para los demás, ser luz para que la Luz no deje de iluminar al mundo.

Así, la Luz dejará franco el camino hacia el definitivo reino de Dios y permitirá que no caigamos en las trampas que el Maligno nos tiende para que abandonemos nuestra voluntad de eternidad junto al Creador.

No conviene, entonces, para nada, esconder la luz bajo el celemín sino, al contrario, apartar al mismo celemín de nuestra propia existencia para que cumpla una función que no sea la de ocultar la Luz de Dios.

Eleuterio Fernández Guzmán
eleu@telefonica.net