CARTA DEL OBISPO

 

CARTA A LOS SACERDOTES Y SEMINARISTAS CON OCASIÓN DE LA FIESTA DE SAN JOSÉ Y EL DÍA DEL SEMINARIO

 

 

 

SANTANDER | 14.03.2019


 

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Queridos hermanos sacerdotes y seminaristas:

 

Vivimos inmersos en una sociedad muy confusa y somos una Iglesia débil. Nuestra esperanza está siendo sometida a duras pruebas. Nos duele particularmente el desinterés hacia Dios y hacia la fe que afecta a muchos, a quienes deseamos servir. Tenemos la impresión de que padecen una enfermedad especial: tienen hambre y, al mismo tiempo, están inapetentes. El hombre de hoy está como saturado de tareas, prisas y distracciones, sin hueco para otras actividades de carácter más personal. El tiempo dedicado al cultivo de la fe es tan escaso y fragmentario que no permite de ordinario llegar al hondón del alma.

En estos momentos "hay que redescubrir la divina grandeza de ser cura, nos ha recordado Olegario González de Cardedal, al recibir la confianza de Cristo para reflejar su filiación personal, prolongar su voz evangélica y formar su comunidad eclesial. Hay que redescubrir la humana grandeza de ser cura, incluso en perspectiva social, al ser expresión de unos bellos ideales: solidaridad, servicio, concordia, colaboración y esperanza entre los hombres. Han pasado los años de crisis patológicas sobre la identidad del sacerdote. Dificultades hay siempre. La fidelidad madura en la prueba... La grandeza de una vocación teológica no se mide por el eco que una cultura, política o sociedad le otorguen, sino por su valor propio".

Nuestro ministerio pastoral requiere muchas renuncias es verdad, pero es también fuente de grandes alegrías. Viviendo íntimamente unidos al Señor, fraternalmente unidos a todo el presbiterio, y sostenidos por la porción del Pueblo de Dios que nos ha sido confiada, sabremos responder con fidelidad a la llamada que el Señor nos hizo un día, como llamó a S. José a cuidar a María y a su Hijo Jesús. Podemos permanecer fieles, queridos sacerdotes, a las promesas que hicimos ante Dios y ante la Iglesia. Y vosotros, seminaristas, podéis escribir una historia de fidelidad a la llamada del Señor a dejarlo todo y seguirle. Con esta carta quiero agradeceros a vosotros, sacerdotes diocesanos, el generoso compromiso al servicio de la Iglesia y os animo a no dejaros turbar por las dificultades del camino. A los jóvenes seminaristas que se preparan para unirse a nosotros, como también a aquellos que se preguntan si tendrán vocación, querría decirles que encontrarán una gran alegría si tienen el coraje de ofrecer un 'sí' generoso a Jesucristo.

 

1. Se puede amar sin poseer

Volvamos nuestra mirada a San José. Cuando Maria recibió la visita del ángel en la Anunciación era ya la prometida de José. Y él, unido íntimamente a María queda indisolublemente vinculado al misterio de la Encarnación. José acogió el misterio que vivía en la madre de Dios y el misterio que era ella misma. El la amó con el gran respeto que es el sello del amor auténtico. San José nos enseña que se puede amar sin poseer. Contemplándolo, todo hombre y toda mujer puede, con la gracia de Dios, ser curado de sus heridas afectivas con la condición de entrar en el proyecto que Dios ha empezado a realizar en los seres que nos están cercanos. Podemos, queridos hermanos, estar atentos a los que nos rodean y manifestar el rostro amoroso de Dios a las personas más humildes.

La llamada a seguir a Cristo en el ministerio sacerdotal es un don para el entero Pueblo de Dios. Tenemos la misión de testimoniar ante el mundo la primacía de Dios y de los bienes futuros. Con la fidelidad sin reservas a nuestros compromisos, somos en la Iglesia un germen de vida que crece al servicio del Reino de Dios. En todo momento, pero de modo especial cuando la fidelidad viene puesta a prueba, San José nos recuerda el sentido y el valor de nuestros compromisos.

 

2. Vivir a la luz del misterio de la Encarnación

Queridos hermanos sacerdotes y seminaristas, nuestra meditación sobre el itinerario humano y espiritual de San José, nos invita a captar la riqueza de su vocación y del modelo que representa para todos aquellos que hemos querido entregar nuestra vida a Cristo, en el sacerdocio vivido a la luz del misterio de la Encarnación. No sólo con una proximidad física, sino sobre todo con la atención del corazón, S. José nos revela el secreto de una humanidad que vive en la presencia del misterio, abierta a él a través de los detalles más concretos de la existencia. En él no se da separación entre fe y acción. Su fe orienta decisivamente sus acciones.

Paradójicamente es asumiendo su responsabilidad como él se eclipsa para dejar a Dios la libertad de realizar su obra, sin servirle de obstáculo. José es un 'hombre justo' (Mt 1,19) porque su existencia está 'ajustada' a la Palabra de Dios. La vida de San José, que transcurrió en la obediencia a esa Palabra es un signo elocuente para todos los discípulos de Jesús. Su ejemplo nos invita a comprender que, abandonándose plenamente a la voluntad de Dios, el hombre llega a ser un trabajador eficaz del designio de Dios, que desea reunir a los hombres en una sola familia.

S. José fue verdaderamente esposo de María. Porque la esponsalidad es diferente y más amplia que la conyugalidad. El ser humano es un ser dialogal y para el encuentro y, en consecuencia, el amor esponsal es algo anterior y diferente del amor conyugal. Los enamorados se vivencian recíprocamente inhabitados y conjuntamente proyectados hacia una vida feliz y fructuosa. Es ahí donde se ubica la esponsalidad como actitud, como forma de ser para el otro, como modo de donación y de acogida, mutua pertenencia y enriquecimiento complementario, como vivencia enraizada que fluye de la hondura del propio ser. Por ello nos permite alcanzar una comunión inefable con Dios respetando su Misterio. En Jesucristo, Dios mismo y la humanidad se unen en un abrazo esponsal. Con la llegada de Jesús-Esposo comienza el tiempo mesiánico en el que se celebran las bodas de Dios y su pueblo. Así lo testimonia Juan Bautista, precursor y amigo del esposo (Jn 3,29). Ef 5,21-33 nos habla de la relación esponsal entre Cristo y la Iglesia.

El sacerdote está llamado a ser imagen viva de Jesucristo Esposo de la Iglesia. "Por tanto, está llamado a revivir en su vida espiritual el amor de Cristo Esposo con la Iglesia esposa. Su vida debe estar iluminada y orientada también por este rasgo esponsal, que le pide ser testimonio del amor de Cristo como Esposo y, por eso, es capaz de amar a la gente con un corazón nuevo, grande y puro, con auténtica renuncia de sí mismo, con entrega total, continua y fiel, y a la vez con una especie de 'celo' divino (cf 2 Cor 11,2), con una ternura que incluso asume matices de cariño materno, capaz de hacerse cargo de los 'dolores de parto' hasta que 'Cristo sea formado' en los fieles (cf Gal 4,19)" (PDV 22).

 

3. Aprendamos de S. José la paternidad espiritual

José es auténtico padre de Jesús. Pero vive su paternidad, no como una conquista, sino como una gracia. Y con toda la dignidad y la responsabilidad que la paternidad supone. Ser verdaderamente padre no deriva tanto de la carne cuanto del corazón: un amor entregado día a día, una vigilancia cuidadosa, una atención solícita. La paternidad se gana con el corazón entregado sin medida, con la servicialidad sin límites, rezando con los hijos, trabajando con los hijos, escuchando a los hijos, orientándoles y mandándoles cuando es necesario. "No es la suya [de S. José] una paternidad derivada de la generación; y, sin embargo, no es aparente o solamente sustitutiva, sino que posee plenamente la autenticidad de la paternidad humana y de la misión paterna en la familia". Son expresiones de s. Juan Pablo II en la Redemptoris Gustos n.21. Os agradezco, queridos sacerdotes, la paternidad espiritual con la que vivís la relación con vuestros fieles hecha de entrega generosa, vigilancia cuidadosa y atención solícita.

Ahora bien, lo que llama la atención de san José es su fe grande y sus silencios tan elocuentes. "José no respondió al "anuncio" del ángel como María; pero hizo como le había ordenado el ángel y tomó consigo a su esposa. Lo que él hizo es genuina obediencia de fe" (cf. Rom. 1,5; 16,26; 2 Cor. 10,5-6)" (Juan Pablo, RC. 4). La fe de san José es como la de Abraham, como la de María. Por ella renuncia a sus ideales y se entrega al designio de Dios. "El silencio de José posee una particular elocuencia: gracias a este silencio se puede leer plenamente la verdad contenida en el juicio que de él da el Evangelio: el "justo" (Mt. 1,19)" (Juan Pablo II, RC.17).

La dimensión misionera de nuestro ministerio nos ha de llevar a abandonar la seguridad que proporciona la instalación religiosa, cultural, familiar, sociológica... y salir en busca de aquellos que no han vivido la experiencia de amar y sentirse amados. "A quien quisiere ser padre -de almas- le conviene un corazón tierno y muy de carne para tener compasión de los hijos, lo que supone un gran martirio", nos recuerda S. Juan de Avila. La vida del presbítero está marcada, pues, por el riesgo y el compromiso en favor de los pobres y desheredados de este mundo, incluyendo la pobreza mayor que es el pecado. El ministerio sacerdotal ha de inspirarse también en el ministerio apostólico, afirmando nuestra condición de testigos. Y al testigo se le exige presencia, autenticidad, transparencia y continuidad. El presbítero no puede entenderse como un francotirador, sino formando un presbiterio, presidido por el obispo, sucesor de los apóstoles, y al servicio de todo el Pueblo de Dios.

El pastor al estilo del buen Pastor vive un amor desprendido. Sólo el que ama así, por pura gracia de Dios pedida y mortificada, vive la acogida sin ataduras, sin compulsión estéril, sin apropiación del destinatario de la acogida. Pero la paternidad espiritual es don suplicado para no caer en las compensaciones afectivas. "Amar como respirar, supone saber acoger, pero también saber despedirse de los que amamos. Y ello no es posible sin un cierto grado de ascesis, de entrega, de abnegación, de renuncia por ellos"

 

4. Abiertos a la esperanza.

Frecuentemente sentimos nostalgia de los tiempos pasados y caemos en la melancolía. Pero la nostalgia produce tristeza y ésta genera pasividad. Necesitamos la esperanza contra toda esperanza, que lucha contra corriente, y que se apoya en una fe firme. La que nos da un 'conocimiento interno' de Jesucristo, que nos hace capaces de reconocer las huellas del Espíritu Santo en nuestra vida y en nuestro entorno, por pequeñas que sean. Desde la fe vivimos persuadidos de que nuestro afán no resultará definitivamente estéril y nos movemos confiando plenamente en Dios y poniendo en sus manos con serenidad nuestro propio futuro, el de la Iglesia y el del mundo. "Al fijar nuestra esperanza en lo alto, explicaba un día San Agustín, hemos como clavado el anda en lugar sólido, para resistir cualquier clase de olas de este mundo; no por nosotros mismos, sino por aquel en quien está clavada nuestra anda, nuestra esperanza, puesto que quien nos dio la esperanza no nos engañará y a cambio de la esperanza nos dará la realidad" (S. AGUSTIN, Sermón 359 A, 1).

Desde la esperanza nos abrimos a pedir al Señor nuevas vocaciones al ministerio sacerdotal. Jesús, el buen Pastor, sigue teniendo la capacidad de atraer y seducir a jóvenes que se acerquen a Él y deseen representarle en medio de su pueblo santo. Y la familia cristiana constituye, como dice el Vaticano II, "el primer seminario", no sólo evitando obstáculos a que alguno de sus hijos siga la vocación sacerdotal, sino "acompañando el camino formativo con la oración, el respeto, el buen ejemplo de las virtudes domésticas y la ayuda espiritual y material, sobre todo en los momentos difíciles" (Juan Pablo II, PDV. 68).

 

Con mi afecto y mi bendición,

 

+Manuel Sánchez Monge,
Obispo de Santander