Tribunas

A vueltas con el lenguaje de los textos litúrgicos

 

Salvador Bernal


 

 

No es fácil traducir, menos aún las lenguas clásicas. Por eso, la liturgia católica ha sufrido vaivenes y experimentos, desde que se introdujo el uso de las vernáculas. La gran ventaja de la participación de los viejos venía acompañada del riesgo de perder la universal unidad de la oración pública. En ese contexto se sitúa –pienso- la reforma del Código de Derecho sobre traducciones litúrgicas: la Carta Apostólica en forma de Motu Proprio Magnum Principium, publicada el pasado día 9.

Confieso de antemano mi nostalgia por el latín, y mi arrepentimiento por no haber cumplido un antiguo propósito: mientras cursaba la carrera de derecho, matricularme como alumno libre en la entonces Facultad de Filosofía y Letras, para estudiar lenguas clásicas. En parte, lo compenso durante los veranos actuales descansando con el repaso de dos libros de cabecera, que me permito recomendar: la Gramática latina de Cambridge, editada por la Universidad de Sevilla en 1995, y el manual Salve!, escrito para EUNSA por varios expertos profesores diez años después.

Escribo en Religión Confidencial: el lenguaje también es un tema religioso, más quizá de lo que parece. Al menos, por la incidencia en la liturgia católica del empobrecimiento cultural del entorno. De hecho, está desapareciendo del lenguaje eclesiástico, como de los planes de estudios en sistemas de enseñanza que dedican en cambio demasiado tiempo a cuestiones de menor cuantía. Entiendo el pragmatismo de los políticos, aunque no lo comparto. Me cuesta más comprender por qué tantos clérigos han tirado la toalla ante la lengua clásica.

Me gustó que en la misa de inauguración de su ministerio petrino, el papa Francisco eligiera el latín como núcleo de la celebración. Esa lengua realza la acción litúrgica y le confiere una especial fuerza, como la lectura del Evangelio en griego, la lengua de los primeros cristianos durante varios siglos. No es incompatible con el uso de otras lenguas en lecturas y oraciones, que manifiestan de un modo diverso la universalidad.

También en este punto enlazaba con el ya santo Juan XXIII –nadie pensará que era elitista-, quien promulgó en febrero de 1962 la constitución apostólica Veterum sapientia: de latinitatis studio provehendo. Afirmaba expresamente que a la catolicidad de la Iglesia le confería especial dignidad el uso de una lengua no vulgar, sino llena de majestad y nobleza. Pensaba, sobre todo, en los estudios eclesiásticos.

Ciertamente, la liturgia católica –con la consiguiente participación de los fieles- no depende del lenguaje empleado. Pero muchas veces me distraigo en las iglesias ante la creatividad del celebrante, que introduce por su cuenta modificaciones o añade comentarios y explicaciones más bien superfluos y poco brillantes. Y entonces pienso que, si la misa se dijera en latín, resultarían casi imposibles esas morcillas. Desde luego, ganaríamos en elipsis, sin necesidad de usar, por ejemplo, en el ofertorio un pronombre personal –"él"- para cosas como el pan y el vino: la lengua latina suprime ahí el sujeto.

A finales de agosto tuve la alegría de coincidir en un lugar de Galicia llamado Montecelo con don Agustín, un sacerdote venerable, ya retirado por edad de la primera línea. Le conocí en el primer curso de la Facultad de Derecho Canónico recién inaugurada en Pamplona al final de los cincuenta. Además de sacerdotes y religiosos enviados por los respectivos superiores para conseguir los grados académicos, íbamos a las aulas bastantes alumnos laicos, especialmente de la Facultad civil de Derecho. Recordamos a otros compañeros, que alcanzarían con el tiempo puestos notorios en la canonística, como Ernesto Caparrós en Canadá o Juan Fornés en España. Y también a algunos profesores, especialmente al indescriptible Pedro Lombardía, prematuramente fallecido. Las asignaturas en que se comentaba el Código de 1917 se impartían en latín. Curiosamente, las mejores, desde el punto de vista lingüístico, eran las de derecho procesal, a cargo de William Stetson, formado civilmente en la prestigiosa escuela de derecho de Harvard.

Ese dominio de la lengua latina denotaba universalidad. Juan XXIII deseaba que las materias más importantes de los planes de estudios eclesiásticos siguieran impartiéndose en esa lengua. No desconocía las dificultades, pero animaba vivamente a superarlas con buen ánimo y constancia. Cincuenta años después, un motu proprio de Benedicto XVI creaba una Academia pontificia de la latinidad, decidido justamente a dar la batalla a una “decadencia generalizada de los estudios humanistas”.

No han faltado estos años en los países herederos de Roma iniciativas y manifiestos a favor de las humanidades y, en concreto, de la lengua y la cultura latina. Parafraseando a san Pablo, in spem contra spem, también respecto del pacto de Estado sobre educación en España. De momento, en Francia se ha abierto un leve portillo optimista, tras el declive provocado por la anterior presidencia. Se deja en manos de los colegios –el equivalente a la secundaria española- la posibilidad de aumentar las horas dedicadas a latín y griego. Según los datos actuales del ministerio, lo hará el 18% de los centros. Ojalá marque el comienzo de una recuperación: para mí, el latín es insustituible, en la Iglesia y en la cultura.

No pretendo en modo alguno sustituir la triple “w” de Internet, por las tres “t” de tela totius terrae, según la propuesta del creativo cardenal Bacci. Pero me gustaría encontrar más y más actuales respuestas en los buscadores al preguntar por misas en latín en España, del rito ordinario.