Tribunas

El Tribunal Supremo de Estados Unidos frena la intolerancia laicista

 

 

Salvador Bernal


 

 

La emblemática separación de la Iglesia y Estado en EEUU no se basa en el laicismo, sino en el respeto a la libertad de las conciencias y, por tanto, a las manifestaciones externas de la religión. No significa erradicar las convicciones de los espacios públicos, sino de que éstos permanezcan abiertos a la libertad.

Me permito sintetizar así la esperada sentencia del Tribunal Supremo americano sobre el caso de la cruz de Bladensburg, planteado por la asociación humanista americana. Se trata de un monumento en memoria de fallecidos en la primera guerra mundial: una cruz latina de 32 pies de altura, erigida hace 90 años para conmemorar a los muertos de ese condado. En 2017, un tribunal federal de apelaciones juzgó que violaba una de las cláusulas de la primera enmienda de la Constitución, porque significaría una inadmisible aprobación oficial del cristianismo.

El Supremo ha revocado ahora esa sentencia, por siete votos contra dos, y confirma la constitucionalidad de la cruz. Pero la diversidad de opiniones de los jueces, reflejada en los votos particulares, indica que aceptan claramente la memoria histórica reflejada en monumentos, símbolos y prácticas semejantes a la Cruz de Bladensburg, pero, para algunos comentaristas, no queda claro si la mayoría aceptaría también que gobiernos estatales y locales patrocinaran hoy iniciativas semejantes con elementos religiosos. Para el juez Neil Gorsuch, lo importante no es la fecha de un monumento o símbolo, sino su conformidad con principios que no tienen edad: “una práctica compatible con las tradiciones de nuestra nación es igual de permisible si se realiza hoy o hace 94 años”.

El texto de la sentencia –fue ponente el juez Samuel Alito- considera que, aunque la cruz tiene obviamente un significado cristiano, durante la Primera Guerra Mundial se le agregó “un significado secular”, conmemorativo de los soldados muertos en el conflicto, compatible con la constitución, aunque, noventa años después, no se puede saber con certeza qué deseaban transmitir los diseñadores del monumento. Desde luego, no existe ninguna prueba de que constituyera una falta de respeto para los residentes no cristianos del condado muertos en la guerra: el monumento representaba también un homenaje para ellos.

El juez Alito abordó expresamente la sugerencia del tribunal de apelaciones de cortar los brazos de la cruz como posible solución al problema: no sería un remedio, sino más bien un insulto a los creyentes, pues reflejaría, no neutralidad, sino antipatía hacia la fe. En definitiva, “un gobierno que recorriera su territorio, derribando monumentos con simbolismo religioso y borrando cualquier referencia a lo divino fomentaría que muchos fueran agresivamente hostiles a la religión". Esa hostilidad no sería coherente con el objetivo constitucional: “una sociedad en la que personas de todas las creencias puedan vivir juntas armoniosamente”.

Los argumentos de la asociación demandante, una conocida organización atea, muestran el carácter cada vez más intolerante de algunas posturas laicistas que intentan abrirse paso en Estados Unidos. Confirman no sólo la existencia de un fundamentalismo laico, sino su radical semejanza con los fundamentalistas que imponen la religión con violencia, si no física, al menos jurídica. La evolución del derecho constitucional en occidente ha consagrado el reconocimiento positivo de la libertad de las conciencias: al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. En el siglo XX desaparecieron los últimos Estados confesionales, si se exceptúa el caso –siempre original- de Inglaterra. Los pesimistas lo valorarán como un avance de la secularización. Pero, en realidad, confirma las raíces cristianas de Europa, y el gran contraste con los confesionalismos musulmanes o hindúes en oriente.

Otros se quejan de un puritanismo secular, hostil a cualquier expresión pública de las creencias religiosas. Recuerdan manifestaciones violentas del siglo XVI, cuando las divergencias acababan en la hoguera. Ese laicismo puede ser casi tan violento como los viejos creyentes fanáticos, prácticamente desaparecidos en occidente, no en las culturas políticas orientales.

Desde la óptica católica, y a pesar de las reticencias lefebvrianas, los grandes principios quedaron claros en el Concilio Vaticano II: constitución Gaudium et Spes, declaración Dignitatis humanae, decreto Unitatis redintegratio. La dignidad de la persona, con su cortejo de derechos básicos, es el núcleo de la doctrina social de la Iglesia. No se puede decir ya que el “error” no tiene derechos, como tampoco los tiene la “verdad”: porque sólo la persona humana es sujeto de libertades y compromisos que merecen el respeto de todos, dentro de las exigencias del bien común.