Tribunas

El futuro de la sociedad exige un pacto educativo: enseñar a pensar

 

 

Salvador Bernal


 

Durante la legislatura anterior se creó en el Congreso una subcomisión sobre el pacto educativo, que acabó en marzo como el rosario de la aurora, a raíz del ultimátum lanzado por Pedro Sánchez al gobierno: éste redujo sensiblemente la propuesta socialista de asegurar que se dedicase a la enseñanza el 5% del PIB, con incrementos plurianuales de 1.500 millones de euros. El PSOE se levantó de la mesa de la negociación, sin considerar la alternativa planteada por Ciudadanos: calcular la financiación en función del gasto por alumno y no del porcentaje del PIB.

En cierto modo, fue un anticipo de lo que sucedería no mucho más tarde en la vida pública española. Y ahora corresponde al nuevo gobierno plantear en el Congreso medidas para mejorar la calidad de la educación, que no depende sólo ni mucho menos –como repiten los expertos- de la mera disposición de recursos económicos. La tarea no será fácil, tanto por la dificultad de conseguir los apoyos necesarios, como por la necesidad de no invadir competencias de las comunidades autónomas.

Por eso, quizá debiera ser prioritario volver a la concordia y plasmarla en un pacto global, que desarrolle el que se consiguió –tampoco fue fácil- en el artículo 27 de la Constitución.

En los países europeos, la alternancia en el poder no suele poner en tela de juicio las grandes líneas organizativas del sistema educativo. Por ejemplo, en materia de relación entre lo público y lo privado, las soluciones son distintas en el Reino Unido, en los Países Bajos, en Francia o Italia; pero permanecen a lo largo de los años. No deja de ser significativo que sigan vigentes en Francia los contratos de asociación, creados por la ley Debré de 1959, equivalentes a los conciertos españoles, que entraron en el ordenamiento jurídico de la mano de Felipe González.

Comprendo que la continuidad preocupe al sector, a pesar de las afirmaciones tranquilizadoras de la ministra del ramo. Porque temen que prospere la línea más agresiva del socialismo español actual, con tendencias invasivas de libertades consolidadas.

Pero me preocupa más el déficit de discursos sobre los contenidos de la educación básica. No soy especialista y no sé, por tanto, quiénes han ido configurando la programación obligatoria en las diversas etapas de la enseñanza media. La realidad es que se han conseguido grandes avances en algunos temas, pero a costa de un empobrecimiento de lo que considero prioritario: pensamiento y expresión (en sí, inseparables).

Me uno a las voces que ponen en sordina las nuevas tecnologías, para acentuar la formación del sentido crítico y el dominio de la propia lengua: dudo de que haya algo más transversal que estas habilidades básicas. No dependen de asignaturas concretas, aunque siento que apenas haya horas de filosofía o estén prácticamente muertas las lenguas clásicas. Deberían ser empeño de todo profesor, con independencia de su especialidad.

Así lo recuerdo de mis años de estudiante. Tuve excepcionales maestros de latín, castellano y matemáticas, pero asimilé lo básico con la ayuda de todos: el profesor de historia que nos invitaba a hacer “trabajos” cuando apenas teníamos diez años, corregía también la redacción, o el modo de leer en público lo escrito. Desde luego, y sin hablar de técnicas, me enseñaron a estudiar, entre otras razones, porque se trataba de una academia privada no reconocida, y los alumnos nos examinábamos al final de cada curso, como alumnos libres ‑nunca mejor aplicado el adjetivo- en el Instituto San Isidro de Madrid.

Para conseguir grandes objetivos, sería preciso atender las razones tantas veces lanzadas a la opinión por asociaciones de profesores de filosofía, de lenguas clásicas, de humanidades. En ese contexto, una remozada enseñanza de la Religión –sin necesidad de certificados de idoneidad episcopales- aporta mucho a la cultura indispensable en un país como España.

Enseñar a pensar, fomentar la capacidad de análisis y crítica, mejorar la expresión..., son metas especialmente necesarias en tiempos de revolución tecnológica que amplía también la difusión de la mentira y la manipulación. Habrá que repetir a los tentados por la tecnocracia que no hay nada más práctico que una buena teoría. No es cuestión de dinero ni de presupuestos, sino de ideas y programas. Y de capacidad de diálogo.