Cartas al Director

Pobre Cataluña… Pobre España

 

"Nada ni nadie puede compensar a las numerosas víctimas de la lacra terrorista por la irreparable pérdida de sus vidas,
por el sufrimiento que genera sus heridas o por la dolorosa huella que dejan sus cicatrices"

Felipe de Borbón

 

 

 

 

César Valdeolmillos Alonso | 24.08.2017


 

 

Eligieron Barcelona para sus vacaciones. Habían soñado con pasear por las Ramblas. Una de las calles donde la vida palpita en todo su esplendor, se respira el aroma de las flores y los sueños se engalanan con el llamativo ropaje de sus pétalos. El blanco de las azucenas, el amarillo de los tulipanes, el rosa de las dalias, el delicado malva de las orquídeas, iluminan el alba de los adolescentes enamorados, el horizonte esperanzado de jóvenes familias, y el dorado atardecer de la madurez.

Lo que los hados no habían presagiado era con que una tarde de agosto, el rojo grana de su sangre, se fundiera con el de los claveles y las rosas de los puestos que flanquean una de las avenidas que el espíritu se negaría a olvidar y tiñera el mosaico de Miró.

El delirio fanático segó sus vidas y las ilusiones se tornaron en desesperanza y dolor.

Los que por allí deambulaban, no entendieron de nacionalidades, religiones, colores ni razas, porque por encima de las banderas y las lenguas, eran seres humanos con los mismos anhelos: Convivir en paz y gozar de lo que la naturaleza y el ser humano ha construido.

La humanidad y la generosidad de los que se habían librado de la barbarie, se alzó valientemente sobre el espanto de las escenas que desgarraban el corazón y los sentimientos. La unión en el dolor, el deseo de auxiliar a los que habían sido arrollados por el odio, mostró la entrega incondicional de los testigos de la barbarie que no hizo distinciones de ningún signo. Las personas de buena voluntad se volcaron en entregar su sangre en auxilio de los heridos. Los muertos ya no la necesitaban. La habían derramado toda.

Españoles, italianos, belgas, canadienses, estadounidenses, australianos, portugueses, y así hasta de treinta y cuatro nacionalidades diferentes habían sufrido las consecuencias del odio indiscriminado a aquellos que no piensan de igual manera. Los asesinos no establecieron diferencias de ningún tipo.

De todas partes llegaron muestras de condena, desolación, hermandad y apoyo a España por el drama acaecido en Barcelona. De todas partes… menos de los que siendo españoles, quieren desintegrar la tierra que les vio nacer. En el tablero de ajedrez separatista catalán, las figuras —que no los peones— no solamente no mostraron el menor sentimiento humanitario por la tragedia, sino que posiblemente, pudiéndola haber evitado, la utilizaron, para desafiar una vez más al resto de España y del mundo, y de hecho, mostrarse como un país independiente y autosuficiente para resolver una crisis terrorista.

Pero que nadie se engañe. A la acción asesina del terrorismo internacional, no se le vence tratando de demostrar quién es más fuerte o impone su voluntad. No se evitan otros atentados ocultando información e impidiendo la colaboración de los otros cuerpos de seguridad del Estado, cuando ésta pudiera haber sido vital para salvar las vidas de ciudadanos inocentes.

La sociedad española ha sido tomada por una cuadrilla de políticos oportunistas que solo toman decisiones en base a sus perspectivas electorales. Políticos que piensan que cuanto peor para el país, mejor para su estrategia demagógica y espuria. Políticos unos, que se enfrentan abiertamente a la ley, y otros, los que están legitimados y tienen el mandato y el deber de hacerla respetar, que se acomplejan y hacen como que todo se desarrolla con absoluta normalidad.

Mientras tanto, en base a toda esta infame hipocresía, 15 personas han visto segadas sus vidas y más de 120 han sido víctimas de quienes imponen la ley del terror. Un terror que unos se niegan a condenar e incluso no solamente desafían al Estado, sino que cometen la vileza de señalarle como culpable indirecto del mismo. Y aquí no pasa nada.

No pasa nada cuando autoridades legitimadas para hacer observar la Ley, son las primeras en enfrentarse a la misma.

No pasa nada cuando en contra del criterio de la Fiscalía, se dictan sentencias inverosímiles que son recurridas por la misma, y que al conjunto de la sociedad —esa sociedad en la que también hay eminentes juristas— le es imposible comprender. Sentencias, que posteriormente, los hechos se encargan de demostrar que han sido un dramático e irreparable dislate.

Luego, con observar todos —falsamente unidos— un minuto de silencio, ya está todo arreglado. Y ¿Quién devuelve la vida a quien ya la ha perdido? ¿Quién repara los daños sufridos por las víctimas? ¿Quién les devuelve su proyecto de vida?

¡Cuántos sueños que nunca se harán realidad! ¡Cuántas ilusiones rotas para siempre! ¡Cuántos frutos de vidas truncadas, que ya nunca se darán!

¿Quién responde por todas estas pérdidas irrecuperables que el más mínimo sentido común y de la prudencia hacía presentir?

Por cierto, cuando tras los rutinarios e inútiles minutos de silencio —que solo sirven para que unos cuantos aparezcan en una foto— todos aplauden, me pregunto perplejo ¿Qué es lo que aplauden? ¿A quién aplauden? ¿A unas víctimas que nunca deberían haberlo sido si posiblemente alguien no hubiera faltado al rigor en el cumplimiento de su deber? Si es así ¿Qué sentido tiene ese aplauso? ¿De qué les sirve? O es que ¿se aplauden así mismos por el ejemplar ejemplo que a la ciudadanía están dando?

Nos hemos acostumbrado a vivir en el contexto de lo “políticamente correcto” que es lo mismo que vivir sumidos en la falsa apariencia, en el aquí no pasa nada. Nos hemos acostumbrado a vivir sin verdad.

Lo malo de este acostumbramiento es que nos hemos impregnado de tal forma de esa simulación, que muchos son ya incapaces de discernir entre el espejismo y la realidad.

Cuando 34 países se han visto afectados por la acción criminal del fanatismo, y el mundo entero espera las explicaciones de la autoridad que estaba obligada a hacer todo lo posible por evitarla, los nacionalistas, unos se inhiben y otros se muestran prepotentes y utilizan la sangre de los inocentes, para de hecho, ebrios del nacionalismo ciego, mostrarse al mundo como un país autosuficiente e independiente.

El nacionalismo no es otra cosa que mera ambición, hambre de poder, deseo violento de dominio disfrazado por un falso amor, a una falsa patria. La Historia está plagada de honorables adalides cuya obra no ha engendrado más que absolutismo, intolerancia, despotismo, división, enfrentamiento, expolio y desolación.

Las raíces del nacionalismo crecen siempre en dirección inversa a la esencia de la democracia y su fruto no es otro que un repudio —exclusivo y excluyente— al entendimiento, a la comprensión y a la convivencia de los pueblos.

La diferencia entre el patriota y el nacionalista, la definió muy claramente Charles de Gaulle, hace muchos años:

“Patriotismo es cuando el amor por tu propio pueblo es lo primero; nacionalismo, cuando el odio por los demás pueblos es lo primero”.

 

César Valdeolmillos Alonso