La firma

 

Colaboración tributaria

 

 

15/06/2018 | por Antoni Durán-Sindreu


 

 

Hace unas semanas leí que estábamos abocados al “Gran Hermano” en el sentido de la ingente información que la Administración tiene y tendrá de las empresas, esto es, de su capacidad de “entrar” en el interior de las mismas. A mí, personalmente, me parece la lógica evolución de la estrategia de control cruzado de la información con la finalidad de estrechar el cerco a quienes incumplen con sus obligaciones tributarias. El único problema es que esta necesaria lucha contra el fraude se traduce en un incremento asfixiante de la presión fiscal indirecta que se aleja de la proporcionalidad a la que se refiere el art. 3.2 de la Ley General Tributaria. El SII es un claro ejemplo del esfuerzo que las empresas soportan en aras al interés general. Sin embargo, esa progresiva evolución de nuevas obligaciones no se ha visto correspondida con un correlativo acercamiento de la Administración hacia las empresas. En este sentido, creo, sinceramente, que lo adecuado es acompañar estas medidas con un acercamiento a las empresas y a los contribuyentes en general, transformando el paradigma de la “imposición” en el de la “colaboración”. Pero colaboración, entiéndase bien, de igual a igual. Todos estamos obligados al cumplimiento de la ley. Hay, eso sí, una diferencia. La empresa ha de cumplir la norma a velocidad de crucero sin conocer a priori el criterio que más tarde la Administración, o mejor, el funcionario de turno, va a aplicar en la interpretación de esa misma norma. En este contexto, es lógico que existan conflictos cuya única forma de evitar es mejorando la calidad de las normas y garantizando la seguridad jurídica, esto es, la certeza en la aplicación de las norma. Pero aun así, es también necesaria una estrecha colaboración entre la Administración y el contribuyente en la prevención y resolución de conflictos que, con diálogo, colaboración y mutua confianza, se pueden y deben evitar.

Pero no todo acaba ahí. Es también imprescindible la participación y colaboración de los contribuyentes en la confección y diseño de las normas desde su más incipiente concepción. El SII es un claro ejemplo de quebraderos de cabeza que se podrían evitar de colaborar conjuntamente con quienes lo han de aplicar. Y sí, ya lo sé. Hubo un plan piloto; pero un plan insuficiente en cuanto a su representatividad. En este sentido, colaborar es algo más que reunirse con los afectados. Es integrarlos como parte de la propia estructura; es confiar en ellos; comprenderlos; darles iniciativa; aceptar la crítica; hacerles partícipes del problema y de su solución; dialogar; convencer; trabajar y comprometerse de forma conjunta. Es, en definitiva, voluntad de colaborar con la finalidad de avanzar juntos en la resolución de los conflictos; en el diseño de las normas; en su aplicación. Se trata, en suma, de dotar de confianza, seguridad y transparencia al propio funcionamiento del sistema tributario. Recientemente, por ejemplo, se han notificado propuestas de liquidación con relación al SII rectificando importes en concepto de IVA soportado. ¿No hubiera sido más acertada una actuación preventiva menos agresiva como la de una mera consulta o visita a las empresas afectadas para verificar la discrepancia existente?

Mucho han evolucionado las cosas desde la reforma fiscal del inicio de la democracia. Pero si algo no se ha modificado es la forma de relacionarse con los contribuyentes. Los requerimientos, al menos en su formato, continúan siendo casi iguales: ininteligibles, fríos y distantes. El barómetro del miedo a la Administración Tributaria ha ido en aumento. La Administración continúa sin ser empática ni cercana. El contribuyente es el medio necesario para tener el control de la información, pero no es el objetivo en sí mismo; objetivo en cuanto atención, colaboración y participación. El contribuyente continúa sin estar integrado en los mecanismos de control y seguimiento del propio sistema tributario. No figura orgánicamente integrado en ninguna estructura administrativa cuya función sea la seguridad jurídica o la resolución inmediata de la conflictividad tributaria o de las discrepancias interpretativas. Y sí; ya lo sé. Se dirá que ¿cómo se va a colaborar con quienes han de cumplir precisamente con sus obligaciones tributarias y menos con sus intermediarios? Pues primero, porque ellos son quienes han de aplicar en primera instancia las normas; segundo, porque ellos mejor que nadie conocen la realidad empresarial y, por tanto, como afrontar mejor el cumplimiento de las normas; tercero, porque ellos son quienes soportan una parte importante del coste de las obligaciones de información y de control; cuarto, porque contribuiría a crear una necesaria conciencia tributaria y relación de confianza; quinto, porque reduciría la conflictividad; sexto, porque no hay mejor política que la colaborativa y la participativa; y séptimo; porque reforzaría la seguridad jurídica. Y sí; ya lo sé también. Eso exige contrapartidas. Por mi parte, ningún problema. Pongámoslas encima de la mesa, pero de igual a igual; es decir, también por parte de la Administración: al igual que la empresa o que su intermediario, responsabilidad  directa del funcionario y, claro está, incompatibilidad durante determinado periodo de tiempo para ejercer idénticas funciones en el sector privado, al menos, en aquellos casos de cargos de responsabilidad.

En definitiva; contra el fraude toda medida es insuficiente. Pero ha llegado ya el momento de que la Administración conceda contrapartidas a esa presión fiscal indirecta no remunerada de quienes la soportan y contribuyen objetivamente a la financiación de los servicios públicos. Es la hora de un nuevo paradigma: la colaboración tributaria.