Estas semanas de pactos, negociaciones y acuerdos donde los partidos buscan mayorías estables para formar gobierno hay un valor que parece ocultarse del escenario político: la concordia. Esa conformidad o unión socio-política de corazones enfrentados partidariamente parece que no forma parte de las intenciones, los discursos y las prácticas de los partidos. Los ejercicios de geometría variable que hacen unos y otros parecen olvidar la concordia que hizo posible la constitución de 1978; como si las iniciativas de concordia fueran una milagrosa excepción en la sociedad española.

En este sentido, recordábamos ayer en una tertulia política que la historia política de nuestro pueblo entra en crisis cada cuarenta años, como si sólo pudieran vivir armónicamente dos generaciones y la tercera tuviera que destejer lo que tejieron las anteriores. Sin recomponer la historia del siglo XIX, el siglo XX puede reconstruirse con tres momentos de recomposición generacional: la crisis del 98, la crisis que terminó en la guerra civil y la crisis de la transición. Cuatro décadas después de la transición que para unos culminó con la constitución y para otros con el triunfo de Felipe González en 1982, volvemos a vivir un período de inestabilidad en el que se recuperan actitudes políticas que favorecen poco la reinvención de la concordia.

En las declaraciones de algunos líderes del PSOE, de Podemos y de otras minorías de izquierdas no se habla de iniciativas políticas sino de “echar a Mariano Rajoy”, “echar al PP”, “hace lo posible para que Rajoy no gobierne”… en definitiva, establecer un cinturón sanitario o una nueva versión del Pacto del Tinell, como si se quisiera generar algo parecido a un frente popular o coalición de izquierdas para el cambio. Analizadas con cierta perspectiva, no estamos ante declaraciones diplomáticas o prudenciales sino declaraciones adánicas, desmemoriadas y resentidas más próximas a una política cainita que a una política de concordia.

Quienes redactaron la constitución de 1978 incluyeron en el título preliminar un valor político nuevo que hasta entonces no formaba parte de los textos constitucionales. Incluyeron el pluralismo como valor político que debía presidir el ordenamiento constitucional. No se limitaron a decir que la libertad, la justicia y la igualdad son los tres valores básicos, introdujeron el pluralismo como valor para consolidar el espíritu de concordia que presidió la transición. Tenían memoria de la discordia y querían poner un punto y aparte en la vida política española, querían que los españolitos de Machado no vinieran al mundo sin que una de las dos Españas le helara el corazón, querían que nos entrenásemos para gestionar las diferencias, las diversidades y la pluralidad. Precisamente exigieron que la buena gestión y administración de la pluralidad se convirtiera en valor político, es decir, dejara de ser una referencia social o cultural ocasional y se transformara en cualidad permanente de la vida institucional.

Estos días de incertidumbre conviene tener presente la fragilidad y vulnerabilidad de este valor que tanta sangre sudor y lágrimas costaron a las generaciones que nos precedieron. No estaría de más retomar iniciativas cívicas, sociales y culturales que eviten la simplificación cainita de los discursos políticos. Para recordar los desastres que puede ocasionar una política de odio puede ser bueno releer de nuevo a Vaclav Havel, quien pedía luchar enérgicamente contra los gérmenes del odio colectivo no solo por una cuestión de principios morales sino porque hay que hacer frente al mal por nuestro propio interés.

Y en este caso recordaba la fábula hindú del pájaro mítico Bhérunda. Es un pájaro con un cuerpo pero con dos cuellos, dos cabezas y dos conciencias independientes. A raíz de la continua convivencia, las dos cabezas empezaron a odiarse y decidieron hacerse daño entre sí, por lo que empezaron a tragar piedras y veneno. El resultado es evidente. El pájaro empieza a tener espasmos y muere gimiendo en voz alta. Krishna, con su misericordia ilimitada lo resucita para que recuerde siempre a los hombres cuál es el final de cualquier odio: jamás consume solo al odiado, sino siempre, y a la vez, al que odia.