Tribunas

Siempre se puede hacer algo. Remedios para la crisis

 

 

Antonio-Carlos Pereira Menaut


Grupo de jóvenes orando.

 

 

 

 

 

Es claro que estamos en una muy seria crisis. Sólo los adelantos tecnológicos van claramente bien. La cocina de inducción ha dejado en poco tiempo a la vitrocerámica al nivel de las bilbaínas de 1950. O, no digamos, el próximo reloj óptico, proyecto incomprensible para una mente normal pero del que, por lo visto, debe de depender todo el futuro. He preguntado si con él habrá más democracia, menos paro, más alegría en la gente, más estabilidad matrimonial, o menos suicidios, y me responden que no tiene que ver con eso.

Ante la profunda crisis, que es "política, cultural, eclesial, familiar, existencial" (obispo Munilla), no pocos reaccionan repitiendo lugares comunes como "es lo que hay", "nada que hacer" y otras frases desactivadoras. Sabemos que el optimismo da alas y el pesimismo paraliza. Pero no se trata de fomentar optimismos superficiales: sí, efectivamente, esta crisis muy grave, tanto que afecta hasta el interior del hombre (esta batalla se libra ahí), y no ganaremos nada con edulcorar ni quitarle hierro tontamente. Ahora bien, una vez constatada la gravedad, algo habrá que hacer. Muy pocas son las situaciones en que no se puede hacer absolutamente nada.

Aquí sugerimos algunas cosas al alcance de todos: hablar, leer, pensar, cultivar la belleza y contemplar la naturaleza, y siempre con familia y amigos porque hay que reforzar los vínculos interpersonales y regar nuestras raíces. Dos amigos míos, san Josemaría y san Juan Pablo II fueron muy humanos, muy universales y con muy fuertes raíces.

Hablar enriquece mucho, especialmente si alguna vez también escuchamos. Además, se pasa bien. Hoy en día para charlar con los amigos hay que buscar el tiempo y hacer un esfuerzo porque el ritmo de la vida y las ocupaciones no lo ponen fácil. Vivimos atropellada y superficialmente, "con la haz del alma" como diría Unamuno. Hablar —simplemente conversar, como en los viejos casinos, como los universitarios en los cafés en 1968—, si es con un mínimo de fondo, se está convirtiendo en un lujo y también un acto de rebeldía que no conseguiremos hacer sin esfuerzo.

El esfuerzo será aún mayor si se trata de leer. La lectura está tan en caída libre entre nuestros chavales que hay que recordarles que es condición sine qua non para salvar nuestros cerebros. Antes aborchonabas a alguien reprochándole no leer; hoy, cada vez más chicos y chicas te lo dicen tan tranquilos. Comprensiblemente, hay quien sostiene que el cociente intelectual está bajando pero yo me permitiría dudarlo porque nuestros jóvenes, cuando en algo quieren brillar, se convierten en unos freaks de lo que sea y ahí brillan. Lo que ocurre es que tras decenios con la educación por el suelo, y sin leer, discurrir ni dialogar, el lenguaje se empobrece y la gente razona menos y peor. Ya se sabe: pobreza en las palabras, pobreza en las conversaciones, pobreza en el pensar.

Pensar no consiste en sentarse a oscuras con la cabeza entre las manos hasta que salga humo por las orejas como a Obelix. Pensaremos al leer, discutir (que es muy buena cosa, incluso de política) o también, ¿por qué no?, al escribir. Así aumentará nuestro espíritu crítico, más necesario que nunca contra la sofocante corrección política. A estas alturas hay pocas dudas de que las pantallas y lo digital son malas para los niños (y no muy buenas para los mayores) mientras que escribir con papel y pluma o contar cuentos a los niños por la noche, es muy bueno.

Por último, no tendremos disculpa si no cultivamos la belleza ni contemplamos la naturaleza. De momento, para eso aún no necesitamos el permiso de nadie. ¿A quién no le eleva ver ponerse el sol tras la isla de Sálvora? Y sigue siendo gratis.

Esto no son milagros; son remedios, y sólo parciales. Pero son accesibles a cualquiera y comienzan a hacer efecto enseguida.

 

 

En memoria de Alejandro Llano, pensador, escritor, conversador, lector