Tribunas

Heroísmo vivido en silencio

 

 

Ernesto Juliá


Drogodependencia.

 

 

 

 

 

Me los contó ella misma, hace ya algunos años, después de dejar a uno de sus hijos en manos del director de un establecimiento médico especializado, en la esperanza de que todavía pudiera encontrarse un remedio.

El cuarto de sus ocho hijos, y segundo varón, una tarde de primavera le había manifestado su adicción a las drogas. Los resultados académicos de varios cursos escolares podrían haber levantado la sospecha de que algo anormal estaba sucediendo. Los temores de la madre no fueron compartidos ni por el padre ni por los hermanos mayores, que prefirieron achacar los fracasos a la simple pereza, a la apatía, y a las demasiadas comodidades que se le concedían.

Al final, el muchacho cansado de robar, de pedir prestado, de intentar con apuestas y juegos de azar resolver su creciente necesidad de fondos, se decidió por descubrir todo y pedir ayuda.

Cuando el hijo terminó de confesar su drogodependencia, la madre volvió a sentir dolores de parto. En un instante revivió el nacimiento –necesitó cesárea para que la criatura viera la luz-, el Bautismo, los primeros pasos en la escuela, la Primera Comunión, las primeras confidencias de adolescente..., y los propios sueños sobre el futuro de su hijo que ella se había forjado.

Desde entonces habían transcurrido cuatro años, que ella calificaba de “calvario continuado”. Noches en blanco en espera del hijo que tardaba en regresar a casa; ilusiones de recuperación continuamente frustradas: los buenos propósitos del hijo duraban apenas el tiempo de ser formulados.

En algunos momentos su natural amable se convirtió en odio y en deseos de venganza hacia quienes proveían de droga a su hijo. Ella conocía personalmente a varios y llegó a denunciarles sin ningún resultado. Tampoco el Cielo daba señales de escucharla. Y, a todo esto, se añadió el temor de encontrarse un día a su hijo muerto por sobredosis; y el dolor porque alguna vez había sido débil y había deseado la muerte de su hijo. Al recordarlo, volvía a llorar.

Por unos años no volví a tener contacto directo con la familia, pero sí me llegaba alguna noticia. El hijo volvía a recaer, una y otra vez. El padre estaba muy decidido a seguir el consejo de un especialista que le había recomendado echar de casa al hijo, dejarle marchar a su aire y abandonarlo a su suerte. La madre seguía empeñada en sacarlo adelante, aunque las escasas buenas reacciones del hijo apenas duraban un par de semanas. La pena de ver a su hijo con veinticuatro años convertido en una marioneta sin voluntad, y consumiéndose día a día en un transcurrir de horas inútiles, le daba fuerzas para continuar en la batalla de recuperarlo.

Me han visitado de nuevo hace apenas unos meses. Venía la madre con su hijo. La batalla había sido muy dura y prolongada: ni un día la madre había dejado de sufrir y de rezar.

En los momentos más difíciles, cuando los informes del establecimiento especializado donde estaba viviendo el hijo no daban motivos suficientes de esperanza, la madre había encontrado el apoyo necesario para no desfallecer en la serenidad de otra madre. Esta mujer había conseguido sobreponerse –y sólo ella sabe cuántas oraciones y cuántas lágrimas le había costado- al entierro de un hijo muerto por una inyección de droga manipulada.

El hijo llevaba ya casi un año haciendo vida normal. Había conseguido reiniciar el trabajo a un ritmo prudente, y había recuperado el interés por los afanes del cotidiano vivir. El rostro de la madre reflejaba el gozo profundo del hijo reencontrado. Y a mí me vino a la memoria la alegría que debió vivir Jesucristo cuando, después de resucitar al hijo de la viuda de Naím, “devolvió el hijo a su madre” y se encontró con la mirada agradecida y conmovida de la mujer.

 

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com