Servicio diario - 25 de diciembre de 2016


 

Mensaje de Navidad del Papa: Paz a quienes sufren guerra, violencia y exclusión – texto completo – 2016
Posted by Redaccion on 25 December, 2016



(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- El papa Francisco ha rezado este domingo el ángelus desde la el balcón de la logia central de la basílica de San Pedro que da a la plaza donde unos 40 mil fieles y peregrinos le esperaban. Antes de dar la bendición Urbi et Orbe, dirigió el tradicional mensaje navideño, transmitido también a nivel mundial por las radios y televisiones.
El Santo Padre recordó que “el poder de un Niño, Hijo de Dios y de María, no es el poder de este mundo, basado en la fuerza y en la riqueza, es el poder del amor”. Sino “el poder que regenera la vida, que perdona las culpas, reconcilia a los enemigos, transforma el mal en bien”.
Hoy este anuncio recorre toda la tierra, dijo, y quiere llegar a todos los pueblos, especialmente los golpeados por la guerra y por conflictos violentos, Siria, Alepo, Tierra Santa, Irak, Libia y Yemen. En África: Nigeria, Sudán del Sur y en la República Democrática del Congo. También en Ucrania oriental.
Sin olvidar, dijo Francisco “al querido pueblo colombiano, que desea cumplir un nuevo y valiente camino de diálogo y de reconciliación”. Además de “la amada Venezuela para dar los pasos necesarios con vistas a poner fin a las tensiones actuales”. Y a tantos países del mundo, como Myanmar y Corea.
Pero también a quienes están abandonados y excluidos, a los que sufren hambre y los que son víctimas de violencia, a los prófugos, a los emigrantes y refugiados, a los que hoy son objeto de la trata de personas, a quienes están marcados por el malestar social y económico.
Paz también, deseó el Papa a los que sufren las consecuencias de los terremotos u otras catástrofes naturales, y a los niños, en este día especial en el que Dios se hace niño, sobre todo a los privados de la alegría de la infancia a causa del hambre, de las guerras y del egoísmo de los adultos.
Texto completo
Queridos hermanos y hermanas, feliz Navidad. Hoy la Iglesia revive el asombro de la Virgen María, de san José y de los pastores de Belén, contemplando al Niño que ha nacido y que está acostado en el pesebre: Jesús, el Salvador.
En este día lleno de luz, resuena el anuncio del Profeta: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva a hombros el principado, y es su nombre: Maravilla del Consejero, Dios guerrero, Padre perpetuo, Príncipe de la paz» (Is 9, 5).
El poder de un Niño, Hijo de Dios y de María, no es el poder de este mundo, basado en la fuerza y en la riqueza, es el poder del amor. Es el poder que creó el cielo y la tierra, que da vida a cada criatura: a los minerales, a las plantas, a los animales; es la fuerza que atrae al hombre y a la mujer, y hace de ellos una sola carne, una sola existencia; es el poder que regenera la vida, que perdona las culpas, reconcilia a los enemigos, transforma el mal en bien.
Es el poder de Dios. Este poder del amor ha llevado a Jesucristo a despojarse de su gloria y a hacerse hombre; y lo conducirá a dar la vida en la cruz y a resucitar de entre los muertos. Es el poder del servicio, que instaura en el mundo el reino de Dios, reino de justicia y de paz. Por esto el nacimiento de Jesús está acompañado por el canto de los ángeles que anuncian: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama» (Lc 2,14).
Hoy este anuncio recorre toda la tierra y quiere llegar a todos los pueblos, especialmente los golpeados por la guerra y por conflictos violentos, y que sienten fuertemente el deseo de la paz. Paz a los hombres y a las mujeres de la martirizada Siria, donde demasiada sangre ha sido derramada.
Sobre todo en la ciudad de Alepo, escenario, en las últimas semanas, de una de las batallas más atroces, es muy urgente que se garanticen asistencia y consolación a la extenuada población civil, respetando el derecho humanitario.
Es hora de que las armas callen definitivamente y la comunidad internacional se comprometa activamente para que se logre una solución negociable y se restablezca la convivencia civil en el País.
Paz para las mujeres y para los hombres de la amada Tierra Santa, elegida y predilecta por Dios. Que los Israelíes y los Palestinos tengan la valentía y la determinación de escribir una nueva página de la historia, en la que el odio y la venganza cedan el lugar a la voluntad de construir conjuntamente un futuro de recíproca comprensión y armonía.
Que puedan recobrar unidad y concordia Irak, Libia y Yemen, donde las poblaciones sufren la guerra y brutales acciones terroristas. Paz a los hombres y mujeres en las diferentes regiones de África, particularmente en Nigeria, donde el terrorismo fundamentalista explota también a los niños para perpetrar el horror y la muerte.
Paz en Sudán del Sur y en la República Democrática del Congo, para que se curen las divisiones y para que todos las personas de buena voluntad se esfuercen para iniciar nuevos caminos de desarrollo y de compartir, prefiriendo la cultura del diálogo a la lógica del enfrentamiento.
Paz a las mujeres y hombres que todavía padecen las consecuencias del conflicto en Ucrania oriental, donde es urgente una voluntad común para llevar alivio a la población y poner en práctica los compromisos asumidos.
Pedimos concordia para el querido pueblo colombiano, que desea cumplir un nuevo y valiente camino de diálogo y de reconciliación. Dicha valentía anime también la amada Venezuela para dar los pasos necesarios con vistas a poner fin a las tensiones actuales y a edificar conjuntamente un futuro de esperanza para la población entera.
Paz a todos los que, en varias zonas, están afrontando sufrimiento a causa de peligros constantes e injusticias persistentes. Que Myanmar pueda consolidar los esfuerzos para favorecer la convivencia pacífica y, con la ayuda de la comunidad internacional, pueda dar la necesaria protección y asistencia humanitaria a los que tienen necesidad extrema y urgente.
Que pueda la península coreana ver superadas las tensiones que atraviesan en un renovado espíritu de colaboración. Paz a los que han perdido a un ser querido debido a viles actos de terrorismo que han sembrado miedo y muerte en el corazón de tantos países y ciudades.
Paz —no de palabra, sino eficaz y concreta— a nuestros hermanos y hermanas que están abandonados y excluidos, a los que sufren hambre y los que son víctimas de violencia. Paz a los prófugos, a los emigrantes y refugiados, a los que hoy son objeto de la trata de personas. Paz a los pueblos que sufren por las ambiciones económicas de unos pocos y la avaricia voraz del dios dinero que lleva a la esclavitud.
Paz a los que están marcados por el malestar social y económico, y a los que sufren las consecuencias de los terremotos u otras catástrofes naturales. Paz a los niños, en este día especial en el que Dios se hace niño, sobre todo a los privados de la alegría de la infancia a causa del hambre, de las guerras y del egoísmo de los adultos.
Paz sobre la tierra a todos los hombres de buena voluntad, que cada día trabajan, con discreción y paciencia, en la familia y en la sociedad para construir un mundo más humano y más justo, sostenidos por la convicción de que sólo con la paz es posible un futuro más próspero para todos. Queridos hermanos y hermanas: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado»: es el «Príncipe de la paz». Acojámoslo.


El Papa en la misa de Nochebuena: ‘Dejémonos interpelar por el Niño Jesús y por los niños excluidos’
Posted by Sergio Mora on 25 December, 2016



(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- El papa Francisco presidió este sábado por la noche la misa de Nochebuena en la basílica de San Pedro. En la homilía el Santo Padre ha señalado que “el Niño que nace nos interpela: nos llama a dejar los engaños de lo efímero para ir a lo esencial”.
Invitó así a dejarnos interpelar por el Niño en el pesebre, pero también por los niños que hoy están en un refugio subterráneo para escapar de los bombardeos, sobre las veredas de una gran ciudad, en el fondo de una barcaza repleta de emigrantes, por los niños a los que no se les deja nacer, por los que lloran porque nadie les sacia su hambre, por los que no tienen en sus manos juguetes, sino armas.
“También hoy puede darse la misma indiferencia, cuando Navidad es una fiesta donde los protagonistas somos nosotros en vez de él; cuando las luces del comercio arrinconan en la sombra la luz de Dios”, dijo. Y añadió al discurso: “Esta mundanidad se tomó como rehén la Navidad, es necesaria liberarla”.
“Entremos –dijo el Papa– en la verdadera Navidad con los pastores, llevemos a Jesús lo que somos, nuestras marginaciones, nuestras heridas no curadas. Así, en Jesús, saborearemos el verdadero espíritu de Navidad: la belleza de ser amados por Dios”.
Texto completo
«Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres» (Tt 2,11).
Las palabras del apóstol Pablo manifiestan el misterio de esta noche santa: ha aparecido la gracia de Dios, su regalo gratuito; en el Niño que se nos ha dado se hace concreto el amor de Dios para con nosotros.
Es una noche de gloria, esa gloria proclamada por los ángeles en Belén y también por nosotros hoy en todo el mundo. Es una noche de alegría, porque desde hoy y para siempre Dios, el Eterno, el Infinito, es Dios con nosotros: no está lejos, no debemos buscarlo en las órbitas celestes o en una idea mística; es cercano, se ha hecho hombre y no se cansará jamás de nuestra humanidad, que ha hecho suya.
Es una noche de luz: esa luz que, según la profecía de Isaías (cf. 9,1), iluminará a quien camina en tierras de tinieblas, ha aparecido y ha envuelto a los pastores de Belén (cf. Lc 2,9). Los pastores descubren sencillamente que «un niño nos ha nacido» (Is 9,5) y comprenden que toda esta gloria, toda esta alegría, toda esta luz se concentra en un único punto, en ese signo que el ángel les ha indicado: «Encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12).
Este es el signo de siempre para encontrar a Jesús. No sólo entonces, sino también hoy. Si queremos celebrar la verdadera Navidad, contemplemos este signo: la sencillez frágil de un niño recién nacido, la dulzura al verlo recostado, la ternura de los pañales que lo cubren. Allí está Dios.
Con este signo, el Evangelio nos revela una paradoja: habla del emperador, del gobernador, de los grandes de aquel tiempo, pero Dios no se hace presente allí; no aparece en la sala noble de un palacio real, sino en la pobreza de un establo; no en los fastos de la apariencia, sino en la sencillez de la vida; no en el poder, sino en una pequeñez que sorprende. Y para encontrarlo hay que ir allí, donde él está: es necesario reclinarse, abajarse, hacerse pequeño.
El Niño que nace nos interpela: nos llama a dejar los engaños de lo efímero para ir a lo esencial, a renunciar a nuestras pretensiones insaciables, a abandonar las insatisfacciones permanentes y la tristeza ante cualquier cosa que siempre nos faltará. Nos hará bien dejar estas cosas para encontrar de nuevo en la sencillez del Niño Dios la paz, la alegría, el sentido de la vida.
Dejémonos interpelar por el Niño en el pesebre, pero dejémonos interpelar también por los niños que, hoy, no están recostados en una cuna ni acariciados por el afecto de una madre ni de un padre, sino que yacen en los escuálidos «pesebres donde se devora su dignidad»: en el refugio subterráneo para escapar de los bombardeos, sobre las aceras de una gran ciudad, en el fondo de una barcaza repleta de emigrantes.
Dejémonos interpelar por los niños a los que no se les deja nacer, por los que lloran porque nadie les sacia su hambre, por los que no tienen en sus manos juguetes, sino armas.
El misterio de la Navidad, que es luz y alegría, interpela y golpea, porque es al mismo tiempo un misterio de esperanza y de tristeza. Lleva consigo un sabor de tristeza, porque el amor no ha sido acogido, la vida es descartada.
Así sucedió a José y a María, que encontraron las puertas cerradas y pusieron a Jesús en un pesebre, «porque no tenían [para ellos] sitio en la posada» (v. 7): Jesús nace rechazado por algunos y en la indiferencia de la mayoría. También hoy puede darse la misma indiferencia, cuando Navidad es una fiesta donde los protagonistas somos nosotros en vez de él; cuando las luces del comercio arrinconan en la sombra la luz de Dios; cuando nos afanamos por los regalos y permanecemos insensibles ante quien está marginado. Esta mundanidad se tomó como rehén la Navidad, es necesaria librarla.
Pero la Navidad tiene sobre todo un sabor de esperanza porque, a pesar de nuestras tinieblas, la luz de Dios resplandece. Su luz suave no da miedo; Dios, enamorado de nosotros, nos atrae con su ternura, naciendo pobre y frágil en medio de nosotros, como uno más.
Nace en Belén, que significa «casa del pan». Parece que nos quiere decir que nace como pan para nosotros; viene a la vida para darnos su vida; viene a nuestro mundo para traernos su amor. No viene a devorar y a mandar, sino a nutrir y servir. De este modo hay una línea directa que une el pesebre y la cruz, donde Jesús será pan partido: es la línea directa del amor que se da y nos salva, que da luz a nuestra vida, paz a nuestros corazones.
Lo entendieron, en esa noche, los pastores, que estaban entre los marginados de entonces. Pero ninguno está marginado a los ojos de Dios y fueron justamente ellos los invitados a la Navidad.
Quien estaba seguro de sí mismo, autosuficiente se quedó en casa entre sus cosas; los pastores en cambio «fueron corriendo de prisa» (cf. Lc 2,16). También nosotros dejémonos interpelar y convocar en esta noche por Jesús, vayamos a él con confianza, desde aquello en lo que nos sentimos marginados, desde nuestros límites.
Dejémonos tocar por la ternura que salva. Acerquémonos a Dios que se hace cercano, detengámonos a mirar el pesebre, imaginemos el nacimiento de Jesús: la luz y la paz, la pobreza absoluta y el rechazo.
Entremos en la verdadera Navidad con los pastores, llevemos a Jesús lo que somos, nuestras marginaciones, nuestras heridas no curadas. Así, en Jesús, saborearemos el verdadero espíritu de Navidad: la belleza de ser amados por Dios.
Con María y José quedémonos ante el pesebre, ante Jesús que nace como pan para mi vida. Contemplando su amor humilde e infinito, digámosle gracias: gracias, porque has hecho todo esto por mí.


En Alepo ponen un enorme árbol de Navidad. La gente reza para que termine la guerra
Posted by Sergio Mora on 25 December, 2016



(ZENIT – Roma) El papa Francisco pidió este domingo en el mensaje de Navidad, dado desde el balcón central de la basílica de San Pedro, paz para el mundo, y citó en particular “la ciudad de Alepo, escenario, en las últimas semanas, de una de las batallas más atroces” y solicitó que “se garanticen asistencia y consolación a la extenuada población civil, respetando el derecho humanitario”.
ZENIT tuvo la posibilidad de contactar a la hermana María de Nazaret, de la orden del Verbo Encarnado, que se encuentra en Alepo, y que nos contó cómo se está viviendo allí esta Navidad.
“En Alepo especialmente este año después de tanto tiempo de dolor –indicó la hermana María– todos no veían la hora de celebrar una Navidad más serena y llena de esperanza, así han podido colocar un árbol de Navidad enorme en la calle, en el centro de la ciudad, donde la gente ha acudido a rezar pidiendo al príncipe de la Paz la el fin definitivo de la guerra para este país tan golpeado por el dolor.
La religiosa recordó que “la Navidad en estas tierras tiene un matiz muy particular porque es el mismo lugar en que el Salvador mismo escogió para nacer”. Y precisó que “para nosotros como misioneros, celebrar es emocionante celebrar la Navidad en Belén, Jordania, Gaza, Alepo, o en Jaffo, lugares todos marcados por la historia sagrada, por el paso mismo de nuestro Señor”.
“Nosotros como misioneros en Gaza y en Alepo –añadió sor María– celebramos la Navidad, con una sencillez y una pobreza que recuerda mucho al establo de Belén: hemos tenido en cada lugar la santa misa y luego un festejo familiar junto a los fieles en la misma iglesia”.
Actualmente el dolor de tantos hermanos que sufren, asegura la religiosa del Verbo Encarnado, “no puede menos que hacernos pensar en los sentimientos de aquel Niño que recién nacido, llora en el pesebre, en medio de la noche fría acompañado por la Santísima Virgen, San José y un puñado de hombres sencillos que siguiendo la moción de Dios, acuden a un establo para contemplar al Salvador del mundo”.
Indica además que “desde cada uno de estos lugares de misión donde por gracia de Dios nos encontramos como familia religiosa, es nuestro deseo transmitir un mensaje de fe, de esperanza y de paz”. Añade que “el hecho de que el Niño Jesus haya escogido para nacer un establo pobre, en condiciones tan adversas, nos impulsa a nosotros como misioneros de la familia religiosa del Verbo Encarnado a querer estar en lugares de misión especiales, donde difícilmente alguien quiere ir”.
“En cada una de nuestras casas, junto a niños con capacidades diferentes, o a niños y jóvenes que no tienen familia, junto a los cristianos que sufren a causa de su fe, a los colegiales que asistimos y junto a todos nuestros amigos queremos anunciar el mensaje de salvación que el Niñito Jesús proclama con su llanto desde el pesebre” aseguró la misionera.
A pesar de la falta de libertad resuena el mensaje de salvación, concluye sor María, que “la fe de nuestros hermanos cristianos, irradia y contagia”.
Siempre hoy en el Mensaje de Navidad el Papa aseguró: “Es hora de que las armas callen definitivamente y la comunidad internacional se comprometa activamente para que se logre una solución negociable y se restablezca la convivencia civil en el País”. Y que los Israelíes y los Palestinos tengan la valentía y la determinación de escribir una nueva página de la historia”.


Santa Vicenta María López y Vicuña – 26 de diciembre
Posted by Isabel Orellana Vilches on 25 December, 2016



(ZENIT – Madrid).- Un santo contempla lo que le rodea imbuido por el amor a Dios y el anhelo de dar a los demás lo mejor de sí. Atento a cualquier atisbo en el que perciba la vía a seguir para encauzar el bien, como hizo Vicenta María, se pone en marcha sin dilación y la gracia de Cristo se derrama a raudales.
Nació en Cascante, Navarra, España, el 22 de marzo de 1847. Era hija de un prestigioso jurista que se ocupó personalmente de su educación al constatar las cualidades que poseía. Creció en una familia cristiana y comprometida, en la que cotidianamente florecía la caridad, ya que sus componentes dedicaban gran parte de su tiempo ayudando a los desfavorecidos. En ese clima discurrió su infancia, arropada por sus padres y otros familiares, apreciando en ellos rasgos de piedad y compartiendo la espiritualidad que emanaba de su entorno como algo natural. Visitaba al Santísimo, acudía a misa y se fijaba en las imágenes del templo, en particular la de Cristo atado a la columna; ésta suscitó en ella una gran devoción que mantuvo hasta el fin de su vida.
Una tía materna pertenecía a la aristocracia madrileña y dispensaba toda clase de atenciones a los necesitados. Sus rasgos de generosidad, junto a su privilegiada situación social, fueron tenidos en cuenta por los padres y los tíos de Vicenta cuando decidieron que prosiguiese la formación en Madrid. Bajo la custodia de este familiar, aprendió idiomas y piano, estudios que completó más tarde en el prestigioso colegio San Luís de los Franceses. Era una muchacha normal, con cierta coquetería –usual a esa edad–, inteligente, creativa, con muchos intereses culturales y muy comunicativa. Los primeros años de su juventud transcurrieron en un estado de búsqueda. Su tía estaba estrechamente vinculada a la Congregación de la Doctrina Cristiana, y ella solía acompañarla en algunas acciones que realizaba con jóvenes empleadas del servicio doméstico, lo cual le ayudó a discernir el camino a seguir.
La previsión de sus padres fue desposarla con alguien de su condición social, y había expectativas para que así sucediese. Pero tal futuro no entraba en los planes de la joven, y cuando su tía la tanteó haciendo de mediadora entre ella y sus progenitores, Vicenta María respondió: «tía, ni con un Rey ni con un santo»; es decir, que ya había elegido en su corazón. Olvidada de sí y centrada en las necesidades de estas jóvenes, comenzó a plantearse seriamente cómo podría ayudarlas mejor. La clave la recibió en 1853 al leer el anuncio de un piso en alquiler. En esa simple observación entrevió el signo que Dios le ponía para iniciar su obra. Y se hizo con la vivienda. Acogió en ella a tres muchachas convalecientes del hospital junto a una persona de mayor edad, seleccionada para asistirlas, y denominó «La Casita» a tan recoleto espacio en el que dio a las jóvenes un trato evangélico. Se ocupó de su formación y también de su trabajo eligiendo selectos domicilios para que pudieran servir en ellos.
Tras la realización de los ejercicios espirituales efectuados en el monasterio de la Visitación en 1868, las líneas que debía seguir se hicieron más nítidas. El siguiente gran paso fue comunicar a su padre por carta su negativa al matrimonio. Le informó de su vocación y proyecto de fundar un Instituto aprovechando la experiencia que había adquirido conviviendo con las jóvenes. No estaba vinculada con votos, pero se propuso cumplir lo que entendía como voluntad divina. El 11 de junio de 1876 puso en marcha el Instituto; con ella se comprometían en esta labor dos jóvenes.
Las vocaciones aumentaron y la fundación iba creciendo exponencialmente. Hacía a todas la siguiente advertencia: «A este fin consideren que han venido al Instituto a morar unánimes y conformes y a no tener sino un corazón y un alma en Dios». Puso la «Congregación del Servicio Doméstico» (actuales «Religiosas de María Inmaculada») bajo el amparo de la Virgen María. Suplicaba de manera insistente: «Enséñame a obedecer, Dios mío». La caridad era el único horizonte para las componentes de la fundación: «Nada me agrada tanto como poder contemplaros abrasadas en el fuego de la caridad». En poco tiempo cinco nuevas casas dieron cuenta de la fecundidad apostólica.
En julio de 1890 hizo sus votos perpetuos. Poco después enfermó gravemente de tuberculosis. Viendo que iba a morir, y pensando en las jóvenes, manifestó: «Quiero recomendarles que por mi muerte no se suprima ninguna fiestecilla de las chicas, y ésto aunque estuviera de cuerpo presente». Su tránsito se produjo el 26 de diciembre de 1890. «Si vivimos bien, la muerte será el principio de la vida», había dicho. Fue beatificada por Pío XII el 19 de febrero de 1950, y canonizada por Pablo VI el 25 de mayo de 1975.