Acabo de regresar de una estancia en Francia por motivos de trabajo. Allí he tenido ocasión, naturalmente, de tratar sobre cuestiones relacionadas con la música de órgano, y por supuesto también con la música en la liturgia.

Una de las primeras cosas que a uno le llaman la atención -lo digo así, en general, porque ya me ha ocurrido varias veces- es que al norte de los Pirineos la gente parece tener bastante menos prisa durante las celebraciones. Puede que la estampida tras el ite, missa est vernáculo o latino sea similar a la que acaece entre nosotros, pero hay otros detalles en los que se manifiestan diferencias. En la iglesia en la que asistí a la Misa este pasado domingo, inmediatamente después de la homilía hubo un prolongado silencio acompañado por una intervención del órgano, con el fin de que las palabras del celebrante pudieran ser meditadas por los asistentes. Lo mismo sucedió después de la comunión, donde hubo una larga acción de gracias que se prolongó bastante más allá de la purificación de los vasos. Nuevamente el órgano intervino ampliamente en este momento.

Estos espacios concedidos, en lo externo, a puras manifestaciones de belleza musical dentro de la celebración trajeron a mi memoria uno de los cambios de actitud más penosos de los que se han producido en las últimas décadas dentro de la Iglesia: los escrúpulos ante la belleza.

De modo absolutamente lógico y natural, la Iglesia siempre entendió que la manifestación externa y sensible de los signos litúrgicos debía corresponderse del modo menos imperfecto posible con las realidades sobrenaturales a las que se refieren. De ahí viene, por ejemplo, la profusión decorativa que conmueve a todo aquel que entra en una iglesia de rito oriental. Algo similar se dio en los templos románicos occidentales, cuyo ambiente interior estaba bastante alejado de esa penumbra pétrea y un tanto cavernaria que nos han dejado las restauraciones neo-medievalizantes de la imaginación romántica.

Una vez que la arquitectura progresó lo suficiente, el genio europeo alcanzó su cénit de originalidad y fecundidad creativa con el arte gótico, absolutamente nuevo y pletórico de significación. Es la época de las grandes vidrieras, con su impresionante efecto de luz y color, y es también el tiempo en que la música de la Iglesia conoce el desarrollo cada vez más rápido de la polifonía, y se extiende por las iglesias de Occidente el uso del órgano de tubos.

Con el paso del tiempo este desbordamiento de belleza visual y sonora, que con razón se consideraba connatural al templo en cuanto casa de Dios y signo visible de la Iglesia, experimentó una cierta degeneración. La espiritualidad litúrgica sufrió un debilitamiento por el vuelco antropocéntrico del llamado Renacimiento -“Recaída”, prefería llamarlo Chesterton-. Los salmos, las antífonas, las lecturas de la Escritura ya no eran, como en los tiempos patrísticos, objeto de explicación y meditación y fuente de oración. Los ritos quedaron congelados en una extrema objetividad normativa, muy a tono con el voluntarismo moralista que había llegado aparejado con el antropocentrismo. Entre los fieles, el lugar de la liturgia fue siendo ocupado por libros y prácticas devocionales de carácter más privado.

En consecuencia de todo ello, la música de la Iglesia comenzó a irse poco a poco por los cerros de Úbeda. El movimiento litúrgico del siglo XIX contemplará escandalizado esas enormes misas musicalizadas para coro, solistas virtuosos y orquesta que se escriben en el barroco tardío, el clasicismo y el romanticismo. El contexto cultual había quedado como la excusa para reunir y remunerar a músicos de calidad y número suficiente como para abordar tan grandiosas composiciones.

El movimiento litúrgico, que en última instancia desembocará en el Vaticano II, rechaza todo este mundo cultual-musical. Con una indudable fidelidad a la tradición de la Iglesia, y con un sentido teológico y simbólico que será desarrollado teóricamente más tarde, reivindica la primacía del texto sobre la música; del canto gregoriano y de la polifonía según los modelos romanos del s. XVI -en este orden- sobre cualquier otro género de música; de la voz humana creada por Dios sobre los instrumentos hechos por el hombre; y del órgano de tubos sobre cualquier otro instrumento musical. Se pide que la música regrese a unas dimensiones de duración temporal que no desbaraten el desarrollo de los actos de culto. A comienzos del siglo XX empieza a cobrar importancia también la cuestión de la participación de los fieles con el canto, y esta dinámica acaba poniendo sobre la mesa con mucha fuerza la cuestión de la lengua usada en la liturgia.

Hasta aquí todo parecía ir bien. Pero a mediados del siglo XX -antes del Concilio Vaticano II- empezaron a ocurrir cosas extrañas. La fealdad fue admitida en las iglesias casi como opción preferencial. El minimalismo, los colores grises, la aversión a los elementos figurativos, decorativos y catequéticos, la luz fría y artificial, los ornamentos y objetos litúrgicos depauperados, y en lo más hondo, la música, que desde los años posteriores al Vaticano II ha alcanzado unos niveles de banalidad, fealdad, mediocridad y, sobre todo, inadecuación litúrgica, sin precedentes en la bimilenaria historia de la Iglesia.

Dado que la belleza había entrado en la liturgia como algo necesario y significante, no podía ocurrir de otro modo con su ausencia, hoy triunfante de facto. Es una grave desorientación el que la belleza en las iglesias produzca escándalo. Hace unos años me decía alguien que volvía de contemplar el esplendor de una de las grandes catedrales españolas: “estas cosas me quitan la fe”. Es de señalar que no se trataba de alguien especialmente inclinado hacia la pobreza en su vida personal. Este planteamiento pobrista ad extra, no infrecuente, denota, además de cierta incoherencia, una incomprensión de la liturgia cristiana y del fin de la belleza en los templos mucho mayor que la que se achaca a los campesinos supuestamente ignorantes de hace siglos.

Por otra parte, las contradicciones acaban saltando a la vista con incómoda claridad. A la hora de organizar una celebración de carácter más bien privado, véase una boda, nadie acude a los modelos musicales preconizados para la misa dominical. Todo el mundo acaba contratando a unos cantores hábiles para que llenen de belleza musical el acto litúrgico. No será raro el que esa persona que ha soñado con el Ave Maria con música de Schubert, o con el Cantate Domino con música de Haendel, todo ello para “su” misa, y que no ha escatimado medios para conseguirlo, a la hora de opinar sobre el culto dominical de su parroquia se sume al discurso “eclesialmente correcto” en pro de una “sencillez” y una suerte de “pobreza evangélica” cuya concreta manifestación es la mediocridad. Pero, ¿Es acaso más importante una celebración “particular” que la liturgia general y pública de la Iglesia?

Ciertamente, la fealdad que suele caracterizar actualmente al modo en que se celebra la liturgia católica de rito romano es un gran problema en sí misma. Para empezar, atenta contra la virtud de la justicia, que consiste en dar a cada uno lo que le corresponde. Se niega a Dios lo que le es debido, mientras que, en nuestra misma sociedad, realidades de nivel infinitamente inferior -véase cualquier acto político o institucional- son objeto de toda la sofisticación imaginable en cuanto a protocolo: tiempos, gestos, palabras, vestimentas, música, ubicación, etc. El esmero con que a día de hoy se cuida la “liturgia” civil, sobre todo en según qué ocasiones, puede llegar a ser de un puntillismo extenuante. Donde está tu tesoro, allí está tu corazón.

También desde un punto de vista apostólico y de cara al diálogo con la sociedad actual la fealdad con que se presenta la Iglesia en su culto público tiene un efecto demoledor. Una Iglesia que se avergüenza de la belleza que le es consustancial, transmite de sí misma una imagen de tristeza, de decadencia, de desolación, de cansancio, de desorientación, y en consecuencia, de vacuidad e insignificancia. Yo esto lo siento siempre que veo el antiguo y bellísimo altar abandonado, quizá incluso con su cruz y sus esbeltos candeleros, rechazado sólo por la costumbre reciente de que el sacerdote tenga que celebrar todo el tiempo vuelto hacia el pueblo, usando si es preciso un mamotreto puesto sobre una tarima.

Ahora bien, es claro que no se trata de caer  en un apego a los detalles estéticos. Sería todavía más penoso incurrir en una suerte de concupiscencia estético-litúrgica. No se trata de recaer en las parafernalias sin contenido que pudieron darse en ciertos momentos históricos. Se trata simplemente de reconocer el significado y asignar su significante. De considerar el fin y adecuar los medios bajo el gobierno de la prudencia. De abandonar, si hace falta, la soberbia de asceta pretencioso y dejarse inundar por la Luz increada, sin cegar ni decolorar las vidrieras que nos la comunican desde la Jerusalén celeste.