Tribunas

Sobre la unidad de Cabeza y Cuerpo de la Iglesia en la Eucaristía

 

 

Salvador Bernal


 

 

 

 

Estos días se prestan también a las nostalgias. Quizá por esto me ha venido a la memoria mi abuela Piedad, quien ciertamente hacía honor a su nombre. Pasé de pequeño con ella muchos veranos, en la casa de la plazuela de la Merced de Segovia: uno de los balcones daba al convento de carmelitas fundado por santa Teresa. Ella acudía a diario a misa a la vecina parroquia de san Andrés, al otro lazo de la plaza. Y en tantos momentos del día, si no tenía el rosario en la mano, rezaba con viejos libros de pastas duras y negras, con hojas gastadas por el paso de los días, algunos dedicados a la práctica de las visitas al Santísimo Sacramento.

Lector infatigable, abrí sus páginas alguna vez, pero no me gustó demasiado el tono tan barroco de aquellas oraciones, quizá porque no las valoraba religiosamente. Tal vez por esto me deslumbró en su día el estilo literario del futuro san Josemaría Escrivá. Hablaba hace poco con un sacerdote a propósito de la predicación y las homilías… Y recordaba que el fundador del Opus Dei les animaba a repasar los tratados de teología, y a leer buena literatura. En parte, reflejaba su experiencia, porque desde muy joven se familiarizó con los clásicos: no es difícil rastrearlo en sus escritos, aunque se comprende que a veces no cite expresamente la fuente.

Esa mañana había leído el número 300 de Surco: “Es difícil gritar al oído de cada uno con un trabajo silencioso, a través del buen cumplimiento de nuestras obligaciones de ciudadanos, para luego exigir nuestros derechos y ponerlos al servicio de la Iglesia y de la sociedad”. Me fijé en el brillante uso de la antítesis de grito y silencio, quizá inspirado en los conocidos versos de san Juan de la Cruz.

Recordé también la sencilla y a la vez bella fórmula de comunión espiritual que aprendió de niño y hoy, como es sabido, repiten miles de personas en el mundo entero. Se la enseñó un escolapio mayor del colegio de Barbastro, p. Manuel Laborda –“hombre piadoso, sencillo y bueno” en la memoria del discípulo-, que le preparaba para la primera comunión en abril de 1912: “Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre; con el espíritu y fervor de los Santos”.

No caí en su día en la cuenta de la presencia inefable de la Virgen en la Eucaristía. Juan Pablo II tituló el capítulo VI de su encíclica Ecclesia de Eucharistia, el Jueves Santo de 2003, “En la escuela de María, mujer ‘eucarística’”. Evocaba en el n. 56 cómo hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía en toda su vida y no solamente en el Calvario: “Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de ‘Eucaristía anticipada’ se podría decir, una ‘comunión espiritual’ de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se manifestará después, en el período postpascual, en su participación en la celebración eucarística, presidida por los Apóstoles, como ‘memorial’ de la pasión”.

Se comprende que el papa Francisco haya convocado a los fieles para rezar el rezar el rosario, dentro de su invitación –así en el ángelus del día 15- a redescubrir y profundizar en el valor de la comunión que une a los miembros de la Iglesia: “unidos a Cristo –traduzco del italiano- no estamos nunca solos, sino que formamos un solo Cuerpo, del cual Él es Cabeza. Es una unión que se alimenta con la oración, y también con la comunión espiritual, una práctica muy recomendada cuando no es posible recibir el Sacramento de la Eucaristía”.

Antes de concluir la Misa, el día de san José, exhortaría de nuevo a la comunión espiritual cuando se han suspendido las misas con participación de los fieles para evitar contagios.

Un consejo semejante dio el Cardenal Osoro a los fieles de Madrid, al dispensarles de la asistencia a la celebración dominical. Aparte de la posibilidad de las celebraciones por radio, televisión, o internet –incluida la transmitida en el canal Yotube de la Archidiócesis de Madrid desde la catedral de Santa María la Real de la Almudena, “la comunión espiritual es una práctica tradicional de la Iglesia que hemos de recuperar en estas dolorosas circunstancias, y puede ser ocasión de santificación y de comunión eclesial”.

En la columna paralela, Francisco Serrano Oceja se hizo eco de un profundo texto del obispo auxiliar de Getafe, monseñor José Rico Pavés, y terminó con una cita de Guillermo de Saint-Thierry (+1148): recordaba a los cartujos de la abadía de Monte Dei, quienes no siempre podían recibir la Sagrada Comunión, que la gracia del sacramento puede recibirse, aunque materialmente no se pueda comulgar.

Se trata de facetas diversas que reflejan el núcleo del misterio de la Iglesia: “la Iglesia vive de la Eucaristía”. Es sacramento trinitario, como sintetiza la epíclesis de una de las plegarias: se suplica al padre que santifique los dones por el Espíritu Santo y se conviertan en Cuerpo y Sangre de Jesucristo.

De ahí deriva también la inhabitación en las almas mediante la gracia, no necesariamente sacramental, aunque el cardenal Osoro lógicamente pide a los sacerdotes que celebren la misa aun sin la presencia del pueblo.

Cito de nuevo a Juan Pablo II: “Precisamente por eso, es conveniente cultivar en el ánimo el deseo constante del Sacramento eucarístico. De aquí ha nacido la práctica de la ‘comunión espiritual’, felizmente difundida desde hace siglos en la Iglesia y recomendada por Santos maestros de vida espiritual. Santa Teresa de Jesús escribió: «Cuando [...] no comulgáredes y oyéredes misa, podéis comulgar espiritualmente, que es de grandísimo provecho [...], que es mucho lo que se imprime el amor ansí deste Señor » [Camino de perfección, c. 35, 1.]”.