Tribunas

El Islam habla de diálogo, pero practica la violencia

 

 

Salvador Bernal


 

 

No pretendo con estas líneas suscitar ninguna animadversión; sólo manifestar mi perplejidad, tras leer la noticia de la reunión de la Organización de Cooperación Islámica, celebrada en La Meca: representantes de 139 países de mayoría musulmana refrendaron al término de la sesión, el pasado 31 de mayo, la nueva “Declaración de la Meca”, elaborada en los últimos días bajo la dirección del muftí de Arabia Saudita.

De acuerdo con el documento, los países firmantes se comprometen a mantenerse unidos contra la propagación de la islamofobia, aunque se condena la injerencia de los estados en los asuntos internos de otros países. Esto no es obstáculo para distanciarse de las políticas que utilizan la religión para fomentar el conflicto, afirmar el respeto por las diferencias culturales y religiosas y señalar el diálogo interreligioso como medio para combatir discursos y comportamientos islamófobos.

Pero subraya la importancia de "apoyar a los musulmanes que sufren persecución, injusticia, coerción y agresión en los países no islámicos", así como la urgencia de "hacerse cargo de su causa en los foros internacionales, para proteger su pleno ejercicio de los derechos políticos y sociales en sus países, y desarrollar programas y mecanismos que garanticen su plena integración en sus sociedades, lejos de cualquier discriminación".

No voy a entrar en los conflictos actuales protagonizados –hasta interminables guerras civiles- por distintos grupos musulmanes: en Yemen, Siria, Libia o Irán. Por mucho que se acuse a Israel o a Estados Unidos, hay muchas causas internas en la grave inestabilidad de Oriente Medio. En cambio, los cristianos de esa región son víctimas inocentes de persecuciones impropias del siglo XXI, hasta el punto de provocar una diáspora sin precedentes.

Existe una auténtica cristianofobia, con duras muestras de violencia física: nada que ver con los casos de islamofobia en Europa, con tanta frecuencia reflejo de reacciones viscerales tras atentados terroristas perpetrados en nombre de Alá. Pero el respeto religioso es la regla general, con excepciones contadas. Basta pensar en el exiguo respaldo popular que acaba de obtener en Dinamarca el partido ultranacionalista y xenófobo Stram Kurs (Línea Dura), que abogaba por prohibir el Islam y expulsar a los musulmanes: con sólo un 1,8%, queda fuera del parlamento, donde tendrá mayoría el bloque de izquierdas en torno a la socialdemocracia.

Más delicada es la situación en Sri Lanka, donde los musulmanes que estaban en el gobierno se han visto forzados a dimitir de sus cargos: cuatro ministros, un viceministro y cuatro secretarios de Estado, más dos gobernadores provinciales. Son víctimas de la tremenda presión de los budistas ultranacionalistas tras los terribles atentados yihadistas del pasado mes de abril, perpetrados en dos iglesias y cuatro hoteles.

Pero en la República islámica de Pakistán, a pesar de tantos esfuerzos, y de la liberación excepcional de Asia Bibi, la libertad religiosa brilla por su ausencia, a pesar de estar reconocida formalmente en la Constitución. Rara es la semana en que no se difunden noticias de violencias contra miembros de las minorías religiosas, considerados de hecho ciudadanos de segunda. En mayo, se profanaron cruces en las tumbas en un pueblo cristiano cerca de la ciudad de Okara; un cristiano de 36 años, Javed Masih, fue asesinado por su empleador musulmán en una aldea cerca de Faisalabad, por el simple hecho de haber decidido cambiar de trabajo. Se produjo también la clásica acusación de presunta blasfemia contra un médico hindú, porque alguien afirmó que había suministrado medicamentos envueltos en un papel que en el que “había impreso versos del Corán” (fue detenido por la policía para evitar su linchamiento).

La gravedad de la situación justifica la declaración de la Comisión Nacional Justicia y Paz de la conferencia episcopal de Pakistán: “En las últimas semanas ha habido un aumento alarmante de los episodios de violencia dirigidos contra las minorías religiosas. Condenamos enérgicamente la agresión contra las minorías por su fe. Estos ataques son intolerables: el Estado debe brindar protección y seguridad a todos los ciudadanos”.

Sin olvidar que la gran religión del perdón –personal y colectivo- es el cristianismo.