La misteriosa Llama

La La Lío

 

 

Alejandro Sanz | 28/02/2017


 

 

El desenlace de la gala de los Oscar de la Academia de Hollywood no hubiera resultado creíble si lo hubiera presentado una de las películas nominadas a los premios. Ver a dos viejas glorias del séptimo arte meter la pata hasta el zancarrón me da cierta ternura, no lo niego, porque seguramente Warren Beatty y Faye Dunaway hubieran estado mejor a esas horas viendo la gala en el televisor de su casa con las pantuflas puestas, el vaso de leche a mano y la manta de cuadros sobre las rodillas.

Porque, digan lo que digan, el verdadero problema que ha desencadenado el escándalo del cambio de Oscar ya entregado fue exclusivamente suyo. Es verdad que, tal y como han descrito el sistema de sobres, lo raro es que este problema no se produzca cada dos por tres, pero lo cierto es que en el sobre no ponía lo que leyeron los presentadores, así que los responsables verdaderos son ellos y solo ellos. Warren Beatty, al que costaba recordar como Dick Tracy, se queda medio pasmado cuando abre el sobre y ve que lo que pone en la tarjeta no tiene nada que ver con el premio anunciado. Pero incapaz de reaccionar con naturalidad y, simplemente mostrar la tarjeta equivocada, mira cobardemente a Faye Dunaway y la deja sola ante el peligro. Pero Faye, a la que solo le faltaba la boina de punto para recordar la osadía de Bonnie Parker, suelta lo primero que se le pasa por la cabeza.

Por mi profesión, conozco perfectamente las enormes dificultades que entraña organizar un evento, ¡y no hablemos de la ceremonia de los Oscar!, así que la experiencia me dice que todo tiene que estar extremada y obsesivamente organizado. Por ello, allá donde se vea cualquier extremo susceptible de crear problemas -y lo de los sobres es un auténtico lío- debe modificarse por el bien del buen desarrollo del acto.

Ya se, ya se que a los actores les encanta eso de improvisar, de añadir algo de su propia cosecha, pero eso es para las películas, no para la vida real y una entrega de premios de este calibre soporta un prestigio y una grandeza que no se puede accionar como si fuera una máquina tragaperras.

Así que el ridículo ha sido espantoso y ha dado una impresión de improvisación, al lado de la cual nuestros denostados Goya levantan la frente muy alta con la dignidad, al menos, de poner el empeño en guardar el debido respeto al público.