Tribunas
30/06/2025
Saber sonreír
Ernesto Juliá
Virgen de el Santuario de Betania Miranda, Venezuela.
Una sonrisa a tiempo no está siempre al alcance del buen humor de todos nosotros. No es un sacrificio ímprobo, aunque en ocasiones pueda resultar laborioso, pero tampoco surge de nuestra alma con espontaneidad y facilidad. Y digo del alma, porque la verdadera sonrisa del rostro se corresponde a la sonrisa del espíritu.
Tengo la impresión de que la sonrisa no es apreciada en toda su riqueza, y quizá está incluso un poco maltratada en estos tiempos que algunos consideran finales de una civilización, y que yo gusto más verlos como los albores de un nuevo modo de entendernos los mortales entre nosotros, que eso es, al fin y al cabo, una civilización, una cultura.
No pocas personas tienen el noble además de sonreír como cosa poco seria, incluso alguno la considera algo indigna a su posición o, al menos, poco adecuada a la categoría de personajes encumbrados.
Hasta los mismos poetas, en su anhelo de manifestar los recovecos más impenetrables y profundos del alma, prefieren dar rienda suelta al dolor por la tristeza, y apenas osan cantar y ensalzar el sonreír. En una antología de Luis Cernuda, por ejemplo, junto al largo poema “Himno a la tristeza”, he encontrado apenas estos versos más risueños:
“Sobre la tierra estoy,
Déjame estar. Sonrío
A todo el orbe. Extraño
No lo soy porque vivo”.
Ni siquiera los santos aparecen, con la frecuencia que valdría la pena, sonriendo en las esculturas, cuadros y demás representaciones difundidas por sus devotos.
No obstante todo, soy de la impresión que la sonrisa es un bálsamo de caridad; es la mejor acogida que podemos brindar a un huésped; la limosna más apreciada que podemos donar a nuestro prójimo; el más completo acto de caridad con nosotros mismos y con los demás. Casi me atrevería a decir que una carcajada a tiempo es un desahogo al alcance de todas las criaturas, hace bien a cualquier mortal, y si no sonreímos en el momento oportuno estamos muy cerca de ser hombres perdidos, fracasados, inútiles, por haber desoído de alguna manera la voz de Dios.
No sé por qué la sabiduría y la adustez han de ir unidas; y no veo tampoco ninguna razón para que la sonrisa se contraponga a la seriedad. Tengo para mí que las personas serias -que nada tiene que ver con ser tristes; y no digo estar, porque estar tristes lo estamos todos alguna vez- son quienes manifiestan llegado el momento una sonrisa acogedora y franca. E incluso, para no dejarnos abatir, ni dar lugar a la desesperación, la sonrisa es uno de los mejores remedios.
Sonreír ante el espejo cuando el fantasma de la tristeza parece comenzar a apoderarse del alma es, no tengo duda, dar cauce a una inspiración de Dios. Que ya la Biblia nos recuerda aquello de que hay “tiempo de llorar y tiempo de reír”. El sonreír se hace imprescindible si no queremos que el llanto desemboque en una tristeza de las que hielan el espíritu. ¿Y qué sonrisa más cargada de calor y de amor que la esbozada entre lágrimas?
La sonrisa viene a formar parte de esa corriente de agua subterránea que sostiene las raíces de los bosques más frondosos. Es un gesto sacrificado, heroico no pocas veces, que exige una fortaleza, un temple capaz de doblegar los aceros más resistentes, y que, para colmo, apenas se deja ver y a todo da sabor. Hasta la misma tristeza llega a ser saludable si al final consigue desembocar también en una sonrisa.
No ha quedado consignado en ningún testimonio escrito, pero estoy casi convencido de que Cristo sonreía cuando le dijo al buen ladrón, “hoy estarás conmigo en el Paraíso”; y todavía más convencido, en el instante de la Resurrección.
Y que también sonrió la Virgen María cuando acogió por vez primera en sus brazos al Niño Jesús.
Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com