XVI. Necesidad de la gracia

 

La naturaleza íntegra

            En el tratado de la gracia de la Suma Teológica, en la cuestión titulada «De la necesidad de la gracia», indica Santo Tomás que: «De dos modos podemos considerar la naturaleza del hombre: primero, en su integridad (…) segundo, corrompido en nosotros después del pecado de nuestro primer padre»[1].

            Distingue, por tanto,  entre la naturaleza íntegra y la naturaleza caída. El estado de naturaleza íntegra es el de la naturaleza humana con todas sus  fuerzas, e incluso con los dones preternaturales concedidos al primer hombre y transmitibles a sus descendientes –integridad, perfecto dominio de todas las cosas, impasibilidad, inmortalidad–, pero sin la gracia. Es un estado hipotético, porque desde la creación del hombre y antes del pecado de Adán, Dios  había elevado, con la gracia, a la naturaleza humana para que consiguiera el fin sobrenatural, a la que la destinaba; y la había enriquecido con los dones preternaturales,  que perfeccionaban en grado eminente a la naturaleza humana en orden a este fin sobrenatural.

 

Fin natural y fin sobrenatural

            Argumenta Santo Tomás sobre el fin sobrenatural que: «La beatitud perfecta del hombre consiste (…) en la visión de la divina esencia. Ver a Dios en su esencia es algo que excede, no sólo a la naturaleza humana, sino también a la de toda criatura»[2].

            Puede también distinguirse entre un fin natural y otro sobrenatural, porque: «Las criaturas están ordenadas por Dios a un doble fin. Uno, desproporcionado por exceso con la capacidad de la naturaleza creada, y este fin es la vida eterna, que consiste en la visión de Dios y que está por encima de la naturaleza de toda criatura (…) El otro es proporcionado a la naturaleza creada, o sea un fin que la naturaleza puede alcanzar con sus propias fuerzas»[3].

            Se podría objetar con este argumento de tipo pelagiano: «La vida eterna es el último fin de la vida humana. Pero cualquier cosa natural puede alcanzar su fin mediante sus fuerzas naturales. Luego con mayor razón el hombre, que es de una naturaleza superior, puede alcanzar la vida eterna con sus fuerzas naturales sin la gracia»[4].

            La respuesta de Santo Tomás es la siguiente: «La objeción se refiere al fin connatural al hombre»[5]. Es un fin que: «es proporcionado a la naturaleza creada, o sea un fin que la naturaleza puede alcanzar con sus propias fuerzas»[6]. Consiste en llegar a Dios, conocido como principio y fin de todo lo creado –y, por tanto, como providente[7]–, por las facultades espirituales del entendimiento y de la voluntad, y de acuerdo con ello vivir conforme a la recta razón o vivir una vida honesta, que es «el buen vivir total»[8]. En conseguir este fin último está la «felicidad perfecta»[9] natural.

            En la respuesta a la objeción, se refiere seguidamente al fin sobrenatural, que, a diferencia del natural, es «desproporcionado por exceso con la capacidad de la naturaleza creada, y este fin es la vida eterna, que consiste en la visión de Dios y que está por encima de la naturaleza de toda criatura»[10]. El hombre elevado sobrenaturalmente podrá ver a Dios en sí mismo, en su unidad de esencia y trinidad de personas.

            Aunque el hombre sólo podría alcanzar su fin natural, puede, sin embargo, ser ordenado  a un fin sobrenatural por la acción de la gracia de Dios, porque: «La naturaleza humana por lo mismo que es más noble, puede dirigirse a un fin superior –al menos con el auxilio de la gracia–, al cual las naturalezas inferiores en modo alguno pueden llegar. Así como está mejor dispuesto para conseguir la salud el hombre, que puede conseguirla con algunos auxilios de la medicina, que aquel que no puede conseguirla de ninguna manera»[11]

            Se puede decir que la naturaleza humana, además de estar en «potencia natural» con respecto a su fin natural, también con relación al fin sobrenatural está en «potencia obediencial». Explica Santo Tomás que: «Algo está en potencia para otra cosa de una doble manera; la primera en potencia natural, y así el intelecto creado está en potencia para conocer todas aquellas cosas que pueden ser manifiestas con su luz natural (…); en cambio, de algunas cosas la potencia es sólo obediencial, lo mismo que se dice que algo está en potencia para aquellas cosas que Dios puede hacer en él por encima de la naturaleza»[12].

            Esta parte de la respuesta queda precisada con la siguiente conclusión del Aquinate, en el mismo lugar: «La vida eterna es un fin que excede la proporción de la naturaleza humana; por lo cual el hombre, con sus fuerzas naturales, no puede hacer obras meritorias proporcionadas a la vida eterna, sino que para esto  necesita una fuerza superior, que es la fuerza de la gracia. Luego sin la gracia no puede merecer la vida eterna»[13].

 

La naturaleza caída

            El hombre con su naturaleza íntegra hubiera podido hacer todo el bien que correspondía a la perfección de esta naturaleza. Declara explícitamente Santo Tomás: «En el estado de naturaleza íntegra, en cuanto a la suficiencia de su virtud operativa, podía el hombre –por sus fuerzas naturales- querer y obrar el bien proporcionado a su naturaleza»[14].

            No así, en cambio, en el estado de la naturaleza caída, que  expresa la situación en la que, después del pecado de Adán, con la perdida de la gracia y de los dones preternaturales, quedó la naturaleza humana. El estado de la  naturaleza caída, aunque sin dones sobrenaturales y preternaturales, no es idéntico al de la naturaleza íntegra. El pecado no le supuso al hombre la pérdida de su naturaleza, porque sin ella el hombre pecador no hubiera sido hombre, pero si que le afectó y de manera que quedó corrompida o alterada su naturaleza.

            Santo Tomás compara esta variación con una «herida». Al igual que ésta produce la desorganización en el normal y regular funcionamiento del cuerpo humano, el pecado rompe la armonía en las inclinaciones de las facultades humanas.

            Al hombre, en este estado de su naturaleza, sus facultades le han quedado como en lucha. «Todo el orden de la justicia original provenía de que la voluntad del hombre estaba sometida a Dios, sujeción que principalmente se realizaba por la voluntad, a la cual pertenece mover todas las otras partes hacia su fin. Luego de la aversión de la voluntad respecto de Dios, se siguió el desorden en todas las restantes fuerzas del alma»[15].

            San Agustín ya había escrito: «El alma, complaciéndose en el uso perverso de su propia libertad y, desdeñándose de estar al servicio de Dios, quedó privada del servicio anterior del cuerpo; y como había abandonado voluntariamente a Dios, superior a ella, no tenía a su arbitrio al cuerpo inferior, ni tenía sujeta totalmente sujeta la carne, como la hubiera podido tener siempre si ella hubiese permanecido sometida a Dios. Así comenzó entonces la carne a tener apetencias contrarías al espíritu. Nacidos nosotros con esa lucha y arrastrando con nosotros el origen de la muerte, llevamos en nuestros propios miembros y en nuestra naturaleza viciada la lucha o la victoria de la primera prevaricación»[16].

 

Las obras de la naturaleza caída

            Aunque esté afectado por el pecado, en el estado de naturaleza caída, el hombre no hace siempre y en todo el mal. Puede hacer cosas buenas, pero no puede hacer el bien que podría hacer con una naturaleza sana, no herida por el pecado. El hombre, por consiguiente, como nota Santo Tomás: «En el estado de naturaleza caída es deficiente también en lo que puede según su naturaleza, de manera que no le es posible obrar el bien en toda su amplitud».

            Insiste el Aquinate en indicar que a pesar de tener el hombre una naturaleza enferma: «Sin embargo, como la naturaleza humana no está de tal modo corrompida por el pecado que esté privada de todo bien de la naturaleza, puede uno –también en el estado de naturaleza caída- por virtud de su naturaleza, hacer algún bien particular (…) pero no todo el bien que le es connatural, hasta el punto de que en ninguna cosa sea deficiente; lo mismo que el enfermo puede hacer algunos movimientos, aunque no con la perfección del hombre sano, mientras no se restablezca con el auxilio de la medicina»[17]

            El hombre no puede hacer todo el bien que tendría que hacer y al que se siente llamado por naturaleza. «Puede no obstante, hacer obras que alcancen algún bien connatural al hombre, como trabajar en el campo, beber, comer, tener amigos y otras semejantes»[18]. No hace, por tanto, siempre el mal, sino que puede hacer  algunos bienes de los que le son posibles hacer según su naturaleza, físicos, como trabajar,  y morales, como cultivar la amistad.

 

El amor a Dios

            Entre las cosas moralmente buenas que puede hacer el hombre, con una naturaleza enferma pero no muerta, está el amar a Dios, como autor y fin de todo lo creado -atributos, que al igual que la existencia divina, descubre con su razón-, y sobre todas las cosas y hasta sobre sí mismo. Sin embargo, este amor, mandado en el primer principio de la ley natural y de la ley divina,  y que se puede llamar natural, es imperfecto.

            Para comprender el grado de esta imperfección, es preciso tener en cuenta, en primer lugar que el amor a Dios puede ser natural  y sobrenatural. En esta misma cuestión sobre la necesidad de la gracia, Santo Tomás los distingue de este modo: «La naturaleza ama a Dios sobre todas las cosa en cuanto es principio y fin del bien natural; y la caridad en cuanto que es el objeto de la bienaventuranza y en cuanto que el hombre constituye con Dios cierta sociedad espiritual»[19].

            Es natural en el hombre amar a Dios con amor natural más que a sí mismo, porque: «Toda criatura en cuanto a su ser pertenece principalmente a Dios». Argumenta Santo Tomás que: «En los seres del mundo observamos que aquello cuyo ser pertenece por naturaleza a otro, se inclina con preferencia y más al otro que a sí mismo (…) Así, por ejemplo, la mano que se expone sin deliberación a los golpes para la conservación de todo el cuerpo. Y como la razón imita a la naturaleza, hallamos también esta inclinación en las virtudes sociales; y así lo propio del ciudadano virtuoso exponerse al peligro de muerte por la conservación de toda la ciudad». Se sigue de ello que los hombres: «con amor natural aman con preferencia y más a Dios que a sí mismos»[20].

            En segundo lugar, que el amor natural a Dios puede ser perfecto o imperfecto. El amor natural perfecto, se denomina también eficaz, porque puede subordinar todos los afectos y actividades humanas. El amor natural imperfecto es ineficaz, porque no puede dominar los otros afectos de la voluntad y todas las obras.

            En el estado de naturaleza caída por su misma naturaleza, supuesto el concurso general de Dios, el hombre no puede amar a  Dios, como principio y fin de todos los bienes naturales, con amor perfecto o eficaz. «En el estado de naturaleza caída el hombre falla en esto debido al apetito racional de la voluntad, que por la corrupción de la naturaleza sigue el bien particular, a no ser que sea restablecido por la gracia de Dios».

            En cambio: «El hombre en el estado de naturaleza íntegra, ordenaba el amor de sí mismo al amor de Dios como a su propio fin, y lo mismo el amor de todas las demás cosas, y así amaba a Dios más que a sí mismo y sobre todas las cosas».

            Por consiguiente: «El hombre en el estado de naturaleza íntegra, para amar a Dios sobre todas las cosas con amor natural, no necesitaba un don de la gracia añadido a sus facultades naturales, aunque necesitara que le moviera el auxilio de Dios. Pero en el estado de naturaleza caída necesita además el auxilio de la gracia, que restablece la naturaleza»[21].

 

El poder efectivo de la naturaleza íntegra

            Santo Tomás considera también el amor a Dios no sólo afectivamente, o con el corazón, sino también en cuanto se traduce en obras cumpliendo los divinos preceptos o mandamientos. Igualmente en su cumplimiento, por una parte, es preciso distinguir entre el natural y el sobrenatural. En el primero, se cumplen los preceptos por amor natural a Dios, por amor al autor y fin de todo lo creado. En el sobrenatural, por amor sobrenatural a Dios, como principio de la gracia y objeto de bienaventuranza eterna.

            Por otra parte, los preceptos se pueden cumplir de dos formas: en cuanto a la substancia, si se cumple lo mandado;  y en cuanto al modo, si se hace además de modo virtuoso. Así, por ejemplo, se puede decir la verdad, y se cumple así el octavo mandamiento, pero si además se hace por amor de Dios, se cumple el precepto en cuanto a la substancia y en cuanto al modo[22].

           En el artículo, que Santo Tomás dedica al cumplimiento de los preceptos de la ley con el poder de la naturaleza, explica que: «De dos maneras se pueden cumplirse los mandamientos de la ley. Uno, en cuanto a la substancia de las obras, es decir, en cuanto que el hombre hace obras de justicia y fortaleza y otros actos virtuosos». Todavía en esta última manera se puede distinguir entre el modo natural y el sobrenatural, según se haga por amor de Dios como autor y fin de lo creado o por amor de Dios como autor de la gracia y de la salvación eterna. De una segunda manera: «Pueden cumplirse los mandamientos de la ley no sólo en cuanto a la substancia de la obra, sino también en cuanto al modo de obrar, es decir, que sean cumplidos por caridad».

            Aplicando estos principios, concluye el Aquinate: «El hombre en el estado de naturaleza íntegra pudo cumplir todos los mandamientos de la ley (…) pero en el estado de naturaleza caída no puede el hombre cumplir todos los mandamientos divinos sin la gracia sanante»[23].

            El hombre, en el estado de naturaleza íntegra por su misma naturaleza, que poseía todas sus fuerzas, y sólo con el concurso general de Dios, podía cumplir los preceptos de la ley divina, tanto individualmente como en todo su conjunto y además en cuanto a la substancia y en cuanto al modo, aunque al modo natural, y no por algún tiempo, sino siempre. De manera que: «en el estado de naturaleza íntegra podía el hombre no pecar ni mortal ni venialmente»[24]. La razón es porque: «de otra manera no estaría inmune de pecado, puesto que pecar no es más que traspasar los mandamientos divinos»[25].

 

El poder efectivo de la naturaleza caída

            En el estado de naturaleza caída, puesto que el hombre tiene debilitado el libre albedrío, puede hacer algún bien pero no todo el que podría hacer. Puede con las fuerzas que le quedan, y con el concurso general de Dios, cumplir  algunos mandamientos, los más fáciles de observar, por no requerir todas las fuerzas de su naturaleza. Una segunda limitación es que estos determinados mandamientos sólo se pueden cumplir en cuanto a la substancia, no, en cuanto al modo, en sentido natural o por amor a Dios principio y fin de lo creado.

            El hombre con su naturaleza caída no puede, por tanto, cumplirlos todos los mandamientos tomados conjuntamente. No le es posible ni en cuanto a la substancia ni en cuanto al modo natural. Explícitamente concluye Santo Tomás que: «aunque pueda cumplir alguno en cuanto a la substancia y con dificultad, con todo, no puede cumplirlos todos, como tampoco puede evitar todos los pecados»[26].

            Respecto al pecado, de manera más precisa afirma también que: «En el estado de naturaleza caída (…) antes que la razón del hombre –ya en pecado mortal- quede reparada por la gracia justificante, puede evitar cada uno de los pecados mortales en particular y por algún tiempo (…) pero no puede permanecer mucho tiempo sin pecado mortal»[27].

            Se pueden evitar los pecados mortales individualmente, que es más fácil que evitarlos todos, pero sólo por tiempo limitado, porque: «persistir en las grandes obras es más difícil; pero también ofrece dificultad el persistir por mucho tiempo en las pequeñas o mediocres (…) por la duración de la cual se ocupa la perseverancia»[28].

 

La aceptación  de la gracia por la naturaleza íntegra

            El dominico tomista Francisco Marín-Sola (1873-1932) en el último de sus escritos sobre las mociones divinas, intento resumir y concretar la expuesta doctrina de Santo Tomás de la necesidad de la gracia del siguiente modo: «La naturaleza caída  puede sin la gracia: 1. Amar a Dios con amor ineficaz o imperfecto pero no con amor eficaz o perfecto. 2. Guardar algún mandamiento; pero no colectivamente todos los mandamientos. 3. Evitar algún pecado, y aún todos los pecados por algún tiempo; pero no todos los pecados por largo tiempo 4. Vencer las tentaciones leves; pero no las tentaciones graves. 5. No poner impedimento o no resistir a la gracia en cosas fáciles o por poco tiempo; pero no en cosas difíciles; ni aun en fáciles por largo tiempo. 6. Perseverar por algún tiempo en el bien; pero no perseverar hasta el fin, ni siquiera por mucho tiempo»[29].

            El quinto punto, que se refiere a la posibilidad de la naturaleza caída de no poner impedimentos a la gracia, podría considerarse  que se infiere de lo que había escrito San Tomás en la Suma contra los gentiles, en el capítulo que trata  la culpabilidad del hombre por no convertirse, a pesar de que para esta conversión a Dios necesita de su gracia.  El Aquinate concluye en este capítulo: «Y como quiera que está al alcance de libre albedrío el impedir o no la recepción de la gracia, no sin razón se le imputa como culpa a quien obstaculiza la recepción de la gracia, pues Dios, en lo que de Él depende, está dispuesto a dar la gracia a todos como se dice en la primera carta a Timoteo: “Quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4). Y sólo son privados de la gracia quienes ofrecen en sí mismos obstáculos a la gracia; tal como se culpa al que cierra los ojos, cuando el sol ilumina al mundo, si de cerrar los ojos se sigue algún mal, aunque él no pueda ver sin contar con la luz del sol»[30].

             La naturaleza humana con respecto a la gracia de Dios, universal e idéntica para todos, puede acogerla –no ponerle obstáculos, que es un bien o una perfección–, o , por el contrario, rechazarla  –poniendo obstáculos, que es un mal–. Opción que, según este texto,  puede realizarla el hombre sin la gracia de Dios. Parece, por tanto, que queda confirmada la tesis de Marín-Sola que la naturaleza caída sin la gracia puede no poner impedimentos y, por tanto, aceptar la gracia suficiente, la gracia general que permite hacer obras fáciles por un tiempo y elevarlas al orden sobrenatural.

            Sin embargo, seguidamente, al comenzar el capítulo siguiente, precisa Santo Tomás: «Lo que se ha dicho de que depende del poder del libre albedrío el no poner obstáculo a la gracia, corresponde a aquellos en quienes está íntegra la potencia natural. Más si por un desorden precedente se desviase hacia el mal, no dependerá absolutamente de su voluntad el no poner ningún obstáculo a la gracia. Pues aunque en un momento pueda por su propia voluntad abstenerse de un acto particular de pecado, sin embargo, si se abandona a sí mismo por largo tiempo caerá en el pecado, con el cual se pone un obstáculo a la gracia»[31].

            En el estado de naturaleza íntegra el hombre podía elegir siempre entre el abrirse y el cerrarse a la gracia, aunque como el sol la necesitaba para su perfección. En cambio, en el actual estado de naturaleza caída, no puede con su voluntad no poner obstáculos a la gracia, porque aunque puede no cometer algunos pecados, con su naturaleza sola, cae con en el tiempo en el pecado y se cierra así a la gracia.

           

La aceptación de la gracia por la naturaleza caída

            Marín-Sola, en cambio, sostiene que la naturaleza por sí misma, en el estado actual, puede no poner impedimento a la gracia suficiente, para los actos imperfectos o fáciles. La no resistencia a la gracia suficiente o general sería un bien y, con ello, un bien natural precedería a la gracia suficiente, aunque nota que: «el no poner impedimento, cuando es hecho por la naturaleza sola, esto es, antes de recibir la primera gracia, no tiene relación alguna infalible con la consecución de la gracia».

            Sostener lo contrario sería sostener la tesis molinista, que cita a continuación: «al que hace lo que puede por el poder de su naturaleza, Dios no le niega la gracia». En cambio, como reconoce Marín-Sola, «aceptan unánimemente los tomistas» la afirmación: «al que hace lo que puede por virtud  de la gracia, Dios no le niega ulteriores gracias».

            Por ello, afirma  que se reciben otras gracias, porque: «el no poder impedimento, cuando es hecho con la gracia, tiene relación infalible con ulteriores gracias»[32]. Por consiguiente, la naturaleza actúa con la gracia suficiente para no poder impedimentos.

            Sin embargo, parece que para Marín-Sola la primera aceptación de la gracia es por la sola naturaleza. Lo confirma la siguiente argumentación, que da para exponer lo que puede la naturaleza con la gracia suficiente: «Puesto que para el tomismo la naturaleza no está sana, ni muerta, sino enferma, y, por tanto, no puede por sí sola nada perfecto o difícil, pero puede lo fácil o imperfecto; puesto que para el tomismo la gracia suficiente es una verdadera gracia sobrenatural, que eleva las fuerzas de la naturaleza, pero sin disminuirlas en lo más mínimo, síguese lógicamente que la naturaleza caída, con la gracia suficiente puede hacer en el orden sobrenatural todo aquello que sin ella puede hacer en el orden natural»[33].

            Para Marín-Sola, la gracia suficiente, por consiguiente, lo que haría a la naturaleza caída –que la aceptaría o no pondría impedimento por sus propias fuerzas–,  es únicamente «elevarla» al orden sobrenatural. Por ello, se harían  las mismas obras con la gracia suficiente  que con la sola naturaleza caída , aunque con la primera con la cualidad sobrenatural.. Indica seguidamente el tomista navarro que la naturaleza caída: «con la gracia suficiente (…) puede de hecho: «1. Amar a Dios con amor ineficaz o imperfecto. 2. Guardar algún mandamiento. 3. Evitar algún pecado, y aun todos por algún tiempo. 4. Vencer las tentaciones leves. 5. No poner impedimento o resistencia a la gracia en cosas fáciles y por poco tiempo. 6. Perseverar algún tiempo en el bien; esto es, en cualquiera de las cinco cosa anteriores»[34].

 

Elevación y sanación de la gracia

La gracia eleva a la naturaleza pero también la restaura, lo que no parece tener en cuenta Marín-Sola. La naturaleza humana con respecto a la gracia es capaz o su sujeto, porque: «La gracia presupone la naturaleza, al modo como una perfección presupone lo que es perfectible»[35]. Además, la gracia se armoniza con ella, porque: «La gracia no anula la naturaleza, sino que la perfecciona»[36] o  eleva al plano superior de lo sobrenatural y también completa su bondad natural. Como consecuencia, al perfeccionarla la restaura en su mismo orden natural, o la sana por estar herida o enferma por el pecado. El hombre en su estado actual: «necesita del auxilio de la gracia, que cure su naturaleza»[37].

La libertad humana, enferma en su situación de pecado, es sanada o restaurada por la gracia suficiente, conseguida por Cristo, y puede así no poner impedimentos a la gracia, lo que le era imposible sin ella. El no poner impedimento a la gracia es fruto de la misma gracia, que ha regenerado o perfeccionado a la libertad en el estado de de naturaleza caída para que pueda aceptarla. La libertad regenerada de la buena voluntad, que la gracia ha hecho buena, acepta libremente a esta gracia, en quien, por tanto, siempre está el comienzo de la misma regeneración y salvación.

La iniciativa siempre es exclusiva de la gracia y también con la gracia suficiente Como decía San Bernardo «trocando nuestra mala voluntad» o haciéndola buena, pero sin quitarle la libertad, sino perfeccionándola; y con ello Dios «da a nuestro consentimiento la posibilidad de cumplir la buena obra»[38]. Con la gracia suficiente aceptada podrá también hacer los actos imperfectos, pero que tendrán ya valor sobrenatural.

 

La gracia de la oración

No es extraño que Marín-Sola considere que la naturaleza en estado de naturaleza caída pueda: «no poner impedimentos o no resistir a la gracia»[39], porque también  indica que por sí misma puede orar, olvidando, con ello,  que Santo Tomás afirma que «el Espíritu Santo hace que nosotros pidamos»[40], de manera que, tal como ya había dicho San Agustín: «la misma oración se cuenta entre los bienes de la gracia»[41]. En cambio, Marín-Sola afirma que la naturaleza caída: «Si no está muerta, siempre podrá hacer algo imperfecto o fácil, por lo menos el acto de orar, que es por su naturaleza el tipo mínimo de acto imperfecto[42].

            El no poder impedimento a la gracia no se hace de dos modos sin la gracia y con la gracia. Siempre se hace con la gracia. Como indica Santo Tomás: «Para que Dios infunda la gracia en el alma, ninguna preparación se exige que El mismo no realice»[43]. Igualmente el Concilio de Trento afirmó que la disposición de los hombre para la justificación se realiza «cuando movidos y ayudados por la gracia  divina (…) se dirigen libremente hacia Dios». También en el nuevo Catecismo se declara explícitamente que: «La preparación del hombre para acoger la gracia es ya obra de la gracia»[44].

 

Eudaldo Forment

 

 


 
[1] Santo Tomás, Suma Teológica, I-II, q. 109, a. 2, in c.
[2] Ibíd., I-II, q. 5, a. 5, in c.
[3] Ibíd., I, q. 23, a. 1, in c.
[4] Ibíd., I-II, q. 109, a. 5, ob 3.
[5] Ibíd., I-II, q. 109, a. 5. ad 3.
[6] Ibíd., I, q. 23, a. 1, in c.
[7] Ibíd., I, q. 22, a. 1, in c.
[8] Ibíd., II-II, , q. 51, a. 2, ad 2.
[9] Ibíd., I-II, q. 3, a. 7, in c.
[10] Ibíd.,  I, q. 23, a. 1, in c.
[11] Ibíd., I-II, q. 109, a. 5. ad 3.
[12] IDEM, Quaestiones disputatae, De veritate, q. 8, a.4, ad 13.
[13] IDEM, Summa Theologiae, I-II, q. 109, a. 5, in c.
[14] Ibíd., I-II, q. 109, a. 2, in c.
[15] Ibíd., I-II, q. 82, a. 3, in c.
[16] SAN AGUSTÍN, La ciudad de Dios, XIII, 13.
[17] SANTO TOMÁS, Summa Theológiae, I-II, q. 109, a. 2, in c.
[18] Ibíd., I-II, q. 109, a. 5, in c.
[19] Ibíd., I-II, q. 109, a. 3, ad 1.
[20] Ibíd., I, q. 60, a. 5, in c.
[21] Ibíd., I-II, q. 109, a. 3, in c.

[22] Cf. Dz 1961. San Pío V, en 1567, declaraba que  no es «imaginaría» ni «debe ser reprobada», tal como, en cambio, enseñaba Miguel Bayo: «la famosa distinción de los doctores, según la cual, de dos modos se cumplen los mandamientos de la ley divina, uno sólo en cuanto a la sustancia de las obras mandadas, otro en cuanto a determinado modo, a saber, en cuanto pueden conducir al que obra al reino eterno».

[23]SANTO TOMÁS, Suma teológica,  I-II, q.109, a. 4, in c.
[24] Ibíd., I-II, q. 109, a. 8, in c.
[25] Ibíd., I-II, q. 109, a. 4, in c.
[26] ÍDEM, Quaestiones disputatae. De veritate, q. 24, a. 14, ad 7, in c.
[27] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 109, a. 8, in c.
[28] Ibíd., II-II, q. 137, a. 3, ad 2.
[29] Francisco Marín-Sola, Nuevas observaciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina,  en «La Ciencia Tomista» (Salamanca), 99 (1926), pp. 321-397, p. 326.
[30] SANTO TOMÁS, Suma contra los gentiles, III, c. 159
[31] Ibíd., III, c. 160.
[32] Francisco Marín-Sola, El sistema tomista sobre la moción divina,  en «La Ciencia Tomista» (Salamanca), 94 (1925), pp. 5-54, p. 25.
[33] IDEM, Nuevas observaciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina,  op. cit., pp. 328-329.
[34] Ibíd., p. 329.
[35] SANTO TOMÁS, Summa Theologiae, I, q.2, a.2 ,ad 1.
[36] Ibíd.,  I, q.1 a.8, ad 2.

[37] Ibíd., I-II, q.109, a.3,  in c.

[38] SAN BERNARDO, De gratia et libero arbitrio, c. XIV, 46.
[39] IDEM, Nuevas observaciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina,  op. cit., p. 326.
[40] SANTO TOMÁS, In Epistolam Pauli ad Romanos expositio, 8, lec. 5.
[41] SAN AGUSTíN, Carta 194, A Sisto, IV, 16.
[42] IDEM, Nuevas observaciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina,  op. cit., p. 326.
[43] SANTO TOMÁS, Summa Theologiae, I-II, q. 112, a. 2, ad. 3.
[44] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2001.