Servicio diario - 21 de diciembre de 2018


 

Abusos: El Papa reitera que "la Iglesia nunca intentará encubrir o subestimar ningún caso"
Rosa Die Alcolea

A los empleados del Vaticano: "Por favor, no habléis mal de los demás. Es mejor guardar silencio"
Rosa Die Alcolea

Francisco visita al Papa emérito para felicitarle la Navidad
Redacción

El Papa habló a los sacerdotes de la Curia sobre el abuso sexual, sin tapujos
Rosa Die Alcolea

El Papa felicita a la Curia: La Navidad es la fiesta del "gran Dios que se hace pequeño"
Redacción

P. Raniero Cantalamessa: "A Dios nadie lo ha visto nunca..."
Raniero Cantalamessa

Venezuela: El Papa nombra obispo de Barinas a Mons. Guerrero Contreras
Redacción

Santa Francisca Javier Cabrini, 22 de diciembre
Isabel Orellana Vilches


 

 

 

21/12/2018-12:17
Rosa Die Alcolea

Abusos: El Papa reitera que "la Iglesia nunca intentará encubrir o subestimar ningún caso"

(ZENIT — 21 dic. 2018).- Francisco ha reiterado, una vez más, que "incluso si se tratase solo de un caso de abuso —que ya es una monstruosidad por sí mismo— la Iglesia pide que no se guarde silencio y salga a la luz de forma objetiva, porque el mayor escándalo en esta materia es encubrir la verdad".

Esta mañana, viernes, 21 de diciembre de 2018, el Papa Francisco ha hecho referencia a los abusos de poder, de conciencia y sexuales dentro de la Iglesia Católica, en su discurso a los cardenales y obispos de la Curia Romana, con motivo de su felicitación de Navidad.

 

Hombres consagrados que abusan

El Papa denuncia que “hoy hay ‘ungidos del Señor’, hombres consagrados, que abusan de los débiles, valiéndose de su poder moral y de la persuasión. Cometen abominaciones y siguen ejerciendo su ministerio como si nada hubiera sucedido; no temen a Dios ni a su juicio, solo temen ser descubiertos y desenmascarados. Ministros que desgarran el cuerpo de la Iglesia, causando escándalo y desacreditando la misión salvífica de la Iglesia y los sacrificios de muchos de sus hermanos”.

“Sin pestañear, entran en la red de corrupción, traicionan a Dios, sus mandamientos, su propia vocación, la Iglesia, el pueblo de Dios y la confianza de los pequeños y sus familiares”, indica Francisco.

 

La Iglesia no intentará encubrir

Ante estas abominaciones, “la Iglesia no se cansará de hacer todo lo necesario para llevar ante la justicia a cualquiera que haya cometido tales crímenes. La Iglesia nunca intentará encubrir o subestimar ningún caso”.

Es innegable que algunos responsables, en el pasado, por “ligereza”, por “incredulidad”, por “falta de preparación”, por “inexperiencia” o por “superficialidad espiritual y humana” han tratado muchos casos “sin la debida seriedad y rapidez”. Esto “nunca debe volver a suceder”. “Esta es la elección y la decisión de toda la Iglesia”, afirma el Papa.

 

Antitestimonio

En su discurso de Navidad a los cardenales y superiores de la Curia Romana, el Papa ha expresado ha mencionado las aflicciones y las alegrías que vive la Iglesia: “Este año, en el mundo turbulento, la barca de la Iglesia ha vivido y vive momentos de dificultad, y ha sido embestida por tormentas y huracanes”.

Mientras tanto, la Esposa de Cristo continúa su peregrinación en medio de alegrías y aflicciones, externas e internas, éxitos y dificultades. Ciertamente, “las dificultades internas siguen siendo siempre las más dolorosas y destructivas”, ha asegurado.

El ejemplo heroico de los mártires y de numerosos buenos samaritanos, es decir, de los jóvenes, de las familias, de los movimientos caritativos y de voluntariado, y de muchas personas fieles y consagradas, no nos hace olvidar, sin embargo, el “antitestimonio” y los “escándalos” de algunos hijos y ministros de la Iglesia.

 

Abusos e infidelidad

En concreto, enmarcadas en las aflicciones que describe el Pontífice, ha profundizado en las “heridas de los abusos y de la infidelidad”.

“Desde hace varios años, la Iglesia se está comprometiendo seriamente por erradicar el mal de los abusos, que grita la venganza del Señor, del Dios que nunca olvida el sufrimiento experimentado por muchos menores a causa de los clérigos y personas consagradas: abusos de poder, de conciencia y sexuales”.

“A los que abusan de los menores querría decirles”, insiste el Papa Francisco: “Convertíos y entregaos a la justicia humana, y preparaos a la justicia divina, recordando las palabras de Cristo: ‘Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen una piedra de molino al cuello y lo arrojasen al fondo del mar'”.

 

Cizaña

Francisco ha señalado la infidelidad de “quienes traicionan su vocación, su juramento, su misión, su consagración a Dios y a la Iglesia”; aquellos “que se esconden detrás de las buenas intenciones para apuñalar a sus hermanos y sembrar la discordia, la división y el desconcierto”.

De las chispas de la pereza y de la lujuria, y del bajar la guardia, denuncia el Papa, “comienza la cadena diabólica de pecados graves: adulterio, mentira y homicidio”.

“¿Pensáis, hermanos, que la cizaña no sube a las cátedras episcopales?”: El Santo Padre ha recordado las palabras de San Agustín.

 

Encuentro de febrero

Los próximos días del 21 al 24 de febrero de 2019, la Iglesia “reiterará su firme voluntad de continuar, con toda  su fuerza, en el camino de la purificación”. En el encuentro, al que asistirán los presidentes de todas la Conferencias Episcopales, la Iglesia se cuestionará, valiéndose también de expertos, sobre cómo proteger a los niños; cómo evitar tales desventuras, cómo tratar y reintegrar a las víctimas; cómo fortalecer la formación en los seminarios.

El Santo Padre ha anunciado que la pregunta que se hará en este foro será: “Si esta gravísima desgracia ha golpeado algunos ministros consagrados, la pregunta es: ¿Cuánto podría ser profunda en nuestra sociedad y en nuestras familias?”.

La Iglesia “no se limitará a curarse a sí misma, sino que tratará de afrontar este mal que causa la muerte lenta de tantas personas, a nivel moral, psicológico y humano”, ha añadido el Pontífice.

 

Gracias a los medios

Asimismo, el Papa ha agradecido “sinceramente” a los trabajadores de los medios “que han sido honestos y objetivos y que han tratado de desenmascarar a estos lobos y de dar voz a las víctimas”.

 

 

 

21/12/2018-16:57
Rosa Die Alcolea

A los empleados del Vaticano: "Por favor, no habléis mal de los demás. Es mejor guardar silencio"

(ZENIT — 21 dic. 2018).- "También en el lugar de trabajo existe la santidad de la puerta de al lado. También aquí en el Vaticano, por supuesto, y puedo atestiguarlo”, ha anunciado el Papa.

El Papa se ha encontrado con los empleados de la Santa Sede y del Estado de la Ciudad del Vaticano, con sus familiares, para felicitarles la Navidad, esta mañana, viernes, 21 de diciembre de 2018, a las 12 horas, en el Aula Pablo VI.

La tarea que les ha encomendado a los empleados del Vaticano es clara: “Por favor, no habléis mal de los demás, no cotilleéis. Es mejor guardar silencio. Si tienes algo contra él, ve y díselo directamente. Pero no hables mal. Cuando tengas ganas, muérdete la lengua y así no hablarás mal”.

“Sed santos, para ser felices. ¡Pero no santos de estampita! No, no. Santos normales. Santos y santas de carne y hueso, con nuestro carácter, nuestras faltas, incluso nuestros pecados, pedimos perdón y seguimos adelante”, ha exhortado el Pontífice.

 

Capacidad de maravillarse

“¿Quién es feliz en el Belén?” ha preguntado el Papa. “La Virgen y San José están llenos de alegría: miran al Niño Jesús y son felices porque, después de mil preocupaciones, han aceptado este Regalo de Dios, con tanta fe y tanto amor. Están “rebosantes” de santidad y, por lo tanto, de alegría”.

También los pastores son santos, ha añadido el Santo Padre, “porque respondieron al anuncio de los ángeles, corrieron enseguida a la gruta y reconocieron la señal del Niño en el pesebre. No era obvio”.

Este es un rasgo de la santidad: “conservar la capacidad de maravillarse, de asombrarse de los dones de Dios, de sus ‘sorpresas’, y el regalo más grande, la sorpresa siempre nueva es Jesús”.

Los personajes presentes en el Belén que ejercen un oficio, como el zapatero, el aguador, el herrero, el panadero… y tantos otros, “todos son felices”, asegura el Papa. “¿Por qué? Porque están como ‘contagiados’ por el gozo del evento en el que participan, es decir, el nacimiento de Jesús”. Su trabajo también está santificado por la presencia de Jesús, por su venida entre nosotros.

 

Bisabuela de 93 años

El Papa ha comenzado expresando lo mucho que le ha gustado saludar a las familias, y ha hecho una mención especial a la bisabuela, de 93 años, con su hija, que es abuela, con sus padres y dos hijos. “¡Qué bonita es una familia así! Y vosotros trabajáis para la familia, para los hijos, para sacar adelante a la familia. ¡Es una gracia! ¡Custodiad a las familias!”, les ha dicho.

RD

Publicamos a continuación el discurso que el Papa ha dirigido a los presentes durante la audiencia:

***

 

Discurso del Santo Padre

Queridos hermanos y hermanas,

Gracias por venir, muchos incluso con miembros de la familia. Me ha gustado saludar a las familias, pero el premio es para la bisabuela, de 93 años, con su hija, que es abuela, con sus padres y dos hijos. ¡Qué bonita es una familia así! Y vosotros trabajáis para la familia, para los hijos, para sacar adelante a la familia. ¡Es una gracia! ¡Custodiad a las familias! ¡Y feliz Navidad a todos! ¡Feliz Navidad a todos!

La Navidad es una fiesta alegre por excelencia, pero a menudo nos damos cuenta de que la gente, y quizás nosotros mismos, estamos ocupados con tantas  cosas y al final no hay alegría o, si la hay, es muy superficial. ¿Por qué?

Me vino a la mente esa frase del escritor francés Léon Bloy: “Existe una sola tristeza, la de no ser santos” (La mujer pobre,ver Exort. Ap. Gaudete et exsultate, 34). Por lo tanto, lo opuesto a la tristeza, es decir la alegría, está vinculada a ser santos. También la alegría de la Navidad. Ser buenos, al menos tener el deseo de ser buenos.

Miremos el belén ¿Quién es feliz, en el belén? Esto me gustaría preguntárselo a vosotros, niños, a los que os encanta mirar las figuras… y tal vez incluso moverlas un poco, cambiarlas de sitio, haciendo que se enfade vuestro padre, ¡que las ha puesto allí con tanto cuidado!

Entonces, ¿quién es feliz en el Belén? La Virgen y San José están llenos de alegría: miran al Niño Jesús y son felices porque, después de mil preocupaciones, han aceptado este Regalo de Dios, con tanta fe y tanto amor. Están “rebosantes” de santidad y, por lo tanto, de alegría. Y me diréis vosotros: ¡Anda, claro! ¡Son la Virgen y San José! Sí, pero no pensemos que haya sido fácil para ellos: los santos no nacen, se hacen, y esto vale también para ellos.

Luego, también están llenos de alegría los pastores. También los pastores son santos, seguro, porque respondieron al anuncio de los ángeles, corrieron enseguida a la gruta y reconocieron la señal del Niño en el pesebre. No era obvio. En particular, en los belenes a menudo hay un pastor joven, que mira hacia la gruta con un aire de ensueño y encantado: ese pastor expresa la alegría asombrada de aquellos que acogen el misterio de Jesús con el espíritu de un niño. Este es un rasgo de la santidad: conservar la capacidad de maravillarse, de asombrarse de los dones de Dios, de sus “sorpresas”, y el regalo más grande, la sorpresa siempre nueva es Jesús. ¡La gran sorpresa es Dios!

Después, en algunos belenes, los más grandes, con tantos personajes, están los oficios: el zapatero, el aguador, el herrero, el panadero…, y tantos otros. Y todos son felices. ¿Por qué? Porque están como “contagiados” por el gozo del evento en el que participan, es decir, el nacimiento de Jesús. Por lo tanto, su trabajo también está santificado por la presencia de Jesús, por su venida entre nosotros.

Y esto también nos hace pensar en nuestro trabajo. Por supuesto, trabajar siempre tiene una parte de cansancio, es normal. Pero yo, en mi tierra conocía a alguien que nunca estaba cansado: fingía trabajar, pero no trabajaba. ¡No se cansaba, por supuesto! Pero si cada uno reflexiona sobre la santidad de Jesús, se necesita muy poco, un pequeño rayo, -una sonrisa, una atención, una cortesía, una disculpa-, entonces todo el entorno laboral se vuelve más “respirable”, ¿no es así? .Se disipa ese clima pesado que a veces los hombres y las mujeres creamos con nuestras arrogancias, los cierres, los prejuicios y se trabaja todavía mejor, con más fruto.

Hay algo que nos pone tristes en el trabajo y enferma el entorno laboral: es el cotilleo. Por favor, no habléis mal de los demás, no cotilleéis. “Sí, pero aquel me cae antipático, y ese otro…”. Mira, reza por él, pero no hables mal, por favor, porque destruye: destruye la amistad, la espontaneidad. Y criticar esto y aquello. Mira, es mejor guardar silencio. Si tienes algo contra él, ve y díselo directamente. Pero no hables mal. “Eh, padre, sale solo, el cotilleo…”. Pero hay una buena medicina para no hablar mal, os la diré: morderse la lengua. Cuando tengas ganas, muérdete la lengua y así no hablarás mal.

También en el lugar de trabajo existe “la santidad de la puerta de al lado” (ver Gaudete et exsultate, 6-9). También aquí en el Vaticano, por supuesto, y puedo atestiguarlo. Conozco a algunos de vosotros que son un ejemplo de vida: trabajan para la familia, y siempre con esa sonrisa, con esa laboriosidad sana, bella. La santidad es posible. Es posible.

Esta es mi sexta Navidad como obispo de Roma, y ​​debo decir que he conocido a varios santos y santas que trabajan aquí. Santos y santas que viven bien la vida cristiana y si hacen algo mal piden perdón. Pero siguen adelante, con la familia. Se puede vivir así. Es una gracia, y es tan bonito. Por lo general, son personas a las que no les gusta lucirse, personas simples, modestas, pero que hacen mucho bien en el trabajo y en las relaciones con los demás. Y son gente alegre; no porque siempre se rían, no, sino porque tienen una gran serenidad en su interior y saben cómo transmitirla a los demás. ¿Y de dónde viene esa serenidad? Siempre de él, Jesús, el Dios con nosotros. Él es la fuente de nuestra alegría, tanto personal como familiar, como en el trabajo.

Así que mi deseo es este: sed santos, para ser felices. ¡Pero no santos de estampita! No, no. Santos normales. Santos y santas de carne y hueso, con nuestro carácter, nuestras faltas, incluso nuestros pecados, -pedimos perdón y seguimos adelante- pero listos para dejarnos “contagiar” de la presencia de Jesús en medio de nosotros, listos para correr hacia él, como los pastores, para ver este evento, esta increíble señal que Dios nos ha dado. ¿Qué decían los ángeles?:  “Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo” (Lc. 2, 10). ¿Iremos a verlo? ¿O estaremos ocupados  con otras cosas?

Queridos hermanos y hermanas, no tengamos miedo de la santidad. Os lo aseguro, es el camino de la alegría. ¡Feliz Navidad a todos!

© Librería Editorial Vaticano

 

 

21/12/2018-19:28
Redacción

Francisco visita al Papa emérito para felicitarle la Navidad

(ZENIT — 21 dic. 2018).- El Papa Francisco ha visitado al Papa emérito Benedicto XVI, esta tarde, a las 18:15 horas, en el Monasterio Mater Ecclesiae para felicitarle la Navidad.

La Oficina de Prensa de la Santa Sede ha informado del encuentro este viernes, 21 de diciembre de 2018.

 

 

21/12/2018-15:01
Rosa Die Alcolea

El Papa habló a los sacerdotes de la Curia sobre el abuso sexual, sin tapujos

(ZENIT — 21 dic. 2018).- "En una especie de preparación para la reunión de febrero sobre la protección de los menores, el Papa Francisco habló hoy con los funcionarios del Vaticano sobre el abuso sexual, sin ocultar ninguna palabra", ha declarado Greg Burke, Director de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, este viernes, 21 de diciembre de 2018.

Así, Burke ha señalado que el Papa dijo que los sacerdotes abusadores "son parte de una red de corrupción, lobos viciosos que devoran almas inocentes".

El Papa elogió el trabajo de los periodistas, ha apuntado el periodista americano. "Dio las gracias a los reporteros que han sido honestos y objetivos al descubrir a los sacerdotes depredadores y han hecho oír las voces de las víctimas".

El Papa Francisco "prometió que la Iglesia no encubrirá los casos ni dejará de tomarlos en serio. Frente a estas monstruosidades, dijo que incluso un caso es demasiado".

El Papa terminó con una "nota positiva", diciendo que "a pesar de nuestras miserias humanas, la luz de Dios continúa brillando en Navidad, y que la Iglesia surgirá de estos tiempos turbulentos, purificados y más hermosos".

 

 

21/12/2018-10:48
Redacción

El Papa felicita a la Curia: La Navidad es la fiesta del "gran Dios que se hace pequeño"

(ZENIT — 21 dic. 2018).- El Papa Francisco ha felicitado la Navidad en audiencia con los cardenales y superiores de la Curia Romana, este viernes, 21 de diciembre de 2018, a las 10:30 horas, en la Sala Clementina del Palacio Apostólico Vaticano.

El Santo Padre ha ofrecido un discurso a los sacerdotes, que ofrecemos a continuación:

***

 

«La noche está avanzada, el día está cerca: dejemos, pues, las obras de las tinieblas y pongámonos las armas de la luz» (Rm13,12).

Inundados por el gozo y la esperanza que brillan en la faz del Niño divino, nos reunimos nuevamente este año para expresarnos las felicitaciones navideñas, con el corazón puesto en las dificultades y alegrías del mundo y de la Iglesia.

Os deseo sinceramente una santa Navidad a vosotros, a vuestros colaboradores, a todas las personas que prestan servicio en la Curia, a los Representantes pontificios y a los colaboradores de las nunciaturas. Y deseo agradeceros vuestra dedicación diaria al servicio de la Santa Sede, de la Iglesia y del Sucesor de Pedro. Muchas gracias.

Permitidme también darle una cálida bienvenida al nuevo Sustituto de la Secretaría de Estado, Mons. Edgar Peña Parra, que el pasado 15 de octubre comenzó su delicado e importante servicio. Su origen venezolano refleja la catolicidad de la Iglesia y la necesidad de abrir cada vez más el horizonte hasta abarcar los confines de la tierra. Bienvenido, Excelencia, y buen trabajo.

La Navidad es la fiesta que nos llena de alegría y nos da la seguridad de que ningún pecado es más grande que la misericordia de Dios y que ningún acto humano puede impedir que el amanecer de la luz divina nazca y renazca en el corazón de los hombres. Es la fiesta que nos invita a renovar el compromiso evangélico de anunciar a Cristo, Salvador del mundo y luz del universo. Porque si «Cristo, “santo, inocente, inmaculado” (Hb 7,26), no conoció el pecado (cf. 2 Co 5,21), sino que vino únicamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2,17), la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación. La Iglesia “va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios”, anunciando la cruz del Señor hasta que venga (cf. 1 Co 11,26). Está fortalecida, con la virtud del Señor resucitado, para triunfar con paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas como externas, y revelar al mundo fielmente su misterio, aunque sea entre penumbras, hasta que se manifieste en todo el esplendor al final de los tiempos» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium,8).

Apoyándonos en la firme convicción de que la luz es siempre más fuerte que la oscuridad, me gustaría reflexionar con vosotros sobre la luz que une la Navidad (primera venida en humildad) a la Parusía (segunda venida en esplendor) y nos confirma en la esperanza que nunca defrauda. Esa esperanza de la que depende la vida de cada uno de nosotros y toda la historia de la Iglesia y del mundo.

Jesús, en realidad, nace en una situación sociopolítica y religiosa llena de tensión, agitación y oscuridad. Su nacimiento, por una parte esperado y por otra rechazado, resume la lógica divina que no se detiene ante el mal, sino que lo transforma radical y gradualmente en bien, y también la lógica maligna que transforma incluso el bien en mal para postrar a la humanidad en la desesperación y en la oscuridad: «La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió» (Jn1,5).

Sin embargo, la Navidad nos recuerda cada año que la salvación de Dios, dada gratuitamente a toda la humanidad, a la Iglesia y en particular a nosotros, personas consagradas, no actúa sin nuestra voluntad, sin nuestra cooperación, sin nuestra libertad, sin nuestro esfuerzo diario. La salvación es un don que hay que acoger, custodiar y hacer fructificar (cf. Mt 25,14-30). Por lo tanto, para el cristiano en general, y en particular para nosotros, el ser ungidos, consagrados por el Señor no significa comportarnos como un grupo de personas privilegiadas que creen que tienen a Dios en el bolsillo, sino como personas que saben que son amadas por el Señor a pesar de ser pecadores e indignos. En efecto, los consagrados no son más que servidores en la viña del Señor que deben dar, a su debido tiempo, la cosecha y lo obtenido al Dueño de la viña (cf. Mt20,1-16).

La Biblia y la historia de la Iglesia nos enseñan que muchas veces, incluso los elegidos, andando en el camino, empiezan a pensar, a creerse y a comportarse como dueños de la salvación y no como beneficiarios, como controladores de los misterios de Dios y no como humildes distribuidores, como aduaneros de Dios y no como servidores del rebaño que se les ha confiado.

Muchas veces ―por un celo excesivo y mal orientado― en lugar de seguir a Dios nos ponemos delante de él, como Pedro, que criticó al Maestro y mereció el reproche más severo que Cristo nunca dirigió a una persona: «¡Ponte detrás de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» (Mc8,33).

 

Queridos hermanos y hermanas:

Este año, en el mundo turbulento, la barca de la Iglesia ha vivido y vive momentos de dificultad, y ha sido embestida por tormentas y huracanes. Muchos se han dirigido al Maestro, que aparentemente duerme, para preguntarle: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (Mc 4,38); otros, aturdidos por las noticias comenzaron a perder la confianza en ella y a abandonarla; otros, por miedo, por intereses, por un fin ulterior, han tratado de golpear su cuerpo aumentando sus heridas; otros no ocultan su deleite al verla zarandeada; muchos otros, sin embargo, siguen aferrándose a  ella con la certeza de que «el poder del infierno no la derrotará» (Mt16,18).

Mientras tanto, la Esposa de Cristo continúa su peregrinación en medio de alegrías y aflicciones, externas e internas, éxitos y dificultades. Ciertamente, las dificultades internas siguen siendo siempre las más dolorosas y destructivas.

 

Las aflicciones

Son muchas las aflicciones: cuántos inmigrantes —obligados a abandonar sus países de origen y arriesgar sus vidas— hallan la muerte, o sobreviven pero se encuentran con las puertas cerradas y sus hermanos de humanidad entregados a las conquistas políticas y de poder. Cuánto miedo y prejuicio. Cuántas personas y cuántos niños mueren cada día por la falta de agua, alimentos y medicinas. Cuánta pobreza y miseria. Cuánta violencia contra los débiles y contra las mujeres. Cuántos escenarios de guerras, declaradas y no declaradas. Cuánta sangre inocente se derrama cada día. Cuánta inhumanidad y brutalidad nos rodean por todas partes. Cuántas personas son sistemáticamente torturadas todavía hoy en las comisarías de policía, en las cárceles y en los campos de refugiados en diferentes lugares del mundo.

Vivimos también, en realidad, una nueva era de mártires. Parece que la persecución cruel y atroz del imperio romano no tiene fin. Continuamente nacen nuevos Nerones para oprimir a los creyentes, solo por su fe en Cristo. Nuevos grupos extremistas se multiplican, tomando como punto de mira a iglesias, lugares de culto, ministros y simples fieles. Viejos y nuevos círculos y conciliábulos viven alimentándose del odio y la hostilidad hacia Cristo, la Iglesia y los creyentes.

Cuántos cristianos, en tantas partes del mundo, viven todavía hoy bajo el peso de la persecución, la marginación, la discriminación y la injusticia. Sin embargo, siguen abrazando valientemente la muerte para no negar a Cristo. Qué difícil es vivir hoy libremente la fe en tantas partes del mundo donde no hay libertad religiosa y libertad de conciencia.

Por otro lado, el ejemplo heroico de los mártires y de numerosos buenos samaritanos, es decir, de los jóvenes, de las familias, de los movimientos caritativos y de voluntariado, y de muchas personas fieles y consagradas, no nos hace olvidar, sin embargo, el antitestimonio y los escándalos de algunos hijos y ministros de la Iglesia.

Me limito aquí solo a las heridas de los abusos y de la infidelidad.

Desde hace varios años, la Iglesia se está comprometiendo seriamente por erradicar el mal de los abusos, que grita la venganza del Señor, del Dios que nunca olvida el sufrimiento experimentado por muchos menores a causa de los clérigos y personas consagradas: abusos de poder, de conciencia y sexuales.

Pensando en este tema doloroso me vino a la mente la figura del rey David, un «ungido del Señor» (cf. 1 S 16,13 – 2 S 11-12). Él, de cuyo linaje deriva el Niño divino —llamado también el “hijo de David”—, a pesar de ser un elegido, rey y ungido por el Señor, cometió un triple pecado, es decir, tres graves abusos a la vez: abuso sexual, de poder y de conciencia. Tres abusos distintos, que sin embargo convergen y se superponen.

La historia comienza —como sabemos— cuando el rey, siendo un guerrero experto, se quedó holgazaneando en casa en vez de ir a la batalla en medio del pueblo de Dios. David se aprovecha, para su conveniencia y su interés, de ser el rey (abuso de poder). El ungido, abandonándose a la comodidad, comienza un irrefrenable declive moral y de conciencia. Y es precisamente en este contexto que él, desde la terraza del palacio, ve a Betsabé, mujer de Urías, el hitita, mientras se bañaba y se siente atraído (cf. 2 S 11). Manda llamarla y se une a ella (otro abuso de poder, más abuso sexual). Así, abusa de una mujer casada y sola, para cubrir su pecado, llama a Urías e intenta sin conseguirlo convencerlo de que pase la noche con su mujer. Y, posteriormente, ordena al jefe del ejército que exponga a Urías a una muerte segura en la batalla (otro abuso de poder, más abuso de conciencia). La cadena del pecado se alarga como una mancha de aceite y rápidamente se convierte en una red de corrupción.

De las chispas de la pereza y de la lujuria, y del “bajar la guardia” comienza la cadena diabólica de pecados graves: adulterio, mentira y homicidio. Presumiendo que al ser rey puede hacer todo y obtener todo, David también trata de engañar al marido de Betsabé, a la gente, a sí mismo e incluso a Dios. El rey descuida su relación con Dios, infringe los mandamientos divinos, daña su propia integridad moral sin siquiera sentirse culpable. El ungido seguía ejerciendo su misión como si nada hubiera pasado. Lo único que le importaba era salvaguardar su imagen y su apariencia. «Porque quienes sienten que no cometen faltas graves contra la Ley de Dios, pueden descuidarse en una especie de atontamiento o adormecimiento. Como no encuentran algo grave que reprocharse, no advierten esa tibieza que poco a poco se va apoderando de su vida espiritual y terminan desgastándose y corrompiéndose» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 164). De pecadores acaban convirtiéndose en corruptos.

También hoy hay “ungidos del Señor”, hombres consagrados, que abusan de los débiles, valiéndose de su poder moral y de la persuasión. Cometen abominaciones y siguen ejerciendo su ministerio como si nada hubiera sucedido; no temen a Dios ni a su juicio, solo temen ser descubiertos y desenmascarados. Ministros que desgarran el cuerpo de la Iglesia, causando escándalo y desacreditando la misión salvífica de la Iglesia y los sacrificios de muchos de sus hermanos.

También hoy, muchos David, sin pestañear, entran en la red de corrupción, traicionan a Dios, sus mandamientos, su propia vocación, la Iglesia, el pueblo de Dios y la confianza de los pequeños y sus familiares. A menudo, detrás de su gran amabilidad, su labor impecable y su rostro angelical, ocultan descaradamente a un lobo atroz listo para devorar a las almas inocentes.

Los pecados y crímenes de las personas consagradas adquieren un tinte todavía más oscuro de infidelidad, de vergüenza, y deforman el rostro de la Iglesia socavando su credibilidad. En efecto, también la Iglesia, junto con sus hijos fieles, es víctima de estas infidelidades y de estos verdaderos y propios “reatos de malversación”.

 

Queridos hermanos y hermanas:

Está claro que, ante estas abominaciones, la Iglesia no se cansará de hacer todo lo necesario para llevar ante la justicia a cualquiera que haya cometido tales crímenes. La Iglesia nunca intentará encubrir o subestimar ningún caso. Es innegable que algunos responsables, en el pasado,por ligereza, por incredulidad, por falta de preparación, por inexperiencia o por superficialidad espiritual y humana han tratado muchos casos sin la debida seriedad y rapidez. Esto nunca debe volver a suceder. Esta es la elección y la decisión de toda la Iglesia.

En el próximo mes de febrero, la Iglesia reiterará su firme voluntad de continuar, con toda  su fuerza, en el camino de la purificación. La Iglesia se cuestionará, valiéndose también de  expertos, sobre cómo proteger a los niños; cómo evitar tales desventuras, cómo tratar y reintegrar a las víctimas; cómo fortalecer la formación en los seminarios. Se buscará transformar los errores cometidos en oportunidades para erradicar este flagelo no solo del cuerpo de la Iglesia sino también de la sociedad. De hecho, si esta gravísima desgracia ha golpeado algunos ministros consagrados, la pregunta es: ¿Cuánto podría ser profunda en nuestra sociedad y en nuestras familias? Por eso, la Iglesia no se limitará a curarse a sí misma, sino que tratará de afrontar este mal que causa la muerte lenta de tantas personas, a nivel moral, psicológico y humano.

 

Queridos hermanos y hermanas:

Hablando de esta herida, algunos, también dentro de la Iglesia, se alzan contra ciertos agentes de la comunicación, acusándolos de ignorar la gran mayoría de los casos de abusos, que no son cometidos por ministros de la Iglesia, las estadísticas hablan de más del 95%, y acusándolos de querer dar de forma intencional una falsa imagen, como si este mal golpeara solo a la Iglesia Católica. En cambio, me gustaría agradecer sinceramente a los trabajadores de los medios que han sido honestos y objetivos y que han tratado de desenmascarar a estos lobos y de dar voz a las víctimas. Incluso si se tratase solo de un caso de abuso ―que ya es una monstruosidad por sí mismo― la Iglesia pide que no se guarde silencio y salga a la luz de forma objetiva, porque el mayor escándalo en esta materia es encubrir la verdad.

Todos recordamos que fue solo a través del encuentro con el profeta Natán como David entendió la gravedad de su pecado. Hoy necesitamos nuevos Natán que ayuden a muchos David a despertarse de su vida hipócrita y perversa. Por favor, ayudemos a la santa Madre Iglesia en su difícil tarea, que es reconocer los casos verdaderos, distinguiéndolos de los falsos, las acusaciones de las calumnias, los rencores de las insinuaciones, los rumores de las difamaciones. Una tarea muy difícil porque los verdaderos culpables saben esconderse tan bien que muchas esposas, madres y hermanas no pueden descubrirlos entre las personas más cercanas: esposos, padrinos, abuelos, tíos, hermanos, vecinos, maestros… Incluso las víctimas, bien elegidas por sus depredadores, a menudo prefieren el silencio e incluso, vencidas por el miedo, se ven sometidas a la vergüenza y al terror de ser abandonadas.

A los que abusan de los menores querría decirles: convertíos y entregaos a la justicia humana, y preparaos a la justicia divina, recordando las palabras de Cristo: «Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen una piedra de molino al cuello y lo arrojasen al fondo del mar. ¡Ay del mundo por los escándalos! Es inevitable que sucedan escándalos, ¡pero ay del hombre por el que viene el escándalo!» (Mt18,6-7).

 

Queridos hermanos y hermanas:

Ahora permitidme hablar también de otra aflicción, a saber, la infidelidad de quienes traicionan su vocación, su juramento, su misión, su consagración a Dios y a la Iglesia; aquellos que se esconden detrás de las buenas intenciones para apuñalar a sus hermanos y sembrar la discordia, la división y el desconcierto; personas que siempre encuentran justificaciones, incluso lógicas y espirituales, para seguir recorriendo sin obstáculos el camino de la perdición.

Esto no es nada nuevo en la historia de la Iglesia. San Agustín, hablando del trigo bueno y de la cizaña, afirma: «¿Pensáis, hermanos, que la cizaña no sube a las cátedras episcopales?

¿Pensáis que está abajo y no arriba? Ojalá no seamos cizaña. […] En las cátedras episcopales hay trigo y hay cizaña; y en las comunidades de fieles hay trigo y hay cizaña» (Sermo 73, 4: PL 38, 472).

Las palabras de san Agustín nos exhortan a recordar el proverbio: «El camino del infierno está lleno de buenas intenciones»; y nos ayudan a comprender que el Tentador, el Gran Acusador, es el que divide, siembra la discordia, insinúa la enemistad, persuade a los hijos y los lleva adudar.

En realidad, las treinta monedas de plata están casi siempre detrás de estos sembradores de cizaña. Aquí la figura de David nos lleva a la de Judas el Iscariote, otro elegido por el Señor que vende y entrega a su maestro a la muerte. David el pecador y Judas Iscariote siempre estarán presentes en la Iglesia, ya que representan la debilidad que forma parte de nuestro ser humano. Son iconos de los pecados y de los crímenes cometidos por personas elegidas y consagradas. Iguales en la gravedad del pecado, sin embargo, se distinguen en la conversión. David se arrepintió, confiando en la misericordia de Dios, mientras que Judas se suicidó.

Para hacer resplandecer la luz de Cristo, todos tenemos el deber de combatir cualquier corrupción espiritual, que «es peor que la caída de un pecador, porque se trata de una ceguera cómoda y autosuficiente donde todo termina pareciendo lícito: el engaño, la calumnia, el egoísmo y tantas formas sutiles de autorreferencialidad, ya que «el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz» (2 Co 11,14). Así acabó sus días Salomón, mientras el gran pecador David supo remontar su miseria» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 165).

 

Las alegrías

Han sido numerosas este año, por ejemplo la feliz culminación del Sínodo dedicado a los jóvenes. Los pasos que se han dado hasta ahora en la reforma de la Curia, ¿cuándo terminará? no terminará nunca, pero los pasos son buenos. Los ejemplos son: los trabajos de clarificación y transparencia en la economía; los encomiables esfuerzos realizados por la Oficina del Auditor General y del AIF; los buenos resultados logrados por el IOR; la nueva Ley del Estado de la Ciudad del Vaticano; el Decreto sobre el trabajo en el Vaticano, y tantos otros logros menos visibles. Recordamos los nuevos beatos y santos que son las “piedras preciosas” que adornan el rostro de la Iglesia e irradian esperanza, fe y luz al mundo. Es necesario mencionar aquí los diecinueve mártires de Argelia: «Diecinueve vidas entregadas por Cristo, por su evangelio y por el pueblo argelino… modelos de santidad común, la santidad de la “puerta de al lado”» (Thomas Georgeon, Nel segno della fraternità: L’Osservatore Romano, 8 diciembre 2018, p. 6); el elevado número de fieles que reciben el bautismo cada año y renuevan la juventud de la Iglesia como una madre siempre fecunda, y los numerosos hijos que regresan a casa y abrazan de nuevo la fe y la  vida cristiana; familias y padres que viven seriamente la fe y la transmiten diariamente a sus hijos a través de la alegría de su amor (cf. Exhort. ap. postsin. Amoris laetitia, 259-290); el testimonio de muchos jóvenes que valientemente eligen la vida consagrada y el sacerdocio.

Un gran motivo de alegría es también el gran número de personas consagradas, de obispos y sacerdotes, que viven diariamente su vocación en fidelidad, silencio, santidad y abnegación. Son personas que iluminan la oscuridad de la humanidad con su testimonio de fe, amor y caridad. Personas que trabajan pacientemente por amor a Cristo y a su Evangelio, en favor de los pobres, los oprimidos y los últimos, sin tratar de aparecer en las primeras páginas de los periódicos o de ocupar los primeros puestos. Personas que, abandonando todo y ofreciendo sus vidas, llevan la luz de la fe allí donde Cristo está abandonado, sediento, hambriento, encarcelado y desnudo (cf. Mt 25,31-46). Pienso especialmente en los numerosos párrocos que diariamente ofrecen un buen ejemplo al pueblo de Dios, sacerdotes cercanos a las familias, que conocen los nombres de todos y viven su vida con sencillez, fe, celo, santidad y caridad. Personas olvidadas por los medios de comunicación pero sin las cuales reinaría la oscuridad.

 

Queridos hermanos y hermanas:

Cuando hablaba de la luz, de las aflicciones, de David y de Judas, quise evidenciar el valor de la conciencia, que debe transformarse en un deber de vigilancia y de protección de quienes ejercen el servicio del gobierno en las estructuras de la vida eclesiástica y consagrada. En realidad, la fortaleza de cualquier institución no reside en la perfección de los hombres que la forman (esto es imposible), sino en su voluntad de purificarse continuamente; en su habilidad para reconocer humildemente los errores y corregirlos; en su capacidad para levantarse de las caídas; en ver la luz de la Navidad que comienza en el pesebre de Belén, recorre la historia y llega a la Parusía.

Por lo tanto, nuestro corazón necesita abrirse a la verdadera luz, Jesucristo: la luz que puede iluminar la vida y transformar nuestra oscuridad en luz; la luz del bien que vence al mal; la luz del amor que vence al odio; la luz de la vida que derrota a la muerte; la luz divina que transforma todo  y a todos en luz; la luz de nuestro Dios: pobre y rico, misericordioso y justo, presente y oculto, pequeño ygrande.

Recordamos las maravillosas palabras de san Macario el Grande, padre del desierto egipcio del siglo IV que, hablando de la Navidad, afirma: «Dios se hace pequeño. Lo inaccesible e increado, en su bondad infinita e inimaginable, ha tomado cuerpo y se ha hecho pequeño. En su bondad descendió de su gloria. Nadie en el cielo y en la tierra puede entender la grandeza de Dios y nadie en el cielo y en la tierra puede entender cómo Dios se hace pobre y pequeño para los pobres y los pequeños. Igual que su grandeza es incomprensible, también lo es su pequeñez» (cf. Homilías IV, 9- 10; XXXII, 7: en Spirito e fuoco. Omelie spirituali. Colección II, Qiqajon-Bose, Magnano 1995, pp.88-89.332-333).

Recordemos que la Navidad es la fiesta del «gran Dios que se hace pequeño y en su pequeñez no deja de ser grande. Y en esta dialéctica, lo grande es pequeño: está la ternura de Dios. El grande que se hace pequeño y lo pequeño que es grande» (Homilía en Santa Marta, 14 diciembre 2017; cf. Homilía en Santa Marta, 25 abril 2013).

La Navidad nos da cada año la certeza de que la luz de Dios seguirá brillando a pesar de nuestra miseria humana; la certeza de que la Iglesia saldrá de estas tribulaciones aún más bella, purificada y espléndida. Porque, todos los pecados, las caídas y el mal cometidos por algunos hijos de la Iglesia nunca pueden oscurecer la belleza de su rostro, es más, nos ofrecen la prueba cierta de que su fuerza no está en nosotros, sino que está sobre todo en Cristo Jesús, Salvador del mundo y Luz del universo, que la ama y dio su vida por ella. La Navidad es una manifestación de que los graves males cometidos por algunos nunca ocultarán todo el bien que la Iglesia realiza gratuitamente en el mundo. La Navidad nos da la certeza de que la verdadera fuerza de la Iglesia y de nuestro trabajo diario, a menudo oculto, reside en el Espíritu Santo, que la guía y protege a través de los siglos, transformando incluso los pecados en ocasiones de perdón, las caídas en ocasiones de renovación, el mal en ocasión de purificación y victoria.

Muchas gracias y Feliz Navidad a todos.

 

 

 

21/12/2018-17:07
Raniero Cantalamessa

P. Raniero Cantalamessa: "A Dios nadie lo ha visto nunca..."

(ZENIT — 21 dic. 2018).- Esta mañana, a las 9 horas, en la Capilla Redemptoris Mater, en presencia del Santo Padre Francisco, el Predicador de la Casa Pontificia, el P. Raniero Cantalamessa, O.F.M. Cap., ha pronunciado el tercer sermón de Adviento sobre el tema: "Mi alma tiene sed del Dios vivo" (Salmo 42, 2).

A continuación, ofrecemos la prédica del padre Raniero Cantalamessa:

***

 

Tercera predicación de Adviento

El Dios vivo es la Trinidad viviente, dijimos la última vez. Pero nosotros estamos en el tiempo y Dios está en la eternidad. ¿Cómo superar esta «infinita diferencia cualitativa»? ¿Cómo tender un puente sobre semejante abismo infinito? La respuesta está en la solemnidad que nos disponemos a celebrar: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros».

Entre nosotros y Dios —escribió el gran teólogo bizantino Nicolás Cabasilas— se elevan tres muros de separación: el de la naturaleza, porque Dios es espíritu y nosotros somos carne; el del pecado y el de la muerte. El primero de estos muros ha sido abatido en la Encarnación, cuando la naturaleza humana y la naturaleza divina se unieron en la persona de Cristo; el muro del pecado fue abatido sobre la cruz, y el muro de la muerte en la resurrección. Jesucristo es ahora el lugar definido del encuentro entre el Dios vivo y el hombre viviente. En él, el Dios lejano se ha hecho cercano, el Emmanuel, el Dios-con-nosotros.

El camino de búsqueda del Dios vivo que hemos emprendido en este Adviento tuvo un precedente ilustre: «El itinerario de la mente hacia Dios» (Itinerarium mentis in Deum), de san Buenaventura. Como filósofo y teólogo especulativo, identifica siete escalones para los cuales el alma asciende hacia el conocimiento de Dios. Ellos son:

La visión de él a través de sus vestigios en el universo.

La contemplación de Dios en sus vestigios en este mundo sensible.

La contemplación de Dios a través de su imagen impresa en las facultades naturales.

La contemplación de Dios en su imagen renovada por los dones de la gracia.

La visión de la Santísima Trinidad en su nombre, es decir, el bien.

El rapto místico del alma en el que cesa la obra del intelecto mientras que el amor pasa totalmente a Dios.

Después de haber pasado revista a los diferentes medios que tenemos para elevarnos al conocimiento del Dios vivo y los «lugares» donde podemos encontrarlo, san Buenaventura llega, pues, a la conclusión de que el medio definitivo, infalible y suficiente es la persona de Jesucristo. De hecho, así termina su tratado:

Ahora bien: al alma no le queda más que ir más allá de todo esto con la contemplación, y pasar más allá del mundo sensible, no solo, sino incluso más allá de sí misma. En este tránsito Cristo es camino y puerta; Cristo es escalera y vehículo como propiciatorio puesto encima del arca de Dios y sacramento oculto desde los siglos.

El filósofo Blaise Pascal, en su famoso Memorial, llega a la misma conclusión: al Dios de Abraham, Isaac y Jacob «solo se le encuentra por las vías que enseña el Evangelio». La razón de esto es simple: Jesucristo es «el Hijo del Dios vivo» (Mt 16,16). La Carta a los Hebreos basa en esto la novedad del Nuevo Testamento:

«Dios, que muchas veces y en diversos modos en los tiempos antiguos había hablado a los padres por medio de los profetas, últimamente, en estos días, nos ha hablado en el Hijo, al que ha establecido heredero de todas las cosas y mediante el cual hizo también el mundo» (Heb 1,1-2).

El Dios vivo ya no nos habla por persona interpuesta, sino en persona porque el Hijo «es el resplandor de su gloria e impronta de su sustancia»(Heb 1,3). Esto desde el punto de vista ontológico y objetivo. Desde el punto de vista existencial, o subjetivo, la gran novedad es que ahora ya no es el hombre el que, «a tientas» (Hch 17, 27), va a la búsqueda del Dios vivo; es el Dios viviente, que desciende a la búsqueda del hombre, hasta morar en su mismo corazón. Es allí donde, de ahora en adelante, se le puede encontrar y adorar en espíritu y verdad: «Si alguno me ama, dice Jesús, guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23).

 

«Nadie viene al Padre si no es por medio de mí»

Quién hizo esta verdad —es decir, que Jesucristo es el supremo revelador del Dios vivo, y el «lugar» donde se entra en contacto con él— es el evangelista Juan. Nos encomendamos a él para que nos ayude a hacer de la búsqueda del Dios vivo algo más que una simple «investigación»: una «experiencia» de él, no solo conocerle, sino un «sentimiento» vivo.

Para no perder la fuerza e inmediatez de su testimonio inspirado, evitemos imponer a los textos cualquier marco interpretativo. Pasamos simplemente revista a las palabras más explícitas en las cuales es Jesús mismo quien se presenta como el definitivo revelador de Dios. Cada una de estas palabras es capaz, por sí sola, de llevarnos al borde del misterio y hacernos asomar sobre un horizonte infinito.

Juan 1,18: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo unigénito, que es Dios y está en el seno del Padre, es él quien lo ha revelado». Para comprender el sentido de estas palabras, hay que remitirse a toda la tradición bíblica sobre el Dios que no se puede ver sin morir. Basta leer Éxodo 33, 18-20: «Le dijo (Moisés): “¡Muéstrame tu gloria!”. Dijo: “Yo haré pasar delante de ti toda mi bondad y proclamaré mi nombre, Señor, delante de ti. A quién quiera hacerle gracia se la haré y de quiénes quiera tener misericordia la tendré”. Dijo: “Pero tú no podrás ver mi rostro, porque ningún hombre puede verme y permanecer vivo”».

Hay tal abismo entre la santidad de Dios y la indignidad del hombre que este debería morir viendo a Dios o solo oyéndolo. Por eso, Moisés (Ex 3,69) y también los serafines (Is 6,2) se tapan la cara con un velo delante de Dios. Manteniéndose en vida después de haber visto a Dios, se experimenta una sorpresa agradecida (Gén 32,31). Es un raro favor que Dios concede a Moisés (Ex 33,11) y a Elías (1 Reyes 19,11 s.), que, curiosamente, serán los dos admitidos en el Tabor a contemplar la gloria de Cristo.

Juan 10,30. «Yo y el Padre somos una sola cosa». Es la afirmación quizá más cargada de misterio de todo el Nuevo Testamento. Jesucristo no es solo el revelador del Dios vivo: ¡él mismo es el Dios vivo! Revelador y revelación son la misma persona. De esta afirmación partirá la reflexión de la Iglesia para llegar a la plena y explícita fe en el dogma trinitario. Lo que nosotros traducimos con la expresión «una sola cosa» es un sustantivo neutro (en, en griego, unum, en latín). Si Jesús hubiese utilizado el masculino eis, unus se habría podido pensar que Padre e Hijo son una sola persona y la doctrina de la Trinidad quedaría excluida de raíz. Diciendo «unum», una sola cosa, los Padres deducirán de ahí acertadamente que Padre e Hijo (y más tarde el Espíritu Santo) son una misma naturaleza, pero no una sola persona.

Juan 12,6-7: Le dijo Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre si no por medio de mí». Aquí debemos detenernos un poco más largamente. «Nadie va al Padre si no es por medio de mí»: leídas en el contexto actual del diálogo interreligioso, estas palabras plantean un interrogante que no podemos pasar en silencio. ¿Qué pensar de toda esa parte de la humanidad que no conoce a Cristo y su Evangelio? ¿Ninguno de ellos va al Padre? ¿Son excluidos de la mediación de Cristo y, por consiguiente, de la salvación?

Una cosa es cierta y de ella debe partir cualquier teología cristiana de las religiones: Cristo dio su vida «en rescate» y por amor de todos los hombres, porque todos son criaturas de su Padre y hermanos suyos. No ha hecho distinciones. Su ofrecimiento de salvación, al menos, es seguro que es universal. «Cuando yo sea levantado de la tierra (¡sobre la cruz!), atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32); «No hay otro nombre dado a los hombres en el que se ha establecido que se salven», proclama Pedro delante del sanedrín (Hch 4,12).

Algunos, aun profesándose creyentes cristianos, no logran admitir que un hecho histórico particular, como es la muerte y resurrección de Cristo, pueda haber cambiado la situación de toda la humanidad frente a Dios, y sustituyen, por eso, el acontecimiento histórico con un principio universal «impersonal». Ellos deberían plantearse, creo, otra pregunta, es decir, si creen realmente en el misterio con el que todo el cristianismo está en pie o cae: la encarnación del Verbo y la divinidad de Cristo. Una vez admitida esta, ya no aparece absurdo para la razón que un acto particular pueda tener un alcance universal. Sería extraño, más bien, pensar lo contrario.

El error más grande, al sustraerle tanta parte de la humanidad, no se le hace a Cristo o a la Iglesia, sino a esa misma humanidad. ¿No es posible partir de la afirmación de que «Cristo es la propuesta suprema, definitiva y normativa de salvación hecha por Dios al mundo», sin por ello mismo reconocer a todos los hombres el derecho de beneficiarse de esta salvación?

«Pero, ¿es realista —se pregunta uno—, seguir creyendo en una misteriosa presencia e influencia de Cristo en religiones que existen desde antes que él y que no sienten ninguna necesidad, después de veinte siglos, de acoger su evangelio?» En la Biblia existe un dato que puede ayudarnos a dar una respuesta a esta objeción: la humildad de Dios, el escondimiento de Dios. «Tú eres un Dios escondido, Dios de Israel salvador»:Vere tu es Deus absconditus (Is 45,15, Vulgata). Dios es humilde al crear. No pone su etiqueta sobre todo, como hacen los hombres. En las criaturas no está escrito que están hechas por Dios. Ha dejado a ellas que lo averiguen.

¿Cuánto tiempo se ha necesitado para que el hombre reconociera a quién le debía ser, quien había creado para él el cielo y la tierra? ¿Cuánto faltará todavía hasta que todos lleguen a reconocerlo? ¿Deja de ser Dios, por eso, el Creador de todo? ¿Deja de calentar con su sol a quien lo conoce y a quién no lo conoce? Lo mismo ocurre en la redención. Dios es humilde al crear y es humilde al salvar. Cristo está más preocupado de que todos los hombres se salven, que no que sepan quién es su Salvador.

Más que de la salvación de aquellos que no han conocido a Cristo, habría que preocuparse, creo, de la salvación de los que la han conocido, si viven como si no hubiera existido nunca, olvidados totalmente de su bautismo, ajenos a la Iglesia y a toda práctica religiosa. En cuanto a la salvación de los primeros, la Escritura nos asegura que «Dios no hace preferencia de personas, pero acoge a quien le teme y practica la justicia, cualquiera que sea la nación a la que pertenece» (Hch 10,34-35). Francisco de Asís, a su vez, hace una afirmación casi increíble para su época: «Todo bien que se encuentra en los hombres, paganos o no, se debe referir a Dios, fuente de todo bien»[1].

 

El Paráclito guiará a la verdad plena

Al hablar del papel de Cristo respecto a las personas que viven fuera de la Iglesia, el Concilio Vaticano II afirma que «el Espíritu Santo, en un modo conocido sólo por Dios, da a toda persona la posibilidad de entrar en contacto con el misterio pascual de Cristo», es decir, con su obra redentora (Gaudium et spes, 22). Llegamos así a la última etapa de nuestro camino, el Espíritu Santo. Al término de su vida terrena Jesús decía:

Muchas cosas tengo todavía que deciros, pero por el momento no sois capaces de asumir su peso. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará a toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que hablará de todo lo que haya oiga, y os anunciará las cosas futuras. Él me glorificará, porque recibirá de lo que es mío y os lo anunciará. Todo lo que posee el Padre es mío; por eso he dicho que tomará de lo que es mío y os lo anunciará (Jn 16,12-15).

En el Espíritu Santo es Jesús quien sigue revelándonos al Padre, porque el Espíritu Santo es ya el Espíritu del Resucitado, el Espíritu que continúa y aplica la obra del Jesús terreno. Poco después de las palabras que acabamos de recordar, Jesús añade: «Estas cosas os las he hablado en forma velada, pero llega la hora en que ya no os hablaré en forma velada y abiertamente os hablaré del Padre». ¿Cuándo podrá Jesús hablar a los discípulos abiertamente del Padre, si éstas están entre las últimas palabras pronunciadas como persona viva y poco después morirá en la cruz? Lo hará, precisamente, mediante el Espíritu Santo, que él enviará desde el Padre.

San Gregorio de Nisa escribió: «Si a Dios le quitamos el Espíritu Santo, lo que queda ya no es el Dios vivo, sino su cadáver»[2]. Es Jesús mismo quien explica la razón de esto. «El Espíritu —dice— es quien da la vida, la carne no sirve para nada» (Jn 6,63). Aplicado en nuestro caso, esto significa: es el Espíritu quien da la vida a la idea de Dios y a la investigación sobre él. La razón humana, marcada como está por el pecado, por sí sola, no basta. Al contrario, no sirve prácticamente para nada, porque, aunque descubre que Dios existe, no es capaz, como afirma san Pablo de comportarse luego consecuentemente, dándole gloria y gracias, como le conviene (cf. Rom 1,18ss.). El hombre que se dispone a hablar de Dios, con cualquier argumento, si es creyente, debe recordar que «los secretos de Dios nadie los ha podido conocer nunca, si no el Espíritu de Dios» (1 Cor 2,11).

El Espíritu Santo es el verdadero «ambiente vital», el Sitzt im Leben, donde nace y se desarrolla toda auténtica teología cristiana. El Espíritu Santo es el espacio invisible en el que es posible advertir el paso de Dios y en el que Dios mismo aparece como una realidad viva y activa. El Dios vivo, a diferencia de los ídolos, es un «Dios que respira», y el Espíritu Santo es su respiración. Esto es verdad también respecto de Cristo. «En el Espíritu Santo» indica ese ámbito misterioso donde, después de su resurrección, se puede entrar en contacto con Cristo y experimentar la acción santificadora. Él vive ahora «en el Espíritu» (cf. Rom 1,4; 1 Pe 3,18). El Espíritu Santo es, en la historia, «el aliento del Resucitado».

El gran arco voltaico entre Dios y el hombre no se cierra, pues, y el repentino rayo de luz no se produce si no es dentro de este especial «campo magnético» que está constituido por el Espíritu del Dios vivo. Es él quien crea, en lo íntimo del hombre, ese estado de gracia por el que un día se tiene la gran «iluminación»: se descubre que Dios existe, es real, hasta tener «cortada la respiración».

A quien buscara a Dios en otros lugares, sólo entre las páginas de los libros o entre los razonamientos humanos, habría que repetirle lo que el ángel dijo a las mujeres: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?» (Lc 24,5). Del Espíritu Santo —escribe san Basilio— depende «la familiaridad con Dios». Es decir, depende si Dios nos es familiar o por el contrario ajeno, si somos sensibles, o bien alérgicos a su realidad[3].

El remedio es, pues, encontrar un contacto cada vez más pleno con la realidad, más aún, con la persona del Espíritu Santo. No contentarnos tampoco de una renovada neumatología, es decir, de una teología del Espíritu, sino aspirar a hacer de él también una experiencia personal. Millones de cristianos de nuestro tiempo han hecho la experiencia personal del nuevo Pentecostés invocado por san Juan XXIII. He aquí cómo describe sus efectos uno de aquellos primeros que hicieron esta experiencia en la Iglesia católica:

«Nuestra fe se ha hecho viva; nuestro creer se ha convertido en una especie de conocer. De repente, lo sobrenatural se ha vuelto más real que lo natural. En resumen, Jesús es una persona viva para nosotros. Prueba a abrir el Nuevo Testamento y a leerlo como si fuera literalmente verdadero ahora, cada palabra, cada línea. La oración y los sacramentos se han convertido verdaderamente en nuestro pan cotidiano, y no en genéricas prácticas piadosas. Un amor hacia las Escrituras que yo jamás habría creído posible, una transformación de nuestras relaciones con los demás, una necesidad y una fuerza para testimoniar más allá de cualquier expectativa: todo esto se ha convertido en parte de nuestra vida. La experiencia inicial del bautismo del Espíritu no nos dio particular emoción exterior, pero la vida se ha rociado de calma, confianza, alegría y paz»[4].

 

«Y el Verbo se hizo carne»

Una meditación sobre el papel de Cristo revelador único del Dios vivo no puede concluir de modo más digno que con el Prólogo de Juan. No como un pasaje de Evangelio a comentar —esto lo haremos el día de Navidad—, sino como un himno de alabanza que brota ahora desde nuestro corazón para gloria de la Santísima Trinidad. Que una porción tan representativa de la Iglesia, en un lugar como este, proclame su absoluta fe en Cristo Hijo de Dios y Luz del mundo reviste un valor salvífico. En un acto de fe como este Cristo fundó su Iglesia y prometió que «las potencias del infierno no prevalecerán contra ella». Lo recitamos juntos de pie con el corazón lleno de asombro y gratitud:

 

En el principio existía el Verbo,
y el Verbo estaba junto a Dios,
y el Verbo era Dios.
2 Este estaba en el principio junto a Dios.
3 Por medio de él se hizo todo,
y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho.
4 En él estaba la vida,
y la vida era la luz de los hombres.
5Y la luz brilla en la tiniebla,
y la tiniebla no lo recibió […]

9 El Verbo era la luz verdadera,
que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.
10En el mundo estaba;
el mundo se hizo por medio de él,
y el mundo no lo conoció.
11 Vino a su casa,
y los suyos no lo recibieron.
12 Pero a cuantos lo recibieron,
les dio poder de ser hijos de Dios,
a los que creen en su nombre.
13 Estos no han nacido de sangre,
ni de deseo de carne,
ni de deseo de varón,
sino que han nacido de Dios.
14 Y el Verbo se hizo carne
y habitó entre nosotros,
y hemos contemplado su gloria:
gloria como del Unigénito del Padre,
lleno de gracia y de verdad[…]

18 A Dios nadie lo ha visto jamás:
Dios unigénito,
que está en el seno del Padre,
es quien lo ha dado a conocer.

 

Santo Padre, Venerables Padres, hermanos y hermanas, ¡Feliz Navidad!

© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

***

 

[1] Celano, Vida primera, XXIX, 83: FF 463.

[2] San Gregorio de Nisa, De eo qui sit ad imaginem Dei: PG 44, 1340.

[3] San Basilio, De Spiritu Sancto, 19,49: PG 32, 157.

[4] Testimonio recogido en el Gallagher Mansfield, As by a New Pentecost(Steubenville 1992) 25s.

 

 

 

21/12/2018-19:24
Redacción

Venezuela: El Papa nombra obispo de Barinas a Mons. Guerrero Contreras

(ZENIT — 21 dic. 2018).- El Santo Padre ha nombrado obispo de Barinas (Venezuela) a Mons. Jesús Alfonso Guerrero Contreras O.F.M. Cap., hasta ahora obispo de Machiques.

 

Jesús Alfonso Guerrero Contreras

Mons. Jesús Alfonso Guerrero Contreras, O.F.M. Cap., nació en La Pedregoza, archidiócesis de Mérida, el 13 de enero de 1951. Obtuvo una Licenciatura en Filosofía en la Universidad Central de Caracas y cursó estudios de especialización en Teología en la Pontificia Universidad Gregoriana. Hizo su profesión religiosa el 15 de agosto de 1977 y fue ordenado sacerdote el 10 de diciembre de 1977. Como sacerdote ha sido formador del Centro Vocacional de los Capuchinos en Caracas, profesor en el Seminario de Caracas, vicario parroquial en Mérida, profesor en el Instituto de Teología para los Religiosos de Caracas, director del Filosofato, párroco de Mérida, profesor del Seminario de Mérida, director de Teología del Instituto de Teología para los Religiosos y profesor de la Universidad Católica "Andrés Bello" en Caracas. El 6 de diciembre de 1995 fue nombrado obispo titular de Leptimino y vicario apostólico de Caroní. Recibió su consagración episcopal el 20 de enero de 1996. El 9 de abril de 2011 fue nombrado primer obispo de Machiques.

 

 

21/12/2018-07:13
Isabel Orellana Vilches

Santa Francisca Javier Cabrini, 22 de diciembre

«Insigne fundadora de las Misioneras del Sagrado Corazón de Jesús. Artífice de grandes obras educativas y sanitarias, a pesar de su frágil salud, extendió su labor en toda América y parte de Europa. Es patrona de los inmigrantes»

Mujer de gran coraje, María Francisca se sobrepuso con creces a la frágil salud con la que nació prematuramente el 15 de julio de 1850 en Sant'Angelo Logidiano, lombardía italiana. Fue la décima de once hermanos, pero únicamente sobrevivieron cuatro. Su padre solía leerle las gestas de los grandes misioneros, de entre los cuales le impresionó la de san Francisco Javier que no vio cumplido su sueño de fundar en China, afán al que ella se unió. No pudo gozar demasiado tiempo de la presencia de sus padres, aunque el poso del amor a Dios que habían sembrado en su corazón perduraría siempre; fue acicate para su consagración. Era la vía natural para una persona que en su infancia había dado sobradas muestras de piedad, que aspiraba a irse a las misiones, y que siendo jovencita ya cultivaba el espíritu franciscano.

Estudió en Arluno donde obtuvo el título de maestra en el centro regido por las Hijas del Sagrado Corazón, y durante esos años de cercana convivencia con la comunidad religiosa pensó que allí estaba su camino. Sin embargo, como a todos, la Providencia guiaba sus pasos, y en el cumplimiento de la voluntad divina tropezó con primeros escollos: le negaron el ingreso en esa Orden y fracasó en su intento de convertirse en canossiana; su petición fue doblemente desestimada por su debilidad física. Seguramente si hubieran sabido que tenía una «mala salud de hierro» le habrían tendido los brazos sin pensarlo. Pero indudablemente la mano del cielo se alzó poderosa permitiendo ese contratiempo para que pudiera llevar a cabo la misión que le competía según los designios del Altísimo. Y algo de ello entrevió la madre Grassi, religiosa del Sagrado Corazón quien le había dicho: «Usted está llamada a establecer otro instituto que traerá nueva gloria al Corazón de Jesús».

Regresó a su hogar y allí ejerció como maestra, labor que prosiguió en Vidardo y en Codogno donde el bondadoso párroco, padre Serrati con su ojo avizor descubrió las cualidades de Francisca. Al ser designado preboste de la colegiata de esa ciudad, como era un gran apóstol, rescató de entre las cenizas el orfanato Casa de la Providencia, y al ver la pésima gestión de las personas que lo tenían bajo su cargo, solicitó ayuda a la santa. Y no solo eso, sino que de acuerdo con el prelado de Lodi, le sugirió que fundase una Congregación Religiosa. Las antiguas gestoras no ocultaron su decepción y se pusieron en contra de Francisca, pero en 1877 acompañada de otras mujeres que se sumaron a este proyecto profesó y fue designada superiora de esa comunidad, lo cual acrecentó las insidias de las que nunca llegaron a acogerla. En medio de graves dificultades sostuvo el centro durante tres años hasta que el obispo, viendo que no fructificaba, lo clausuró. Después, se dirigió a Francisca, diciéndole: «Vos deseáis ser misionera. Pues bien, ha llegado el momento de que lo seáis. Yo no conozco ningún instituto misional femenino. Fundadlo vos misma». Y ella obedeció.

Quizá llegaba el momento de cumplir su sueño, el mismo de San Francisco Javier, cuyo nombre había unido al suyo: clavar en China la cruz de Cristo. Ya había fundado las Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón, abierto las primeras casas, no sin contratiempos, y redactado sus reglas cuando en 1887 se trasladó a Roma buscando la aprobación de la Orden. Superó nuevos obstáculos, siguió estableciendo casas, creó una escuela y un orfanato en Roma. Entonces le llegó la petición del obispo de Piacenza, Scalabrini, para ir a Estados Unidos haciéndole saber de los miles de emigrantes italianos que se hallaban allí viviendo el drama que acarrea hallarse en suelo extraño, de las carencias de toda índole que sufrían, viéndose desprovistos del consuelo espiritual.

Pero China seguía siendo un objetivo fuertemente anclado en su corazón. Sin embargo, la súplica personal del arzobispo de Nueva York, le llevó a consultar al pontífice. León XIII entendió que América era su misión, diciéndole: «No al oriente sino al occidente». Y pasando por alto su temor al agua por una experiencia infantil que la había marcado, se embarcó hacia el nuevo continente en 1889. Fue la primera travesía de 24 viajes apostólicos que realizó cruzando el Atlántico.

También a ella y a sus religiosas le salieron al encuentro hostilidades y dificultades diversas, incluso monseñor Corrigan, arzobispo de New York, que les dio carta blanca para fundar un orfanato, no vio las cosas claras y las recibió juzgando que habían llegado antes de lo esperado, sugiriéndoles que regresaran a Italia. «No, monseñor. El papa me envió aquí, y aquí me voy a quedar»,respondió rotunda. Esa fe incontestable atrajo numerosas bendiciones del cielo. El arzobispo la apoyó, y logró abrir 66 centros más por diversos lugares de Estados Unidos y también en Sudamérica además de las fundaciones que llevó a cabo en Europa.

Se jugó la vida hallándose a veces entre malhechores, pero nada la detuvo. Aprendió la lengua inglesa y obtuvo la nacionalidad norteamericana. Rigurosa, y a la par justa, acometió obras de gran calado como el «Columbus Hospital», para cuya gestión tuvo que sortear numerosas dificultades, envidias y resentimientos. Si alguna religiosa veía compleja la misión, decía: «¿Quién la va a llevar a cabo: nosotras, o Dios?». Murió sola aquejada de malaria en el convento de Chicago el 22 de diciembre de 1917. Había encomendado a sus hijas: «Amaos unas a otras. Sacrificaos constantemente y de buen grado por vuestras hermanas. Sed bondadosas; no seáis duras ni bruscas, no abriguéis resentimientos; sed mansas y pacíficas». Fue canonizada el 7 de julio de 1946 por Pío XII.