Murió Javier Krahe, el que cocinó a Cristo

De aquello fue absuelto por un tribunal que, seguramente, no comprendió exactamente qué quiere decir el sentido de lo religioso ni, más que nada, lo que supone Cristo para un discípulo del Maestro.

De aquel engendro hecho con mala sombra y mala baba quedó como aliviado quien había elaborado una especie de insulto blasfemo e impresentable.

De lo que fue una clara manifestación de falta de vergüenza quedó como si nada, limpio como queda limpia una prenda lavada con lejía de la buena, de la que todo lo quita.

Aquello que, sin duda alguna, supuso mucho dolor para muchos cristianos que no fueran maricomplejines o, simplemente, tibios, le supuso una fama adicional: se había opuesto, con falta de imaginación pero con nigérrima intención, a la “todopoderosa” Iglesia. Es más, había osado entrometerse en los sentimientos religiosos de más de 1.000.000.000 millones de personas.

De lo que fue una clara burla y una ofensa inmerecida, aquel hombre, se supone que cantautor crítico y ácido con lo que merezca crítica y acidez, salió vencedor porque, al parecer, no se conoce con exactitud ni quién fue Jesucristo, ni qué hizo, ni qué supuso para la historia de la humanidad, ni qué sigue suponiendo ni, lo que es peor, el cambio del corazón que ha ido produciendo en miles de millones de personas a lo largo de más de dos mil años. Eso, según nos dio a entender aquella sentencia, se lo puede pasar por el forro de sus caprichos cualquier mindundi con ínfulas y pretensiones.

No podemos ni imaginar lo que hubiera pasado si aquel valiente, aquel arrojado, aquel siete machos y aquel superhombre hubiera hecho lo propio, por ejemplo, con algo tan material como puede ser un ejemplar del Corán.

Imaginemos, por ejemplo, que hubiera dicho (pensado, grabado en imagen y dado a la luz pública) algo así:

“Aquí tenemos un ejemplar del Corán. Lo rehogamos con abundante vino y lo cubrimos con una salsa a base de cerdo de pata negra. A continuación lo decapitamos por la Sura 34 dando alabanzas a Mahoma y ya, para terminar, lo sumergimos en una pira de fuego para que guste de su propia medicina”.

Todo eso, sí, al igual que hizo en la, digamos, elaboración, titulada algo así com“Cocinar un Cristo”, dando alabanzas a lo bien que estaba hecho todo lo que hizo al respecto y sabiendo, de antemano, que no le iba a pasar nada.

¿Qué no le iba a pasar nada? Bueno, sobre eso tendrían que haber pasado unos años para que hubiera visto lo que hacen aquellos que hacen de su capa un sayo y acuden, por ejemplo, a Charlie Hebdo y hacen de las suyas.

No, esto sabemos que es impensable. Ni antes ni ahora se le ocurrirá a ninguno de esos sacacuartos y asaltacapillas que zahieren a la Esposa de Cristo porque saben que ni siquiera van a tener que poner la otra mejilla porque alguien le abofetee una de las dos. No. Ellos van a lo suyo porque están más que seguros que, además, van a ser tenidos por héroes de la modernidad, por adalides de lo políticamente correcto y como defensores de la libertad de expresión… de ellos y para ellos y los suyos, gozarán de gloria mundana y carnal.

Por cierto, han visto como no he nombrado, siquiera, a la persona que, en su día, cocinó a un Cristo en un microondas (¡Qué horterada, además!)  y que ha muerto hace unos días. Y es que, con franqueza lo decimos, no hay mayor desprecio que no hacer aprecio.

Y, otro por cierto: esperamos que, a su muerte, haya acudido ante el tribunal de Dios con aquel Cristo que cocinó. Bueno, aunque sabemos que, aunque quiera disimular, seguro que acude porque el Creador no olvida nada de lo que hacemos. Pero nada, nada, don blasfemador.

Y, ya, por terminar, le deseamos el descanso en paz que se haya ganado en vida. Sólo eso. Sin mala intención ni nada.

 

Eleuterio Fernández Guzmán