Tribunas

La primacía de la persona en la doctrina social de la Iglesia

 

Salvador Bernal


 

 

En la misa del día de difuntos, el celebrante proclamó como evangelio el pasaje de san Lucas que relata la escena del buen ladrón. Se trata de una escena popular, que describe, en medio del indescriptible suplicio de la Cruz, la no menos inefable misericordia del Corazón de Jesús. Aparte de conclusiones ascéticas íntimas, es un gran motivo de esperanza para todos, porque refleja la profunda realidad de que cada alma, una sola alma, vale toda la sangre de Cristo: la Redención operada en el Calvario es universal, cósmica. Pero no anónima ni indiferenciada: se personaliza en cada uno.

Así introduje ese día una charla sobre la primacía de la persona en esa parte de la teología moral que es la DSI. Su fundamento es el acto creador –recompuesto por Cristo- de un ser humano libre, a imagen y semejanza de Dios. Se comprende que la famosa Constitución Gaudium et Spes, del Concilio Vaticano II, comenzase con estas palabras: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón”.

No hay angelismo ni espiritualismo en la doctrina católica, como se deduce de otro pasaje de ese documento conciliar: “Tiene pues, ante sí la Iglesia al mundo, esto es, la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive: el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias”.

Pero la primacía de la persona no se confunde con el individualismo, tan presente en el mundo actual, incorporado incluso a esa tendencia paradójicamente sincretista conocida como socialismo liberal. “La índole social del hombre demuestra que el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la propia sociedad están mutuamente condicionados. Porque el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana, la cual, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social. La vida social no es, pues, para el hombre sobrecarga accidental” (GS 25).

De ahí el aprecio a la vida pública y a las instituciones antiguas o nuevas fundadas al servicio de la humanidad en tantas facetas de la existencia: “la Iglesia quiere ayudar y fomentar tales instituciones en lo que de ella dependa y pueda conciliarse con su misión propia. Nada desea tanto como desarrollarse libremente, en servicio de todos, bajo cualquier régimen político que reconozca los derechos fundamentales de la persona y de la familia y los imperativos del bien común” (GS 42).

Esas libertades básicas derivan de la dignidad humana, punto de mira de cualquier enfoque o decisión que afecte a otros. Forma parte esencial del optimismo antropológico de los cristianos: la condición de hijos de Dios prevalece sobre su evidente capacidad para el mal. Lo trató a fondo Juan Pablo II en Sollicitudo rei socialis, al final de 1987. Basten unas palabras del n. 47: “no se justifican ni la desesperación, ni el pesimismo, ni la pasividad. Aunque con tristeza, conviene decir que, así como se puede pecar por egoísmo, por afán de ganancia exagerada y de poder, se puede faltar también —ante las urgentes necesidades de unas muchedumbres hundidas en el subdesarrollo— por temor, indecisión y, en el fondo, por cobardía. Todos estamos llamados, más aún obligados, a afrontar este tremendo desafío de la última década del segundo milenio. Y ello, porque unos peligros ineludibles nos amenazan a todos: una crisis económica mundial, una guerra sin fronteras, sin vencedores ni vencidos. (…) Pero éste no es el único ni el principal motivo. Lo que está en juego es la dignidad de la persona humana, cuya defensa y promoción nos han sido confiadas por el Creador, y de las que son rigurosa y responsablemente deudores los hombres y mujeres en cada coyuntura de la historia”.

La DSI defiende esa dignidad frente a embates como los de la "cosificación" del trabajo humano concebido como mero instrumento de producción, o la "biologización" ante la concepción y la muerte, o, en fin, las discriminaciones por naturaleza, origen, vocación o destino

No anula diferencias y desigualdades de hecho, también naturales (por ej., enfermedades o defectos congénitos). Pero rechaza la injusticia de suprimir o reducir la libertad en nombre de la igualdad o de la propia justicia (aparte de la triste experiencia histórica del rápido surgimiento de nomenklaturas). Dar a cada uno lo suyo no coincide con dar a todos lo mismo, aunque el derecho, objeto de la justicia, es algo debido ad aequalitatem, como expresó Tomás de Aquino.

En todo caso, según recuerda el Compendio de Doctrina social de la Iglesia, 48, “la persona humana no puede y no debe ser instrumentalizada por las estructuras sociales, económicas y políticas, porque todo hombre posee la libertad de orientarse hacia su fin último”.