Colaboraciones

 

La pregunta angustiada de Medjugorje

 

“En la misteriosa fuerza que arrastra al hombre como pajas en un torrente, se encuentra el poder de Dios, que destruye para crear y borra para escribir de nuevo”
(Christopher Dawson – Los dioses de la revolución)

 

 

08 abril, 2019 | por Pedro Abelló


 

 

Dios ha creado al hombre libre, libre por tanto para creer en la verdad revelada o no hacerlo, aunque también ha dicho: “El que crea se salvará; el que no crea se condenará” (Mc 16, 1-20). En uso de mi libertad, yo creo en la verdad revelada y expresada en las Sagradas Escrituras, y esas Escrituras nos hablan de un tiempo en que la fe casi habrá desaparecido de la tierra y los hombres negarán a Dios, de un tiempo en que se desencadenará el intento definitivo del Mal para adueñarse del hombre, y nos advierten que ese tiempo estará próximo al final, o a algún final, y que en él tendrán lugar grandes hechos dramáticos que pondrán a prueba la fe de los que aún la tengan y la quitarán a muchos, engañados por el maligno, que los arrastrará lejos de Dios por la seducción o la violencia, conduciéndolos a la condenación eterna (Mt 24, 3, Mc 13, 4, Lc 21, 7 y Apocalipsis).

Pues bien, numerosos testimonios de tiempos recientes, desde distintas revelaciones particulares, como Emmerich, Kowalska, Valtorta, hasta revelaciones relacionadas con apariciones marianas, como La Salette, Fátima, Garabandal y Medjugorje, parecen indicar que estamos precisamente en esos tiempos o en el inicio de ellos, y hemos de reconocer que los signos de nuestro tiempo corresponden con gran precisión a esa desaparición generalizada de la fe, a esa “gran apostasía”, a esa negación universal de Dios; que las ideas que dominan en nuestra sociedad son totalmente excluyentes de cualquier trascendencia, excluyentes de Dios, y que incluso el odio a lo divino se extiende como mancha de aceite.

Precisamente por haber apartado la trascendencia de nuestra vida y haber ignorado, muchas veces voluntariamente, cuanto se refiere a Dios y a la religión, se hace extremadamente difícil a los hombres de nuestro tiempo aceptar cualquier idea que tenga que ver con esa trascendencia, que se ha convertido en algo extraño a nosotros. Sin embargo, a lo largo de toda su historia, el hombre ha creído formar parte de un mundo material y espiritual al mismo tiempo, del cual sólo puede conocer directamente el primero, aunque su razón, su inteligencia, le permite un conocimiento indirecto pero firme del segundo. Hoy nos consideramos “superiores” a ese hombre religioso, y vemos la religión como una reliquia de una humanidad ignorante, idea de la que fácilmente podríamos liberarnos con sólo comparar las obras de inmensa profundidad y sabiduría de los autores clásicos con la superficialidad y la extrema vanidad de las de los modernos.

Cierto, nos resulta muy difícil, en nuestra vida apegada a lo terreno, el simple hecho de intentar abrir la mente a determinadas posibilidades y estar dispuesto, por lo menos, a analizarlas. Pero la pregunta que una mente racional debería hacerse es: ¿Y si fuese cierto? ¿Y si realmente el hombre tuviese un alma espiritual inmortal, capaz de salvarse o de condenarse en función del camino tomado en esta vida? ¿Y si realmente esta vida fuese la prueba que determina ese destino eterno? Una mente racional, por pura prudencia, debería contemplar todas las posibilidades, sin excluir a priori la que ha sido mantenida y defendida a lo largo de la historia por la inmensa mayoría de la humanidad, y la que todavía hoy es compartida por una gran mayoría. Pero no es eso lo que hacemos.

Arrastrados por una soberbia inaudita, la soberbia de la autosuficiencia que nació cuando la ciencia se creyó capaz de comprender y dominar completamente el mundo, despreciamos el pasado y todo lo que representa, nos consideramos la manifestación del superhombre que ha dejado atrás la ignorancia y la superstición y ha convertido a los elementos en sus servidores. Y a pesar de la evidencia de la degeneración y la destrucción que esa autosuficiencia ha comportado, seguimos aferrados a ella. Somos incapaces de ver a nuestro alrededor la profunda degradación espiritual y mental a que todo eso nos ha conducido, como tampoco vemos que la propia ciencia que se creyó por encima de todo, descubre ahora que todo se le escapa, que cuanto más profundiza en las cosas, más se aleja de su comprensión.

Medjugorje nos lanza la pregunta angustiada: ¿Es que no veis los signos de los tiempos? No, no los vemos; nos obstinamos en cerrar los ojos a la realidad, y sin embargo los signos están ahí para quien quiera verlos. Yo no sé si estamos realmente en ese tiempo dramático en que la humanidad será probada como el hierro es probado por el fuego, que elimina sus impurezas y lo fortalece para convertirlo en espada o en arado, ni sé tampoco cuántos pertenecemos a las impurezas que deben ser quemadas y cuántos a la herramienta que surgirá de la purificación. Pero veo los signos de una humanidad desorientada, desnortada, a punto de encallar en los escollos y naufragar por haber perdido su referencia, su Estrella Polar, por haber perdido a Dios.