«Por este Cristo mío, yo caminaría día y
noche hasta el infierno; por lo que digan los hombres, no
levantaría la mano», afirmó
este fundador de los camilos, lleno de pasión, sin despegar
sus ojos de un crucifijo. Cuando nació en Bucchianico, Italia,
el 25 de mayo de 1550, su madre era de edad avanzada y había
perdido a otro hijo anterior. Volcó toda su ternura en él,
enseñándole a amar a Dios y al prójimo, hasta que la muerte
los separó cuando el muchacho tenía la difícil edad de 13
años. Tuvo tiempo de constatar que, pese a sus delicadas
atenciones, Camilo mostraba un carácter harto pendenciero.
Estaba seducido en exceso por ciertos vicios, y realizaba
alguna que otra fechoría. Escuchaba sus buenos consejos, pero
enseguida los olvidaba. Juan, su padre, quiso encaminarle al
estudio de las letras, pero fracasó. El joven quería imitarle
en la carrera militar, y no pudo impedirlo.
A los 18 años se
embarcó junto a su progenitor y a unos primos buscando gloria
y dinero. Iban a enrolarse en una guerra contra el Turco, pero
como Juan no tenía ni edad ni salud para esa aventura,
tuvieron que retornar a casa. Por el camino, éste perdió la
vida. Invadido por la miseria y el hambre, sin nadie en el
mundo ni sombra de porvenir, con fiebre y el pie herido,
Camilo se encontró frente a sí mismo. De vuelta al hogar
paterno, vio unos frailes y de su interior brotó el afán de
hacerse franciscano. Al llegar a casa de su tío, que era
religioso en L’Aquila, le confió su anhelo. Pero al tiempo que
mejoraba, el noble pensamiento se esfumó y nuevamente le
sobrevino la idea de implicarse en otras luchas. Antes, se fue
a Roma al hospital de Incurables para curarse la llaga que se
le había formado en el pie, y allí atendió a los enfermos
hospitalizados, pero no enderezó su vida. Desafiando a la
suerte de forma temeraria, se convirtió en un ludópata y fue
expulsado del hospital. Después, emprendió una frenética
carrera alistado en el ejército, que le iba sumiendo en un
pozo sin fondo.
Durante cuatro años sus señas de identidad fueron toda
clase de pasiones en las que predominaba el vicio del juego,
hasta que lo perdió todo y se vio en la disyuntiva de
convertirse en un ladrón o en un mendigo. Optó por esto
último, y un señor que algo vio en este pordiosero, le propuso
trabajar como peón de albañil para los frailes capuchinos.
Acarreó borricos venciendo la humillación que eso suponía para
alguien que había empuñado las armas. La ayuda que le
prestaron los religiosos fue despertando en él elevados
sentimientos que reverdecían con el recuerdo de los consejos
maternos. Hallándose en peligro de muerte en alta mar, de
nuevo había hecho voto de abrazar el carisma franciscano. En
ese momento no olvidaba que un fraile le dijo: «Dios lo es
todo, lo demás es nada». El padre Angelo lo había acogido
en San Giovanni Rotondo hablándole de un amor incomparable: el
divino. El 2 de febrero de 1575, yendo en un asno por el Valle
del Infierno, camino de Manfredonia, sumido en estos
pensamientos, se convirtió. Pidió perdón a Dios con toda su
alma, volvió al convento y vistió el hábito capuchino.
A los pocos meses, como la llaga de su pie seguía abierta,
los religiosos le sugirieron que la curase; era una condición
para poder seguir en la Orden. Se trasladó a Roma al mismo
hospital del que fue despedido tiempo atrás, y como no tenía
medios para costear su tratamiento se prestó para servir a los
enfermos. Durante cuatro años les prodigó ejemplares cuidados.
Al cerrarse la llaga, regresó al convento, pese a que su
confesor, san Felipe Neri, había querido disuadirlo. Estando
allí, otra vez se abrió la herida y partió a Roma dirigiéndose
al hospital de Incurables. Fue elegido gerente del mismo.
Observaba con pesar que los enfermos no recibían la atención
debida, y el 14 de agosto de 1582 pensó en «hombres
piadosos y generosos, que no quieran saber nada de salarios o
compensaciones de ningún tipo, sino guiados y movidos
únicamente por el amor a Dios, y a estos pobres… que los
cuiden con el amor que tiene una madre para con su hijo único
enfermo…». En ello influyó también haber visto en el
muelle a un enfermo desasistido.
Cursó estudios y fue ordenado sacerdote en 1584. Seguía
adelante con la idea de contar con lo preciso para asistir a
los enfermos convenientemente. Hacía todo lo que estaba a su
alcance, llenándoles de ternura. Sencillo, y claro en su
compromiso, cuando uno agradeció sus desvelos, advirtió:
«Nada de ceremonias, hijo mío, tú eres mi dueño, eres otro
Cristo, y yo soy tu esclavo». Algunos de sus cercanos
colaboradores seguían sus pasos en esta delicada atención,
compartían oraciones, meditación y lectura de textos
espirituales. Con ellos puso los cimientos de su fundación ese
mismo año, haciendo frente a discordias, rivalidades y
envidias. Los problemas, incluidos los eclesiales, arreciaron
cuando determinó dejar el centro junto a sus hombres. Hasta
san Felipe Neri desaconsejó la nueva fundación. Siguió
adelante y su obra fue aprobada por Sixto V en 1586.
Durante 36 años vivió con la llaga del pie abierta
considerándola «gracia y misericordia de Dios» y «caricia
divina». Nadie podía sospechar que también portaba esa cruz.
Atendió a los enfermos heroicamente en medio de muchos
contratiempos y epidemias de tifus y peste, en Nápoles, Roma,
Milán... También se ocupó de los presos y de los moribundos.
En 1613 las muchas fatigas y las enfermedades, que nunca le
abandonaron, doblegaron su cuerpo, que no su espíritu.
Culminando su vida, visitó a sus enfermos en el hospital con
estas conmovedoras palabras: «Hermanos, me sentiría
dichoso de morir aquí entre vosotros… me voy con el cuerpo,
pero os dejo mi corazón…». Siempre antepuso su cuidado a
cualquier otro deber aunque fuese con personas ilustres que
acudían a él. Si en ese momento se hallaba atendiendo a alguno
de ellos, rogaba: «Decidle que tenga paciencia; estoy
ocupado con nuestro Señor Jesucristo». Murió el 14 de
julio de 1614. Benedicto XIV lo canonizó el 29 de junio de
1746.