El término «nativos digitales» fue acuñado en 2001 por Marc
Prensky en la obra «Nativos e inmigrantes digitales» («Digital
Natives, Digital Immigrants»). Con ese concepto se aludía a
las personas nacidas en la década de los 90´s del siglo XX, es
decir, a todos aquellos que desde el inicio de su vida han
estado rodeados de
gadgets digitales. El contexto
general en el que el término se planteó fue el pedagógico.
Prensky esbozaba así las cosas: «¿Cómo denominar a estos
“nuevos” estudiantes del momento? Algunos los han llamado
N-GEN, por Generación en Red (net, en inglés), y también
D-GEN, por Generación Digital. Por mi parte, la designación
que me ha parecido más fiel es la de “Nativos Digitales”,
puesto que todos han nacido y se han formado utilizando la
particular “lengua digital” de juegos de ordenador, video e
Internet». Y a continuación confrontaba las modalidades de
aprendizaje tradicional con el surgido a raíz de las tecno-competencias,
apostando por la apertura a los retos y beneficios derivados
precisamente de esta última modalidad de conocimiento.
La así llamada «revolución digital» ha supuesto una
«revolución antropológica». ¿Qué significa esto? Las personas
que han nacido y crecido cuando internet ya existía conocen y
se relación de una forma distinta a como los hicieron quienes
fueron testigos del nacimiento y desarrollo de internet; o, en
otras palabras, de manera diferente a quienes tuvieron una
experiencia de pensamiento e interacción humana cuando la red
todavía no existía.
Esa revolución antropológica, que es consecuencia de la
permeabilidad de internet en la vida humana, tiene
implicaciones en ámbitos muy concretos de la vida de la
Iglesia como lo son la promoción vocacional y la formación de
sus futuros ministros.
Si recordamos que 18 es la edad mínima con la que muchos
jóvenes entran en los seminarios mayores o emiten su profesión
religiosa y si no perdemos de vista que 1995 es el año de la
mundialización de la web gracias a la
comercialización de «Internet Explorer» por parte de Microsoft,
el resultado es que desde el año 2003 los primeros «nativos
digitales» han comenzado a ingresar en los centros donde se
forman los futuros sacerdotes. Si hasta hace un par de años a
los seminarios entraban «migrantes digitales», en los próximos
años las eventuales vocaciones procederán de aquellos que
nacieron con internet bajo el brazo por comprensibles razones
de ley de vida.
Esta consideración supone mucho más que una mera
constatación de hecho: invita a la reflexión convertida en
desafió puesto que implica un re-pensamiento del
acompañamiento formativo que este tipo de personas precisa
dadas las características cognitivo-relacionales que llevan
consigo. Este reto es todavía más incisivo si se considera que
aquellos que están llamados a ofrecer el servicio del
acompañamiento son, en el mejor de los casos, «migrantes
digitales»: mientras que para estos últimos la forma de
percibir la web es más de tipo instrumental (internet
como una herramienta de comunicación) para los «nativos
digitales» la percepción es completamente distinta: es la de
un hábitat en el que desde siempre han estado inmersos.
Yendo incluso más allá de la mera cuestión
pedagógico-académica, el reto se vuelve más apremiante cuando
se plantea la manera como esta generación puede ser guiada al
encuentro con Dios. Mientras que para muchos de los formadores
la relación pasa por momentos de quietud, para los «nativos
digitales» la interacción es la manera como las relaciones se
actúan. Esto de por sí no indica una valoración positiva o
negativa de esas dos modalidades de sociabilidad: conlleva
ponderar las cosas según categorías que ya no son las mismas
(o al menos ya no dicen lo mismo) para unos y para otros: esto
es lo que podríamos llamar «choque de categorías de
percepción».
Todo lo anterior no supone para los formadores abrirse
acrítica e indiscriminadamente a lo digital aunque sí
esforzarse por captar una «forma mentis» distinta a la de la
propia generación. El riesgo de afrontar deficientemente el
encuentro con lo digital en los seminarios puede individuarse
en el mero trasladar las impresiones personales de la
autoridad de turno y no, como sería de esperar, en el
resultado reflexivo que involucra a otros para entender en
profundidad las implicaciones de la revolución digital en las
vidas concretas de las personas que se preparan para ser
sacerdotes.
Para el formando, el reto no es de menor relevancia: no
está dicho que no pueda ser educado en una gradual renuncia
nacida no sólo de la ascesis propia de quienes consagran su
vida a Dios sino también en la comprensión de la forma
«tradicional» de conocer y relacionarse con el hombre, el
mundo y Dios de las generaciones precedentes.
En ambos casos es preciso avanzar hacia una dimensión
integradora en la que todas las relaciones posibles, inclusive
las vividas en las redes sociales, son adecuadamente colocadas
y armonizadas en la vida de quienes las desarrollan.
Interesado por estas realidades, el magisterio de la
Iglesia ha dado un paso adelante al considerar de modo
específico las redes sociales, el internet como lo es hoy en
día. Fue Benedicto XVI, en el Mensaje para la Jornada Mundial
de las Comunicaciones Sociales de 2013, quien ha pasado de una
cierta percepción más o menos predominante en la Iglesia que
veía las redes sociales como un mundo alternativo.
La distinción artificial entre «mundo virtual» y «mundo
real» procedía originalmente nada menos que del género de la
literatura de ficción: en 1984 apareció la obra «Neuromante»
de William Gibson. En ella se hablaba del «ciberespacio»
aludiendo con esa expresión a una realidad de vida paralela
donde era también posible la existencia humana. El vocablo fue
posteriormente trasladado y aplicado a la actividad humana
desarrollada en internet.
En la fuente más arriba referida, Benedicto XVI dice: «El
ambiente digital no es un mundo paralelo o puramente virtual,
sino que forma parte de la realidad cotidiana de muchos,
especialmente de los más jóvenes». Y a renglón seguido añade:
«Las redes sociales son el fruto de la interacción humana
pero, a su vez, dan nueva forma a las dinámicas de la
comunicación que crea relaciones; por tanto, una comprensión
atenta de este ambiente es el prerrequisito para una presencia
significativa dentro del mismo».
El reto de formar a los futuros sacerdotes de la Iglesia al
tiempo de las redes sociales pasa entonces también –en
sintonía con lo dicho por Benedicto XVI– por una adecuada
comprensión del ambiente digital. Es verdad que aquí no se da
la receta acerca del cómo hacerlo pero al menos se ha tomado
el reto de plantear abiertamente la cuestión, materia
ineludible en la vida de la Iglesia para los próximos años. Lo
que está en juego no es poca cosa.