Tribunas

La mujer en la Iglesia (I)

 

 

Ernesto Juliá


Un grupo de mujeres con el Papa.

 

 

 

 

 

Desde hace ya algunos años, entre la variedad de fieles de la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica, mujeres y hombres, sacerdotes y seglares, religiosos, consagrados, y fieles practicantes y menos practicantes, no es extraño que surja la conversación sobre el papel de la mujer en la Iglesia.

El campo de las conversaciones, disputas, simposios, se las llame como se quiera, es verdaderamente amplio, variado a abierto a interpretaciones de todo tipo.

La impresión que dan algunos de estos simposios puede llevar a pensar que las disposiciones de quienes hablan no tienen muy en cuenta que la Iglesia ha sido instituida por Jesucristo, Dios y hombre verdadero. La Iglesia, a lo largo de los siglos que lleva caminando en la tierra ha pasado por momentos difíciles, controversias muy empecinadas, etc., pero nunca se ha distanciado ni de las palabras eternas de Jesucristo, ni de su Fe en Cristo, Dios y hombre verdadero; siempre ha recordado la necesidad de arrepentirse de los pecados, propios y ajenos. Ha recordado, y vivido la realidad de los Siete Sacramentos; y además de anunciar siempre los Diez Mandamientos, ha predicado las Bienaventuranzas, como una y siempre ha vivido con un vivo sentido de Tradición, sin pretender inventarse una iglesia a medida, únicamente, de las necesidades o del “espíritu” de los tiempos.

Aunque a veces ha estado quizá demasiado vinculada al poder político, como puede manifestar ese poder dado a un emperador para poner el veto a la elección de un Papa, poder que san Pio X borró del mapa apenas tomo posesión de la cátedra de Pedro.

Ahora, con esa excesiva, y prioritaria preocupación por el así llamado cambio climático, de las idas y venidas de inmigrantes de un país a otro; del lema de “todos, todos, todos”, sin invitar a una conversión, y con una llamada casi continua a cuidar de la “madre naturaleza”, de la “casa común”, a algunos les ha parecido que la impresión que da la Iglesia es la de una ong, con minúscula, venida a menos.

Y no digamos, cuando se está pretendiendo poner al mismo novel, el voto de un cristiano cualquiera –hombre o mujer, que no hay más “géneros”- con el de un obispo, también cualquiera. ¿Se quiere olvidar la Gracia Sacramental recibida en la Ordenación sacerdotal y episcopal, y lo que esa Gracia comporta para seguir manteniendo a lo largo de los siglos, la Fe y la Moral que Cristo enseñó a la naciente Iglesia con perspectivas de eternidad?

Y no digamos, tampoco, cuando se pretende la ordenación sacerdotal de las mujeres, como si fuera una discriminación que se ha vivido desde hace dos mil años, y que ahora por el “espíritu del siglo” queremos reparar.

En este primer acercamiento al tema, me quedo con lo que escribe en un artículo reciente, una periodista de Omnes, Paloma López Campos.

“Dejadme ser laica. Así, sin más. Ni sacerdotisa, ni diaconisa, ni miembro con derecho a voto en un Sínodo… Laica. Como las mujeres al pie de la Cruz, que tenían la mirada fija en Cristo, no en las llaves del Reino que tintinearon mientras san Pedro salía corriendo.

“Dejadme ser laica en paz. No porque me falte ambición, no porque considere que el varón está mejor dotado para las tareas de gobierno de la Iglesia o porque piense que las mujeres tenemos que encerrarnos. No quiero ser otra cosa que laica porque eso es lo que Dios me ha pedido. Y si lo dice Él, ¿por qué tiene que venir nadie a exigirme que reclame otro lugar?

(...)

 

Dejadme ser laica en paz. Yo no quiero ese complejo de inferioridad que me hace pensar que mi vocación es menos valiosa. No quiero ese complejo de superioridad que me hace pensar que yo sé mucho más que toda la sabiduría del Magisterio de la Iglesia. Dejadme ser laica. Y si quieres que pongamos medidas a las vocaciones, compáralas única y exclusivamente con la Cruz. Tal vez en el Calvario nos demos cuenta de que nuestro problema no es la falta de derechos sino la falta de amor”.

Y me permito añadir: Y no ser conscientes de que en la Iglesia, todos somos hijos, hijas, de Dios; todos somos llamados a ser santos, sirviendo y amando a los demás. Y que son los santos los que sostienen la Iglesia, en la que todo gobierno debe ser puro servicio, o no ser nada.

 

(continuará).

 

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com