Colaboraciones

 

¿Tú, cristiano, por qué no te casas? (y IV)

 

Artículo nº 4: Casarse no es firmar unos papeles (aunque haya que firmarlos)

 

 

23 agosto, 2019 | por Estanislao Martín Rincón


 

 

Una de las cosas que se suele oír a las parejas que deciden cohabitar, sin matrimonio, es que para quererse y vivir juntos, no hace falta someterse a un ritual de formalidades vacías de contenido, según dicen.

Y efectivamente, para que dos personas que se quieren, vivan bajo el mismo techo compartiendo sus personas, no tienen que hacer otra cosa que entrar en la misma casa y tener una vida en común. Añádase el propósito de mantener cierta permanencia, que suele ser indefinida, y tenemos el sucedáneo de matrimonio con el que se conforman tantas parejas sin necesidad de cubrir el itinerario de formalidades que el sacramento exige. Y es evidente que cogiendo ese atajo, la pareja se libra de ritos y formalidades, a las que califican de vacías. El atajo es evidente pero eso no es todo lo que hay que decir, porque decir eso es no decir nada ya que no es cierto que los ritos y formalidades estén vacíos de contenido, al contrario, es mucha la sustancia que encierran esos ritos y esas fórmulas.

Claro que para hacer vida de pareja no hace falta firmar ningún papel (los animales tampoco lo hacen). Tampoco casarse consiste en firmar un acta de matrimonio, pero eso no significa que una firma carezca de importancia o sea un mero trámite. Precisamente porque la importancia del matrimonio es inmensa, hemos regulado su celebración con un rito público y dejamos constancia con varias firmas, entre otras las de los testigos. ¿Con qué otra cosa sellamos los compromisos de todo tipo: las leyes, las sentencias, los documentos administrativos, los contratos públicos y privados, la casi infinita diversidad de actas, las escrituras públicas…?

A quien se refugia en la supuesta vaciedad de una firma habría que preguntarle si acataría una sentencia judicial condenatoria sin la firma del juez o compraría un inmueble sin hacer escritura pública ante notario.

Pues si esto es así en asuntos cuya gravedad está a la vista, hay que decir que, por importantes que sean, cualquiera de esos ejemplos tiene un peso mucho menor en la vida de las personas que un matrimonio.

Se engañan, cada uno a sí mismo, los que se conforman con una promesa de amor privada, por mucha honradez que haya cuando se hace, por muy divulgada que esté entre parientes y conocidos y por muy seguros de sí que se vean los dos. Se engañan, aunque si son sinceros en sus palabras y sentimientos, no sabrán que se están engañando.

¿Por qué se engañan? Porque al obrar así, están depositando toda su confianza en los dictados de su corazón, y es muy probable que ignoren que el corazón no es digno de confianza, al menos de toda la confianza que exige la entrega de la propia persona y todo lo que esa entrega conlleva. Es de suponer que no sepan que “nada hay más falso y enfermo que el corazón” (Jer 17, 9) y estoy convencido que desconfiarían más de lo que dice la Escritura, que de lo que registran sus afectos a pesar de que “no puede fallar la Escritura” (Jn 10, 35).

Se podrá objetar que si el corazón es falso y está enfermo, tan falso y enfermo estará en los que se casan como en los que no se casan. Efectivamente, y lo mismo en los que viven solos o en los que se casaron o se unieron hace tiempo. La objeción está bien hecha, pero precisamente para eso existe el matrimonio, para precaverse y guardarse, hasta donde se pueda, de los desbarres del corazón. El matrimonio se inventó, entre otras cosas, para paliar y curar esos defectos de fábrica del corazón con que vamos a la vida en común quienes nos casamos.

Una de las bondades del matrimonio, bastante olvidada, por cierto, es su labor curativa. Se trata de una labor de saneamiento mutuo, que ordinariamente requiere de muchos años porque es lenta, muy lenta; una labor de perfeccionamiento personal individualizado, “ad hoc” para cada cónyuge, que no es para una temporada ni para unos años sino un proceso para toda la vida. Camino lento de santidad y perfección humana al mismo tiempo cuya meta es el modelo bíblico de hombre justo, del cual la propia Escritura enseña cómo crece: “El justo crecerá como una palmera” (Salmo 92, 13), es decir, tan poco a poco, que el crecimiento no es perceptible sino a largo plazo. Para un perfeccionamiento así, lento y continuado, no bastan los primeros impulsos llenos de fuerza con los que suele empezar la vida en común, por muy bienintencionados que sean, es imprescindible la previsión de estabilidad más firme y las mayores garantías posibles… ¡Y sobre todo, y por encima de todo, la gracia de Dios!

Pero hay que decir más para desmentir la supuesta vaciedad de ritos y firmas.

Y es que el matrimonio sacramental no es un contrato entre los que se casan (aunque incluya elementos contractuales). Los compromisos que establecemos los hombres entre nosotros quedan atados con un contrato firmado, pero los compromisos con Dios no se atan con firmas sino con la palabra dada en la proclamación de las fórmulas sacramentales. ¿Cómo que todo esto son rituales vacíos de contenido?

De los varios aspectos que concurren en la naturaleza del matrimonio sacramental, el más excelso es que es un sacramento, y por eso mismo es, como el resto de los sacramentos, una acción sagrada, una acción de Dios en favor de los que lo reciben, garantizada por la autoridad de la Iglesia (aunque no sea solo acción de Dios sino también de los que se casan). Por si acaso cupiera alguna duda acerca de la autoría del matrimonio o sobre si la acción de Dios es real, ahí están las palabras del que hizo que fuera sacramento, Jesucristo, diciendo quién es el que une: “Lo que Dios ha unido…” (Mt 19, 6).

¿A alguien le parece que implicar al mismo Dios en la unión de los que se casan es un simple trámite, una formalidad hueca? ¿Habrá algo en este mundo de mayor peso que las acciones mancomunadas entre Dios y los hombres? Es evidente que la respuesta es no. Objetivamente no hay, no puede haber, acciones de mayor alcance y de mayor carga personal que aquellas cuya autoría pertenezca al mismo tiempo a Dios y al hombre. Así es la autoría de la Sagrada Escritura, así es el matrimonio y así es, dicho sea de paso, el acto de unión hombre-mujer en el cual se genera una nueva vida.

Con lo dicho no se agotan las razones en favor del matrimonio, pero creo que no es necesario alargarse con más explicaciones para dejar clara la gravísima importancia de lo que se hace con el rito litúrgico de este sacramento, hoy tan desestimado y tan maltrecho.

Muy grandes son el rechazo, el desprecio y el maltrato que social e individualmente está recibiendo el matrimonio, pero por intenso y extenso que sea (nunca recibirá tanto desprecio y maltrato como su autor, el propio Jesucristo), nadie podrá rebajar su grandeza en un solo ápice. Nadie podrá quitarle su condición de triple compromiso formal: de los novios entre sí, de compromiso comunitario (con la sociedad y con la Iglesia entera) y con el propio Dios, cuya acción de unificación y bendición de los contrayentes queda garantizada por la liturgia de la Iglesia. Ni se puede pedir más, ni la dignidad humana debería conformarse con menos.

Estamos llegando al final de esta serie de artículos que hemos dedicado a hacer ver la bondad y la grandeza del sacramento del matrimonio.

Para que pueda apreciarse mejor su valor y su grandeza hemos venido poniéndolo frente a la simple cohabitación, con el fin de mostrar el contraste entre ambas formas de unión. Pero no me gustaría terminar sin dedicar una palabra a esa situación intermedia por la que optan muchas parejas y que consiste en comenzar por vivir juntos con el fin de probar la convivencia para pasar después al sacramento. Hay que decir con gran tristeza que de las pocas parejas de novios que en este momento piden el sacramento, la mayor parte lo hacen después de años de cohabitación, sin que externamente se advierta en ellos ningún pesar ni arrepentimiento. ¿Por qué digo tristeza? Porque podría parecer que una vez que se deciden a ordenar su vida en común, eso debería ser motivo para congratularse. Sí y no. Lo sería, y bien grande, si a la decisión de recibir el sacramento se llegara tras una sincera conversión por el modo de vida anterior. Pero no es eso lo que manifiestan, sino lo contrario ya que no suele haber reconocimiento del error ni arrepentimiento por el pecado.

No me corresponde, ni me atrevo yo a decir cómo debe abordar la Iglesia esta situación en general, y a lo que disponga la madre deberemos atenernos los hijos. Lo que sí me está permitido, y además me siento obligado a ello, es exponer la opinión que me merece tal modo de proceder.

En las líneas que preceden he apuntado la palabra “tristeza”, ahora tengo que decir que esa tristeza se me hace más viva ante los “matrimonios a prueba” que ante las parejas que rechazan de plano el sacramento. ¿Por qué es más viva? Porque me transmiten la idea de estar jugando con lo sagrado y es más grave tratar al sacramento con frivolidad que no querer saber nada de él. En el rechazo aún cabe cierto respeto por lo que se rechaza, en el maltrato no. En el rechazo no tiene cabida el sacrilegio, en el sacramento mal recibido sí. Quienes van al matrimonio tras un noviazgo vivido como corresponde a los hijos de Dios, es decir, alimentados por la gracia, esforzándose para no perderla y por recuperarla cuando se pierda, un noviazgo planteado y vivido en castidad, con toda la ilusión puesta en un matrimonio indisoluble, abierto a la vida y fecundo… estos se sitúan en un extremo, que es el propuesto por la Iglesia, o sea, el querido por Dios.

Quienes por desconocimiento, por falta de fe, por impiedad, o por lo que sea, rechazan todo esto y se ponen a hacer vida en común… estos se sitúan en el extremo opuesto. Los que hacen como estos últimos, y un buen día, sin mostrar pesar ni arrepentimiento de ningún tipo, después se acercan al matrimonio, esos, a mi modo de ver, se quedan a medio camino entre ambos extremos, es decir, toman la peor de las posturas para un cristiano: la mediocridad. ¿Hay cosa más contraria al testimonio cristiano que la mediocridad voluntaria, elegida como estado de vida?

El santo papa Juan Pablo que tanta doctrina saludable nos dejó en herencia, escribió lo siguiente, a propósito de los “matrimonios a prueba”:

“Muchos quieren hoy justificar, atribuyéndole [al matrimonio a prueba] un cierto valor. La misma razón humana insinúa ya su no aceptabilidad, indicando que es poco convincente que se haga un «experimento» tratándose de personas humanas, cuya dignidad exige que sean siempre y únicamente término de un amor de donación, sin límite alguno ni de tiempo ni de otras circunstancias.

La Iglesia por su parte no puede admitir tal tipo de unión por motivos ulteriores y originales derivados de la fe. En efecto, por una parte el don del cuerpo en la relación sexual es el símbolo real de la donación de toda la persona; por lo demás, en la situación actual tal donación no puede realizarse con plena verdad sin el concurso del amor de caridad dado por Cristo. Por otra parte, el matrimonio entre dos bautizados es el símbolo real de la unión de Cristo con la Iglesia, una unión no temporal o «ad experimentum», sino fiel eternamente; por tanto, entre dos bautizados no puede haber más que un matrimonio indisoluble.

Esta situación no puede ser superada de ordinario, si la persona humana no ha sido educada —ya desde la infancia, con la ayuda de la gracia de Cristo y no por temor— a dominar la concupiscencia naciente e instaurar con los demás relaciones de amor genuino. Esto no se consigue sin una verdadera educación en el amor auténtico y en el recto uso de la sexualidad, de tal manera que introduzca a la persona humana —en todas sus dimensiones, y por consiguiente también en lo que se refiere al propio cuerpo— en la plenitud del misterio de Cristo”. (Del punto 80 de la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio).

Una cita tan extensa no se puede comentar ni resumir en pocas palabras y a esta altura del artículo, ya no procede hacer otra cosa que echar el cierre, pero no me resisto a dejar de copiar y destacar esta frase que me parece especialmente luminosa: “Esta situación no puede ser superada de ordinario, si la persona humana no ha sido educada —ya desde la infancia, con la ayuda de la gracia de Cristo y no por temor— a dominar la concupiscencia naciente e instaurar con los demás relaciones de amor genuino”.