Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre 
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón, 
ponme a prueba y conoce mis sentimientos, 
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud. 

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso. 

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador. 

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso (¡Alabado sea por siempre!).

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones – Invocaciones –Expresiones de fe: Marta Robin –  La fecundidad del sufrimiento.

“¿Qué saldrá de mi pequeña miseria, de mis pruebas cristiana, amorosamente soportadas? Puede salir, seguramente para mí, gracias excepcionales de virtud y de santidad; para los seres que me son tan queridos, gracias brillantes de conversión y quizá para muchas, muchas otras almas, gracias maravillosas de salvación”.

Sufrir, el sufrimiento, es bueno y es malo. Y esto no es ejercicio de masoquismo sino expresión de lo que los mejores de entre los hijos de Dios han sabido hacer a tal respecto.

Quien sufre y se adentra en sí mismo de forma que no quiere comprender las razones intrínsecas de su sufrimiento pierde una gran oportunidad de obtener fruto de tal mal pasar por la vida en determinada circunstancia.

Pero hay quien sabe sufrir. Es decir, no podemos pensar que los creyentes que sufren pero saben las tales razones digan que nada les pasa cuando les pasa; tampoco que miren para otro lado cuando sangran sus heridas o cuando pasan noches enteras sin conciliar el sueño porque sus dolores pueden más que su cansancio. No. Lo que pasa es que tales hermanos nuestros saben algo que los demás no alcanzamos a conocer.

La Venerable Marta Robin sabía sufrir. Esto es más que conocido por cualquiera que conozca algo de su vida. Ella es un gran modelo porque es un ejemplo clarificador de hasta dónde se puede llegar a comprender y entender el porqué del sufrimiento.

Y es que el amor, ¡agárrense fuerte!, puede ser fructífero.

Soportar las pruebas por las que pasamos es manifestación de saber afrontar la lucha interior que eso supone. También que sea, sabiéndolo, una situación de pura miseria espiritual. Y es que no somos nada… menos aun entonces.

Podemos, por eso mismo, ser un poco más santos sabiendo sufrir. Es decir, aceptar el sufrimiento y ofrecerlo por santas intenciones es la forma aceptada por Dios a través de la cual nos hacemos más grandes. Y aumenta la carga de virtudes en nuestra vida y las ponemos en práctica porque comprendemos que nada es mejor que decir sí a lo que nos venga dado por Dios.

Pero es que, además, como en el caso muy especial de la Venerable Marta Robin, su saber sufrir nos sirve a los demás, a los que conocemos su vida y las circunstancias por las que pasó: para convertir nuestro corazón cobarde y tibio; para mostrar a Dios que somos capaces de un cierto entendimiento de nuestro sufrir o, en fin, para ser mejores.

Y también la salvación.

Sufrir, saber sufrir, es el camino más recto para llegar al definitivo Reino de Dios o, por decirlo de otra forma, a la vida eterna. Y todo eso a cambio de entender, de comprender y de, en suma, amar.

 

Eleuterio Fernández Guzmán