Colaboraciones

 

¿Es democrática la democracia?

 

 

03 junio, 2019 | por Pedro Abelló


 

 

Democracia significa, etimológicamente, poder del pueblo. En una democracia “democrática”, el poder de dirigir y gestionar la sociedad debe recaer de modo efectivo y real en el conjunto de la población, sin presuponer que ello deba representar necesariamente la forma óptima de ejercicio del poder.

Ahora bien, ¿sucede realmente así en lo que llamamos democracia? Y si no es así, ¿se debe ello a una defectuosa aplicación de los principios democráticos, o a la propia naturaleza y esencia de la democracia?

¿Ejercer el derecho al voto cada cuatro años supone para la población un ejercicio real del poder? Podría ser así si su voto fuese completamente libre y quien lo ejerce pudiese tener el conocimiento y la plena información necesarios para ejercerlo con auténtica y total libertad. ¿Es esa la realidad, o es más bien una élite restringida la que se apodera de la “representación” popular, cuyo conocimiento e información limita y manipula mediante los múltiples resortes del poder del que de hecho se ha apropiado “en nombre del pueblo”?

Y si este es el caso, ¿puede seguirse llamando “democracia” a este estado de cosas?

Para responder a estas preguntas es necesario dar cierto rodeo.

La justicia de todo sistema de ejercicio del poder depende fundamentalmente de un solo factor: el reconocimiento o no reconocimiento de la dignidad intrínseca de la persona. Un sistema basado en la dignidad intrínseca de la persona debe considerar a ésta como fundamento y sujeto principal en cuyo bien se ejerce el poder, y por tanto pondrá el poder al servicio de la persona, y no la persona al servicio del poder. Por el contrario, un sistema que no reconozca esa dignidad intrínseca tenderá a considerar a la persona como un instrumento, no como un sujeto, del poder, y la pondrá al servicio del poder en vez de poner a éste al servicio de la persona.

Aquí conviene clarificar lo que se entiende por dignidad intrínseca de la persona. Por intrínseco se entiende algo que forma parte de la propia naturaleza, y que por tanto es inalienable, indestructible e inseparable del sujeto de esa naturaleza. El cristianismo fundamenta la dignidad de la persona en su naturaleza espiritual, como ser creado por Dios a Su imagen y semejanza, compuesto por un cuerpo material y un alma espiritual e inmortal. Desde esa concepción de la persona, su dignidad es indefectiblemente intrínseca a su naturaleza y no puede ser negada ni puesta en discusión, lo que implica que todo ejercicio del poder basado en esa concepción deberá asumir esa dignidad intrínseca y tratar a la persona en consecuencia. La debilidad de la naturaleza humana hará que, en la realidad, el poder no se comporte siempre de forma coherente, aunque acepte tal concepción, pero eso será un mal uso de ese poder, no un defecto de su esencia.

Ahora bien, nuestra civilización occidental ha sufrido un proceso, iniciado el siglo XIV con el nominalismo y continuado en siglos posteriores con el humanismo, la reforma protestante, el racionalismo, el empirismo, la Ilustración, la revolución francesa y sus derivados (cientifismo, liberalismo, laicismo), el idealismo, el marxismo, el comunismo y finalmente la revolución sexual y el nihilismo de la llamada posmodernidad, proceso que ha conducido a la implantación de un pensamiento materialista, absolutamente inmanentista, hedonista y centrado en lo inmediato.

Ese pensamiento conlleva una concepción de la persona ajena a cualquier trascendencia, lo cual destruye totalmente la intrisicidad de su dignidad, puesto que deja de estar fundamentada en una naturaleza trascendente. Para esta concepción, en la que la persona es pura materia, agregado puramente físico de átomos, y no distinta en ese sentido de cualquier otro objeto, ni distinta esencialmente de cualquier otro animal, su dignidad no puede ser intrínseca, y por puro pragmatismo deberá reconocerle una “dignidad” completamente extrínseca, no esencial a su naturaleza, que no se diferencia en lo fundamental de la de los animales. Esa dignidad “pragmática” será una dignidad convencional, otorgada en base a una convención o acuerdo con el fin de hacer posibles unas mínimas normas de convivencia. En definitiva, no es bueno para la convivencia que matar a un perro sea lo mismo que matar a un hombre, por lo cual deberá la sociedad proteger a éste de alguna manera, adoptando la convención de que el hombre tiene mayor dignidad que el perro, y que por tanto su vida vale más. Sin embargo, esa dignidad basada en una convención, del mismo modo que se establece y se define de una forma determinada (Declaración de los Derechos del Hombre), puede más tarde establecerse y definirse de una forma distinta, más o menos restrictiva, puesto que, en definitiva, se trata de una convención, no de algo intrínseco a la naturaleza de la persona y por tanto inalienable.

Esta transformación radical de la concepción del hombre tiene como resultado inevitable su instrumentalización por el poder. El hombre dotado de una “dignidad” extrínseca y convencional no es ya el sujeto en beneficio del cual se ejerce el poder, sino el instrumento de y para ese poder, lo cual es bien claro en todos los sistemas de ejercicio del poder que han surgido en el mundo a partir del Renacimiento, incluida la democracia.

La democracia, hija de ese proceso descrito más arriba, y más concretamente de la Revolución francesa y el liberalismo, no puede escapar a la lógica del proceso, que es la lógica del ejercicio del poder en nuestro mundo de hoy. El hombre “materializado” no deja de ser un instrumento dotado de ciertos privilegios, mayores o menores según el sistema de poder, pero un instrumento en definitiva. En ciertos sistemas, como los totalitarismos del siglo XX, se le niega todo privilegio y se le instrumentaliza de la forma más burda. En otros, más “civilizados”, se le mantienen ciertos privilegios pero se le sigue instrumentalizando, si bien con mayor sutileza.

Siguiendo inevitablemente esta lógica, que está fundamentada en la esencia de la concepción moderna del hombre y del poder, el hombre, el ciudadano, tiene en democracia el privilegio de elegir a sus representantes, y en función de su mayor o menor cultura y del nivel cultural de la sociedad a la que pertenece, ejercerá ese privilegio de forma más o menos efectiva. Pero ese privilegio supone dejar el ejercicio práctico del poder en manos de esos representantes, los cuales tenderán a perpetuarse, y para lograrlo, terminarán limitando la información que llega a sus representados, escondiendo lo que no conviene, enseñando lo que conviene, y para ello contarán con el control de los medios de comunicación. Con el tiempo, esa limitación de la información se convertirá en pura manipulación de la misma. Utilizarán el sistema público de enseñanza para dirigir desde la infancia las mentes de los ciudadanos hacia determinados principios básicos, hacia determinados modelos. Utilizarán las técnicas de la propaganda desarrolladas a lo largo de la Segunda Guerra Mundial y perfeccionadas en los laboratorios sociales de los grandes estados para dirigir la opinión pública. Y la democracia se convertirá en partidocracia.

Ya no tiene nada que ver con lo que su etimología significa. Ya no es el poder del pueblo, sino el poder de la élite representada por los partidos políticos que se autoperpetúa en ese poder.

¿Y cuál es la consecuencia última de este proceso? Inevitablemente, la transformación de la partidocracia en totalitarismo, un totalitarismo “suave” y camuflado en un primer momento, y un totalitarismo cada vez más puro a medida que su perpetuación en el poder se consolide mediante el control efectivo de la llamada opinión pública, hasta conseguir convertir la población en una masa totalmente maleable por los instrumentos del poder.

¿Y la culminación de ese estado de cosas? Lo que ya estamos viendo en un horizonte no muy lejano: la sustitución progresiva de los gobiernos locales y nacionales por instrumentos de poder cada vez más centralizados, supranacionales, como es el caso de la Unión Europea, con el objetivo a medio o largo plazo de llegar a constituir un gobierno mundial único, es decir, el totalitarismo absoluto.

En definitiva, parece que la democracia no es democrática, y podemos seguir discutiendo sobre si es o no es, en la práctica, el mejor o el menos malo de los sistemas posibles, pero esa no es la cuestión de este artículo.

Citando una reciente intervención del Cardenal Raymond Leo Burke:

“Para quienes están persuadidos de que la única manera de alcanzar el bien común es la concentración de todo el gobierno en una única autoridad, la lealtad a la propia patria o patriotismo se ha convertido en algo perverso (…) La divina autoridad, de acuerdo con el orden inscrito en el corazón humano, no hace justo ni legítimo un único gobierno mundial. De hecho, la ley divina ilumina nuestras mentes y nuestros corazones para que veamos que tal gobierno sería, por definición, totalitario, asumiendo la autoridad divina sobre el gobierno del mundo (…) Nuestra identidad personal procede principalmente de la familia, pero también de nuestra patria, porque la familia solo prospera en una comunidad más amplia (…) Esa condición natural define nuestros derechos y deberes como ciudadano (…) El patriotismo, de hecho, fomenta la virtud de la caridad que claramente abarca a ciudadanos de otras naciones, reconociendo y respetando su distinta identidad cultural e histórica”.