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Tribunas

Una luz que no se apaga (A D.F.)

 

Carola Minguet Civera
Doctora en CC. de la Información.
Responsable de Comunicación de la Universidad Católica de Valencia.


Emmanuel Macron.

 

 

 

 

 

 

No ha armado apenas revuelo que Francia haya aprobado el aborto como un derecho constitucional, aun cuando se tiró de bombo y platillo para anunciarlo. En una ceremonia al aire libre en París, se procedió al sellado del texto normativo con una prensa de la época napoleónica y Emmanuel Macron declaró lo siguiente: “Francia se ha convertido hoy en el único país en el mundo cuya Constitución protege explícitamente el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo en toda circunstancia”. El próximo hito, según el presidente francés, debe ser la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europa: “No hallaremos reposo hasta que esta promesa se cumpla en todo el mundo”, afirmó.

Algunas voces han rebatido este despropósito con argumentos bioéticos, jurídicos y socioculturales incontestables, como cada vez que se intenta normalizar el aborto. El problema es que mucha gente no los escucha ni contempla. En la era de la posverdad, o como se llame ahora, todo se interpreta como un relato con el que se puede estar de acuerdo o no. Quizás por eso Macron ha tirado de una escenografía teatral con reminiscencias regias, confiriendo un halo de solemnidad a la resolución, a fin de manipular las emociones de la opinión pública, aunque detrás haya una frialdad escalofriante.

Horas después del anuncio de Macron ha fallecido María, a punto de nacer. Sus padres sabían que estaba gravemente enferma desde el comienzo de su gestación, que podrían haber detenido según recomiendan los protocolos médicos en estos casos. Sin embargo, no han evitado la aflicción de esperar su muerte, que finalmente ha visitado a la pequeña en el seno de su madre.

El sufrimiento de perder a un hijo es intransferible (encerrado en el concreto e irrepetible corazón de sus padres) e inefable (no admite palabras, no se puede expresar). Ahora bien, aunque no es posible hacerse cargo ni referir este dolor, merece la pena decir algo sobre el testimonio de este matrimonio pues, a diferencia de la propuesta de Macron, no se trata de un relato, de una perspectiva, de una interpretación enajenante. Es verdad que esos padres son cristianos, que su fe les sostiene y la gracia les amortigua en esta terrible amputación (pienso en la madre, que también se llama María, y me resuenan las palabras del viejo Simeón a la Virgen: una espada te atravesará el alma…). No obstante, en la respuesta de ambos -amar, cuidar y esperar a la niña, sabiendo que su enfermedad era incompatible con la vida- hay certezas que pueden asentir también los no creyentes.

Certeza es el conocimiento seguro y claro de algo. Así, es evidente que nuestra vida comienza y acaba y hay que acoger la posibilidad de que termine mucho antes de lo previsto. La fe ayuda a vivir esta expectativa con la esperanza de la resurrección, pero la constatación es que el ser humano no es un ser eterno por sí mismo. Igualmente, aunque el sufrimiento cobra un sentido escatológico desde la fe, también puede llenar de profundidad y revelarle una trascendencia a quien no la tiene, pues invita a acoger la realidad en lugar de empeñarse en cambiarla.

Hay una tercera cuestión, y es que la madurez de una persona se puede medir según el grado de capacidad que tenga para afrontar el mal, que se presenta cotidianamente en un amplio espectro de facetas: puede ser un mal moral, un mal físico, un mal en la historia (pasado, presente, recibido, cometido…). La muerte de un hijo, por ejemplo, es un mal mayúsculo para unos padres. Y, ¿qué significa afrontarlo? Desplegar todo el resorte humano para cargar con él. Forma parte de la verdad de la vida, que no consiste sólo en hacer el bien. De hecho, es más difícil cargar con el mal que hacer el bien. Obrar bien sin ninguna dificultad o tribulación es posible para cualquiera que no esté perturbado. Pero hacer el bien cuando hay angustia y contradicción… es algo muy distinto.

El aborto, en muchos supuestos, tiene detrás la intención de cancelar el mal que es la crianza de un hijo enfermo. No obstante, esta decisión, además de otras razones tantas veces enunciadas, implica descartar una parte de la realidad, cuando la persona más plena quizás sea la que acoge la realidad entera, tal y como viene, y no para dar todo por bueno, sino para reconducir el sufrimiento hacia el bien. Cuántas personas han agradecido tener un familiar enfermo, un hijo o un hermano discapacitado, porque han hallado un tesoro escondido en entregar la propia vida. Hay más verdad y más bien en la vida acogida con todo lo que es que en la vida recortada.

Hasta aquí el propósito de decir algo, aunque torpemente, sobre la certeza antropológica que hay detrás de esta historia. Pero sería injusto acabar aludiendo sólo a lo inteligible, cuando la vida breve, pero preciosa, de la pequeña María, ha traspasado con creces este límite. Antes decía que inefable es lo que no se puede expresar con palabras, pero no siempre es necesario elucidar lo que acontece. Si un ciego que recobra la vista es preguntado sobre qué ha ocurrido, sólo le cabe anunciar que antes no veía y ahora ve. No sé explicar cómo esta niña ha iluminado una realidad escondida, pero que existe, en esta vida y en la otra. Pero ha sido así. Y lo ha hecho con una luz que no se apaga.