Papa Francisco | viaje apostólico Irlanda

 

Faltan cuatro días al Encuentro de las familias en Dublín

 

“Todos cuantos le oían estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas” (LC 2,47): cuarta catequesis que ha elaborado el Pontificio Consejo Laicos, Familia y Vida en preparación al encuentro mundial de las Familias

 

 

 

18 agosto 2018, 08:19 | Ciudad del Vaticano


 

 

Señor Jesucristo, tú nos has enseñado a ser misericordiosos como el Padre del cielo,  y nos has dicho que quien te ve, lo ve también a Él.  Muéstranos tu rostro y obtendremos la salvación. Tu mirada llena de amor liberó a Zaqueo y a Mateo de la esclavitud del dinero;  a la adúltera y a la Magdalena del buscar la felicidad solamente en una creatura;  hizo llorar a Pedro luego de la traición,  y aseguró el Paraíso al ladrón arrepentido.  Haz que cada uno de nosotros escuche como propia  la palabra que dijiste a la samaritana:  ¡Si conocieras el don de Dios! Tú eres el rostro visible del Padre invisible, del Dios que manifiesta su omnipotencia sobre todo con el perdón y la misericordia: haz que, en el mundo, la Iglesia sea el rostro visible de Ti,  su Señor, resucitado y glorioso. Tú has querido que también tus ministros fueran revestidos de debilidad para que sientan sincera compasión por los que se encuentran en la ignorancia o en el error: haz que quien se acerque a uno de ellos se sienta esperado,  amado y perdonado por Dios. Manda tu Espíritu y conságranos a todos con su unción para que el Jubileo de la Misericordia sea un año de gracia del Señor y tu Iglesia pueda, con renovado entusiasmo, llevar la Buena Nueva a los pobres proclamar la libertad a los prisioneros y oprimidos y restituir la vista a los ciegos. Te lo pedimos por intercesión de María, Madre de la Misericordia, a ti que vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.  (Papa Francisco, Oración para el Jubileo Extraordinario de la Misericordia 8 diciembre 2015)

Es la primera vez que el Evangelio presenta a Jesús hablando e interactuando con los maestros del templo por medio de preguntas y respuestas, y Sus palabras dejan a todos sorprendidos y asombrados por Su inteligencia. Es interesante notar que Su primera intervención no es una simple enseñanza ante la cual sus interlocutores están en silencio para escuchar y nada más. Él, por el contrario, interactúa, dialoga, pregunta, escucha, responde, y en este diálogo bastante dinámico y animado, sorprende a todos, nadie está excluido. Su Palabra logra llegar a todos, y esto se ve desde la primera vez que habla. Desde el principio, Él no solo muestra la capacidad de personalizar su diálogo con todos los que encuentra en su camino, sino que también, y sobre todo, manifiesta el deseo de dirigirse a todos porque Él «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tm 2,4). Todos necesitan la salvación de Dios, y esta redención llega a todos los hombres a través de la misericordia divina revelada en el rostro del Hijo.
 

«Es por esto – dice el Papa Francisco -  que he anunciado un Jubileo Extraordinario de la Misericordia como tiempo propicio para la Iglesia, para que haga más fuerte y eficaz el testimonio de los creyentes» (Misericordiae vultus 3). Esta invitación está dirigida principalmente a la Iglesia, porque es sobre todo ella quien «tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio, que por su medio debe alcanzar la mente y el corazón de toda persona. La Esposa de Cristo hace suyo el comportamiento del Hijo de Dios que sale a encontrar a todos, sin excluir ninguno» (Misericordiae vultus 12). No existe fragilidad o debilidad o miseria humana que anule o detenga la misericordia divina, sino que, al contrario, «una vez que hemos sido revestidos de misericordia, aunque permanezca la condición de debilidad por el pecado, esta debilidad es superada por el amor que permite mirar más allá y vivir de otra manera» (Misericordia et misera 1).

Es erróneo y algo engañoso pensar en la acción misericordiosa de Dios como si se tratase de una recompensa dada a aquellos que han abandonado su miseria. La misericordia de Dios nunca es conquistada o pagada a un alto precio, sino que siempre es dada y ofrecida gratuitamente a todos, para que cada uno, al igual que el hijo pródigo, una vez revestido con la túnica más hermosa del Padre, que lo espera desde el día de su partida, pueda abrazar una nueva vida. Después de todo, es la misericordia de Dios la que genera la conversión, y no al contrario. La conversión humana nunca será la que atraiga y conquiste la misericordia divina.

Es la experiencia siempre gratuita y sorprendente del perdón de Dios lo que pone en movimiento en el corazón humano un verdadero y sincero deseo de conversión y cambio para una nueva vida. Este anuncio vale para todos y todas, para cada uno en su situación y condición personal y única. ¡Nadie, absolutamente nadie está excluido de la misericordia de Dios! Incluso para aquellos que por diversas razones permanecen en un estado que no se ajusta al ideal evangélico, los brazos del Padre misericordioso están siempre abiertos. Por lo tanto, también «a las personas divorciadas que viven en nueva unión, es importante hacerles sentir que son parte de la Iglesia, que “no están excomulgadas” y no son tratadas como tales, porque siempre integran la comunión eclesial» (Al 243).

¡Atención! Aquí la doctrina cristiana sobre el don de la indisolubilidad del sacramento del matrimonio no se pone absolutamente en duda. La Iglesia sabe muy bien que «toda ruptura del vínculo matrimonial va contra la voluntad de Dios» (Al 291), ya que la indisolubilidad matrimonial es «fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia» (Familiaris consortio 20). De ahí el llamamiento que el Papa Francisco hace a toda la comunidad eclesial: «la pastoral prematrimonial y la pastoral matrimonial deben ser ante todo una pastoral del vínculo, donde se aporten elementos que ayuden tanto a madurar el amor como a superar los momentos duros.

Estos aportes no son únicamente convicciones doctrinales, ni siquiera pueden reducirse a los preciosos recursos espirituales que siempre ofrece la Iglesia, sino que también deben ser caminos prácticos, consejos bien encarnados, tácticas tomadas de la experiencia, orientaciones psicológicas. Todo esto configura una pedagogía del amor que no puede ignorar la sensibilidad actual de los jóvenes, en orden a movilizarlos interiormente. A su vez, en la preparación de los novios, debe ser posible indicarles lugares y personas, consultorías o familias disponibles, donde puedan acudir en busca de ayuda cuando surjan dificultades.

Pero nunca hay que olvidar la propuesta de la Reconciliación sacramental, que permite colocar los pecados y los errores de la vida pasada, y de la misma relación, bajo el influjo del perdón misericordioso de Dios y de su fuerza sanadora» (Al 211). Por lo tanto, es urgente ofrecer todas las herramientas necesarias para que podamos vivir y llevar a su plenitud el don extraordinario de la indisolubilidad del sacramento nupcial; y, sobre todo, debemos hacer que todos sean conscientes de que Cristo «en la celebración del sacramento del matrimonio ofrece un “corazón nuevo”: de este modo los cónyuges no sólo pueden superar la “dureza de corazón” (Mt 19,8), sino que también y principalmente pueden compartir el amor pleno y definitivo de Cristo, nueva y eterna Alianza hecha carne.

 Así como el Señor Jesús es el “testigo fiel”(Ap 3,14), es el “sí” de las promesas de Dios(cfr. 2Cor 1,20) y consiguientemente la realización suprema de la fidelidad incondicional con la que Dios ama a su pueblo, así también los cónyuges cristianos están llamados a participar realmente en la indisolubilidad irrevocable, que une a Cristo con la Iglesia su esposa, amada por Él hasta el fin» (Familiaris consortio 20). Ante toda esta gran riqueza de verdades extraordinarias del Evangelio y de pautas concretas y realistas de orden pastoral, es necesario y fundamental preguntarnos ¿cuánto tiempo, cuánto espacio y cuántos recursos dedican nuestras comunidades cristianas a la pastoral prematrimonial y matrimonial? Es demasiado fácil hacer que toda la responsabilidad de los numerosos fracasos matrimoniales recaiga solo sobre los cónyuges.

Tal vez sea importante, como comunidad eclesial, hacerse esta pregunta: ¿cómo fueron acompañadas y ayudadas en el discernimiento las parejas jóvenes antes de dar el gran paso de sus vidas que es el sacramento del matrimonio? Debemos comenzar a ofrecerles lo que se les debe; sobre todo «los primeros años de matrimonio son un período vital y delicado durante el cual los cónyuges crecen en la conciencia de los desafíos y del significado del matrimonio.

De aquí la exigencia de un acompañamiento pastoral que continúe después de la celebración del sacramento (cf. Familiaris consortio, 3ª parte). Resulta de gran importancia en esta pastoral la presencia de esposos con experiencia. La parroquia se considera el lugar donde los cónyuges expertos pueden ofrecer su disponibilidad a ayudar a los más jóvenes, con el eventual apoyo de asociaciones, movimientos eclesiales y nuevas comunidades» (Al 223). El mismo cuidado y atención ha de ser prodigado a todas las situaciones familiares conflictivas. «Iluminada por la mirada de Jesucristo, “mira con amor a quienes participan en su vida de modo incompleto, reconociendo que la gracia de Dios también obra en sus vidas, dándoles la valentía para hacer el bien, para hacerse cargo con amor el uno del otro y estar al servicio de la comunidad en la que viven y trabajan”» (Al 291).

Nadie podrá jamás medir los límites de la obra de la gracia divina, porque siempre actúa, donde sea y más allá de la imaginación humana. Sin embargo, a la comunidad eclesial se le pide una misión especial que el Papa Francisco ama interpretar de esta manera: «creo sinceramente que Jesucristo quiere una Iglesia atenta al bien que el Espíritu derrama en medio de la fragilidad: una Madre que, al mismo tiempo que expresa claramente su enseñanza objetiva, “no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino”» (Al 308). Ahora nos encontramos en un punto central y crucial de la fe cristiana en el que es muy fácil caer en dos excesos: el primero, quizás culturalmente más común y generalizado, tiende a no dar importancia a cualquier estado matrimonial siempre que la propia conciencia sea recta ante Dios; el otro, considerado ahora más anticuado, distingue a los llamados cristianos regulares de aquellos en situaciones “irregulares”.

Claramente, ninguno de estos dos excesos están alineados con las enseñanzas del Evangelio ni con el Magisterio de la Iglesia. El gran anuncio que Cristo ha traído al mundo y que siempre debemos reiterar en todo lugar y en todo tiempo es que Dios tiene un Gran Sueño para todos, nadie queda excluido. ¿Cuál es este Gran Sueño de Dios para todos? Quizás es mejor empezar por lo que no es. El sueño divino no es el matrimonio, no es la constitución de la familia; éstos forman parte del Sueño, porque trazan el camino, la ruta, la vía, el itinerario, pero nunca constituyen la meta final de la vida de una persona. Esto significa que aquellos que viven plenamente el sacramento del matrimonio ya pregustan en la tierra un anticipo de lo que será la llegada a la meta final de las bodas eternas de Cristo con toda la humanidad.

Sin embargo, a quien por diversas razones vive su existencia terrenal en una situación de fragilidad humana en la cual su propio matrimonio sacramental es probado y golpeado por heridas incurables en esta tierra, no se le impedirá el acceso al banquete de bodas eterno, por el contrario, tal vez en su corazón arderá con una intensidad mucho más grande el deseo de alcanzar esta meta debido a su condición humana actual. ¿Cuál es entonces el Gran Sueño de Dios para todos, sin excluir a ninguno? ¡Las bodas eternas con cada criatura humana! ¿Por qué en la reflexión y, consecuentemente, en la pastoral de la Iglesia, tales divergencias se afirman como para crear ambigüedad y confusión en la mente de los cristianos? Porque a menudo miramos el Sueño de Dios desde la tierra y no desde el cielo. Cuando se mira un bordado desde abajo, solo se ve el enredo de muchos hilos entrelazados de una manera confusa y sin sentido.

En cambio, mirándolo desde arriba se puede ver con gran sorpresa que gracias a ese desordenado entrelazado de hilos se realiza el extraordinario diseño, bordado con amor y paciencia por la mano de Dios. Del mismo modo podremos percibir la belleza y la grandeza del Sueño de Dios solamente si lo miramos desde el lado de lo eterno. Esta es precisamente la invitación del Papa Francisco, que se encuentra como conclusión de Amoris laetitia: «contemplar la plenitud que todavía no alcanzamos, nos permite relativizar el recorrido histórico que estamos haciendo como familias, para dejar de exigir a las relaciones interpersonales una perfección, una pureza de intenciones y una coherencia que sólo podremos encontrar en el Reino definitivo. También nos impide juzgar con dureza a quienes viven en condiciones de mucha fragilidad.

Todos estamos llamados a mantener viva la tensión hacia un más allá de nosotros mismos y de nuestros límites, y cada familia debe vivir en ese estímulo constante. Caminemos familias, sigamos caminando. Lo que se nos promete es siempre más. No desesperemos por nuestros límites, pero tampoco renunciemos a buscar la plenitud de amor y de comunión que se nos ha prometido» (Al 325). Además, aquellos que viven en la gracia del sacramento del matrimonio también tienen una responsabilidad más grande en lo que respecta a las situaciones de crisis conyugales y familiares si es verdad que el sacramento del matrimonio, como el del orden, es para la misión y la edificación de la Iglesia.

De hecho, «estas situaciones “exigen un atento discernimiento y un acompañamiento con gran respeto, evitando todo lenguaje y actitud que las haga sentir discriminadas, y promoviendo su participación en la vida de la comunidad. Para la comunidad cristiana, hacerse cargo de ellos no implica un debilitamiento de su fe y de su testimonio acerca de la indisolubilidad matrimonial, es más, en ese cuidado expresa precisamente su caridad”» (Al 243). Por lo tanto, la indisolubilidad matrimonial no es solo un don para los cónyuges, sino para toda la comunidad y especialmente para aquellos que viven la herida de su matrimonio en crisis.

En otras palabras, si es verdad que los cónyuges, en virtud de la gracia nupcial, viven la fuerza de su comunión con lo divino, esta fuerza irrefrenable no puede encerrarlos en ellos mismos o dentro de los muros domésticos de su familia, sino que debido a su naturaleza se extiende para expandirse en todas partes y para hacer que todos, sobre todo aquellos que viven dramas conyugales y familiares, reciban el bálsamo de la comunión, de la ternura y de la compasión de Dios que pasa a través de la gracia de su indisolubilidad matrimonial. La indisolubilidad es, por lo tanto, un gran don para toda la Iglesia porque comunica a todos el amor eterno y fiel de Dios en Cristo Jesús.

 

En Familia

 

Reflexionemos

1. ¿En qué sentido el don de la indisolubilidad matrimonial no es solo para los cónyuges sino para toda la comunidad eclesial? 2.  ¿Qué se le debería ofrecer a una pareja joven que llama a la puerta de la Iglesia para pedir el sacramento del matrimonio? Vivamos 1. ¿Cómo podrían las familias convertirse en sujeto responsable de la pastoral prematrimonial y matrimonial en nuestras comunidades eclesiales? 2. ¿En qué sentido y de qué manera los cónyuges están llamados a aportar una contribución preciosa y única a las muchas familias heridas por todo tipo de crisis y fragilidad conyugal?

 

En Iglesia

Reflexionemos 1. ¿Cuál es el Gran Sueño de Dios para todos, sin excluir a ninguno? 2. ¿Cuánto tiempo, cuánto espacio y cuántos recursos dedican nuestras comunidades cristianas a la pastoral prematrimonial y matrimonial?  Vivamos 1. ¿Qué tipo de pastoral de acompañamiento, de discernimiento y de integración está llamada la comunidad cristiana a ofrecer a tantas familias heridas por todo tipo de crisis y fragilidad conyugal? 2. ¿Cuáles son las dificultades encontradas en la pastoral en relación con las personas que a veces se sienten un poco excluidas de la comunidad eclesial debido a su particular situación conyugal y familiar? ¿Cuáles son las propuestas concretas para un anuncio real del Gran Sueño de Dios sobre ellos?

 

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