Tribunas

La libertad religiosa en occidente: el pastelero de Colorado

 

 

Salvador Bernal


 

 

El 13 de marzo se presentó, en la Asociación de la Prensa de Madrid, el libro La censura maquillada (Ed. Dykinson) del jurista británico Paul Coleman, traducido al castellano por iniciativa de Aceprensa. El acto dio lugar a un animado coloquio en torno a un riesgo efectivo en la sociedad occidental: la sanción penal del llamado “discurso del odio” produce serios recortes a la libertad de expresión.

Probablemente la libertad religiosa es la manifestación más importante de ese derecho humano básico en materia de convicciones. Y, por paradoja, los límites señalados por Coleman aparecen en un momento histórico en que crece la tendencia a despenalizar la blasfemia o, en general, los ilícitos relativos a hechos y sentimientos religiosos, sin perjuicio del doble rasero reflejado en recientes decisiones del Tribunal Europeo de Estrasburgo.

En el coloquio quedó claro que, aparte de las normas jurídicas que priman la seguridad en detrimento de la libertad, existen viejas y nuevas presiones que la limitan. Algunos vivimos aquellos primeros años de vigencia de la ley de prensa del tardofranquismo: desapareció la censura previa, sustituida por un depósito temporal de las publicaciones en organismos administrativos antes de su difusión general; con frecuencia el director del diario en que colaboraba recibía una llamada que invitaba a sustituir un editorial o un artículo para evitar el secuestro del periódico… Se fomentaba así una autocensura, semejante a la que imponía la gerencia de los medios para evitar disgustos a las empresas que daban más publicidad.

En la actualidad, se extiende otra censura, derivada de la presión de grupos que se sienten heridos en sus convicciones o sentimientos, como si la libertad de expresión no incluyera la posibilidad de molestar a quien piensa o vive de otro modo. Antes que la posible sanción penal decretada judicialmente, pueden llegar infinidad de insultos y descalificaciones a través del narcisismo de las redes sociales que, como se va comprobando, favorecen la confirmación, no la información.

En el debate a propósito del libro de Coleman, se aludió en diversos momentos a la diferencia entre Europa y Estados Unidos –con su mítica Primera Enmienda. Pero, en realidad, por mucho que la Secretaría de Estado publique anualmente un informe sobre libertad religiosa en el mundo, se van produciendo manifestaciones negativas en el propio país, como se refleja en el conocido caso del pastelero de Colorado: un hombre tenaz, amante de su trabajo profesional y de su fe cristiana, que debió recurrir al Tribunal Supremo para ver reconocido su derecho.

Pero da la impresión de que, dentro de la administración del Estado de Colorado, había algunos talibanes, que seguían haciéndole la vida imposible, como consecuencia de la furia lgtb, a pesar de la decisión favorable de la más alta institución jurisdiccional.

Jack Philips tenía un gran prestigio profesional como pastelero gracias a sus dulces personalizados. Era un auténtico artista, pero también hombre de fe: se negó en 2012 a elaborar la tarta nupcial –con una frase contraria a su convicción cristiana- que le encargaba una pareja homosexual. Como es sabido, el caso llegó al Supremo, que reconoció el 26 de junio de 2017 la libertad de Masterpiece Cakeshop, la empresa de Jack.

Ese mismo día recibió una nueva provocación, apoyada luego por la comisión de derechos civiles de Colorado: un activista transexual le pidió una tarta especial –azul por fuera, rosa por dentro-, para celebrar el séptimo aniversario de su transición de hombre a mujer, con un lema significativo. Jack Philips decidió pasar al contraataque y presentó una demanda contra el Estado de Colorado por la continua hostilidad mostrada contra él. Al fin, los litigios se  han resuelto con un pacto de renuncia de las respectivas acciones, anunciado a comienzos de marzo por el fiscal general del Estado, demócrata.

Para Philips se trata de una victoria de la libertad: “Cuando construí el sueño de abrir mi propio establecimiento, combinando mi amor por el arte y la pastelería en una empresa familiar, nunca imaginé que estos asuntos serían un capítulo de la historia de Masterpiece Cakeshop. He servido y serviré siempre a cuantos entren en mi tienda; pero, sencillamente, no puedo celebrar eventos o expresar mensajes que entren en conflicto con mis convicciones religiosas”.