Recordar la doctrina católica es un servicio que se presta a los fieles

 

Recuerdo una experiencia propia. Hace ya muchos años celebraba la Misa un domingo en una parroquia de la que yo había sido, por poco tiempo, párroco. Ese día ya no lo era. Y me tocó leer el pasaje de Mateo 5,32: “Se dijo: ‘El que repudie a su mujer, que le dé acta de repudio’. Pero yo os digo que si uno repudia a su mujer – no hablo de unión ilegítima – y se casa con otra, comete adulterio”.

Con esas palabras, “no hablo de unión ilegítima”, Jesús no contempla una excepción a la indisolubilidad del matrimonio, sino que se refiere a uniones que no son, en absoluto, matrimonio.

Pero vayamos a la anécdota. La lectura de ese versículo de San Mateo provocó, en alguien que estaba hacia el fondo de la iglesia, una reacción airada. Algo así como “cállese, no se meta en eso”. No recuerdo la expresión exacta. Yo me limité a responder que si, en la celebración de la Misa, no se puede leer el Evangelio, muy mal van las cosas.

No increpaba esa persona, era un hombre, mi predicación. Ni siquiera había empezado a predicar. Se revolvía él contra nada menos que las palabras de Cristo. Pretendía, quizá cuestionado en su personal situación – no lo sé - , evitar que las palabras de Jesús le resultasen molestas.

En cierto modo, su reacción era lógica. No nos gusta que nos digan que algo que para nosotros está bien está, realmente, mal. Bueno, nos escuece que nos lo digan porque, en el fondo, sabemos que está mal. Lo que nos escuece es que nos lo recuerden.

Si alguien está convencido de que puede dejar a su mujer y casarse con otra, o a su marido y casarse con otro, si  alguien cree que eso está muy bien, no entiendo por qué pretende que la Iglesia – sea el Papa o sean los obispos – le dé la razón. Nadie busca que otros aprueben la convicción íntima de que pegarle a la propia madre es muy feo. Nadie lo pretende. Sabemos que está mal y nos basta.

Si buscamos con una exigencia inaudita el aplauso para una conducta que sabemos que no es ejemplar, dejamos entrever que nuestra convicción no es tan firme como, interesadamente, nos parece.

Recordar a los fieles, y a nosotros mismos, que también somos fieles cristianos, la doctrina de Cristo no es un agravio que se le haga a nadie; más bien, es un servicio que se presta a todos. Los bailes de disfraces pueden ser muy divertidos, pero solo en un contexto de broma y de frivolidad. A nadie le agradaría que, si ha de ser intervenido quirúrgicamente, alguien se disfrazase de cirujano sin serlo.

¿Qué importaría que el obispo, el párroco o hasta – pongamos un imposible – el Papa me diese la razón en lo que yo sé que no me puede dar la razón? No serviría de nada. Una de dos: si sé que hago lo correcto, no hace falta que nadie me lo diga, ya lo sé. Si creo que lo que hago no es lo correcto, es una muestra de irresponsabilidad pedir que otros me tranquilicen. Esta necesidad de aprobación externa revela una enorme inseguridad de fondo.

Eso sí. De esa anécdota, las protestas por haber leído el pasaje prescrito en la liturgia del domingo, he aprendido algo: la suma utilidad de los entrecomillados. Poner entre comillas una o varias palabras nos descarga, en cierto modo, de la autoría de esas palabras. Y es justo que sea así. Yo no puedo erigirme en norma para nadie. Yo sí puedo citar lo que Jesús ha dicho – tal como ha sido recogido en los evangelios – o lo que la Iglesia enseña – tal como se contiene en el Catecismo de la Iglesia Católica - .

Y si han de pedirle cuentas a alguien, se las tendrán que pedir a Jesucristo o al Papa. Y no creo que un católico se atreva a hacer, si es católico, ni una cosa ni otra. Y si lo hiciese, allá él; quedaría en evidencia.

A los sacerdotes, a quienes nos toca el honor y la responsabilidad de recordar a los demás fieles la doctrina católica, les recomiendo un ejercicio de fidelidad y de humildad. Si hay que decir algo que pueda resultar comprometido, entrecomillemos siempre.

La sencillez no está reñida con la astucia. De momento, al menos. Y siempre queda el martirio, pero no me parece que haya que buscarlo. Si viene, se acepta con la ayuda de Dios.

 

Guillermo Juan Morado.